Francois Mauriac - El Desierto Del Amor

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¡Hipócrita! No hay nada que hacer, nada que decir sobre una sepultura; tropezaba cada vez en ella, como si fuera una puerta sin cerradura clausurada hasta la eternidad. Igual daba ponerse de rodillas en el polvo del camino… Pequeño Francois, puñado de cenizas, tú que estabas lleno de risas y lágrimas… ¿A quién podía desear al lado de ella? ¿Al doctor?… ¿ese latoso? no, no era un latoso… ¿Para qué sirve ese esfuerzo hacia la perfección, si nuestro destino es intentar siempre lo que es turbio a pesar de nuestra voluntad? En todas las metas que María se felicitaba de haber alcanzado, lo peor que había en ella sabía sacar provecho.

No desea ninguna presencia ni quiere encontrarse en ningún otro lugar del mundo que no sea este salón con las cortinas rotas. ¿Tal vez en Saint-Clair? Su infancia en Saint-Clair… Recuerda ese parque donde ella se deslizaba, cuando se hubo marchado esa familia clerical, enemiga de su madre. Parecía que la naturaleza aguardaba esta partida, después de las vacaciones de Navidad, para romper su tela de hojas. Los heléchos trepaban, se espesaban, batían, con su espumoso follaje verde, las ramas bajas de las encinas, pero los pinos balanceaban las mismas cimas grises, aparentemente indiferentes a la primavera, hasta que una mañana también arrancaban de sí mismo una nube de polen, inmensa flor de su amor. Y María encontraba, al volver de una avenida, una muñeca rota, un pañuelo agarrado en las aliagas. Pero hoy, extranjera en ese país, nada la acogería sino la arena donde ella se había extendido boca abajo…

Habiéndole advertido Justine que la comida estaba lista, arregló sus cabellos y se sentó frente a la sopa humeante.

Como se trataba de que ni la criada ni su marido llegasen tarde al cine, media hora después se volvió a encontrar sola en la ventana del salón. El oloroso tilo todavía no tenía perfume; por encima de ella, los rododendros estaban ya en sombra. Por temor a la nada, para volver a tomar aliento, Maria busca cualquier cosa donde agarrarse: "Cedí, pensaba, al instinto de la huida que casi todos tenemos frente a la faz humana afeada por el hambre, por la necesidad. Tratas de convencerte a ti misma de que ese bruto es un ser diferente a ese niño que tú adorabas; sin embargo, es el mismo niño, pero con la máscara puesta: así como las mujeres encinta llevan sobre su rostro una máscara de bilis, los hombres llenos de su amor llevan también pegada sobre su rostro esa apariencia muchas veces repugnante, siempre terrible, de la bestia que se mueve en ellos. Galatea huye de aquello que la aterroriza, que es también aquello que ella llama… Había soñado con una larga ruta, donde, en insensible marcha, hubiéramos pasado, de las regiones templadas a otras más ardientes: pero el muy torpe quemó las etapas… ¡Por qué no me habré resignado a ese furor! Ahí, y no en otro lugar, habría encontrado el inimaginable reposo; mejor aún que el reposo tal vez… ¿Tal vez no existan abismos en los seres que no puedan ser colmados con un exceso de amor?… ¿Qué amor? Recuerda; su boca hizo una mueca, emitió un "eeeh" de asco; otras imágenes la asaltaron: vio a Larousselle que se apartaba, las mejillas encendidas, gruñendo:

"¿Qué es lo que necesitas?…" ¿Qué era, pues, lo que le faltaba? Erraba por el cuarto desierto, se acodó en la ventana, soñaba con un silencio que no conocía y en el cual hubiese sentido su amor sin que este amor tuviese que pronunciar ninguna palabra, a pesar de lo cual el bienamado lo habría escuchado, habría cogido el deseo en ella antes que el deseo hubiese nacido. Toda caricia supone un intervalo entre dos seres. Pero habrían estado tan confundidos el uno en el otro, que no habrían necesitado ese abrazo, ese breve abrazo que la vergüenza desanuda… ¿La vergüenza? Creyó oír la risa de mujer de la calle de Gaby Dubois y lo que ella le gritaba un día: " ¡ No, no, eso es en el caso suyo! Por el contrario, no hay cosa mejor en el mundo, es lo único que no desilusiona… En mi vida de perro, ese es mi único consuelo…" ¿Por qué su repugnancia? ¿Tiene algún sentido? ¿Es acaso el testimonio de la voluntad particular de alguien? Mil ideas confusas se despiertan en Maria y luego desaparecen, tal como en el azul desierto, sobre su cabeza, las estrellas fugaces, los bólidos perdidos.

Mi ley, piensa Maria, ¿no es acaso la ley común? Sin marido, sin hijos, sin amigos, no podía ser más grande su soledad en el mundo; pero, ¿qué valor tenía esa soledad al lado de ese otro aislamiento del que no podía librarla la más tierna familia en el mundo: aquel que experimentamos cuando reconocemos en nosotros los signos de una especie singular, de una raza casi perdida de la cual interpretamos los instintos, las exigencias, las metas misteriosas? ¡Ah! ¡no seguir agotándose en esta búsqueda! Si en el cielo quedaban aún pálidos restos del día y de la luna creciente, bajo las tranquilas hojas se acumulaban las tinieblas. El cuerpo inclinado hacia la noche, casi como aspirado por la tristeza vegetal, Maria Cross no cedía tanto al deseo de beber en ese río de aire obstruido por las ramas como a la tentación de perderse en él, de disolverse, para que, por fin, su desierto interior se confundiese con el desierto del espacio, para que el silencio de ella no fuera distinto del silencio cósmico.

CAPITULO DÉCIMO

Mientras tanto, después de que Raymond Courréges se hubo desembarazado en el camino de todos los insultos con los cuales no había podido agobiar a María Cross, sintió la necesidad de envilecerla aún más, y por este motivo, apenas hubo entrado en casa, deseó ver a su padre. Tal como el doctor lo había anunciado, se quedó en cama durante cuarenta y ocho horas sin comer ni beber sino agua para gran felicidad de su madre y de su mujer. Se decidió a hacerlo no sólo por la falsa angina de pecho sino por estudiar en él mismo los efectos de ese tratamiento. Robinson había venido durante la víspera: "Habría preferido a Dulac, decía la señora Courréges, pero, al fin y al cabo, también es un médico, sabe auscultar."

Robinson se deslizaba a lo largo de las paredes, subía, furtivo, las escaleras, siempre angustiado ante la idea de darse de narices con Madeleine, aunque no hubiesen sido nunca novios. El doctor, con los ojos cerrados, la cabeza vacía, el cuerpo libre bajo las sábanas livianas, al resguardo del día, seguía sin esfuerzo las pistas de sus pensamientos; y su espíritu erraba sobre esas pistas perdidas, vueltas a encontrar, mezcladas, tal como un perro bate los arbustos alrededor del amo que se pasea sin cazar. Creaba, sin fatigarse, los artículos que tendría que escribir; respondía, punto por punto, a las críticas que había suscitado su último comunicado a la Sociedad de Biología. Le era dulce la presencia de su madre y también la de su mujer, y era para él una dulzura notarlo: al fin, inmóvil, después de una persecución agotadora, se dejaba alcanzar por Lucie; admiraba a su madre, que se borraba para evitar cualquier conflicto: las dos mujeres dividían entre ellas, sin pelearse, esta presa arrancada por un tiempo a los quehaceres de la profesión, de los estudios, a un amor desconocido, presa que ya no se resistía, que se interesaba en sus más mínimas palabras, cuyo universo se achicaba a la medida del de ellas. Ahora, el doctor se interesaba por saber si Julie se iba de todos modos o si se podía esperar que llegara a entenderse con la criada de Madeleine. Pero ya fuese la mano de su madre o la de su mujer la que tocara su frente, el doctor volvía a encontrar esa seguridad que sentía cuando era un niño enfermo; se alegraba de saber que no moriría solo; pensaba que la muerte tendría que ser la cosa más simple del mundo en ese cuarto con muebles familiares de caoba, donde nuestra madre y nuestra mujer se esfuerzan por sonreír; y el sabor del último momento se encuentra disimulado por ellas como el sabor de cualquier otro amargo remedio. Sí, poder irse envuelto por entero con esa mentira, saber ser engañado…

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