Francois Mauriac - El Desierto Del Amor

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Había venido, a pesar de que ella había hecho todo lo posible para dejarlo. Ningún remordimiento envenenaba su dicha, y podía entregarse por entero a ella. Frente al destino, que, por fuerza, le entregaba al adolescente para cuidarlo, ella aseguraba que sería digna de ese don. ¿Qué había temido? En ese momento, no existía nada en ella que no fuera el amor más noble, y la prueba estaba en las lágrimas que rechazaba, pensando en Francois; habría sido un muchachote semejante a ese en pocos años más… No sabía que la mueca para retener sus lágrimas había sido interpretada por Raymond como un gesto de mal humor, tal vez de cólera. Sin embargo, ella decía:

– Pensándolo bien, ¿por qué no? Hizo bien en venir.

Deje su sombrero sobre una silla. No importa que esté mojado: ese terciopelo de Genes ha pasado por cosas peores… ¿Un poco de oporto? ¿Sí? ¿No? Es sí. Y mientras bebía, ella decía:

– ¿Por qué escribí esa carta? Ni yo misma lo sé… Las mujeres tenemos algunas chifladuras… Por lo demás, sabía que usted vendría de todas maneras.

Con el reverso de su mano, Raymond secó sus labios.

– Sin embargo, casi no vine. Me decía a mí mismo: habrá salido… Quedaré como un idiota.

– Casi no salgo, desde que llevo luto… ¿No le he hablado nunca de mi pequeño Francois?

Francois llegaba de puntillas, como si estuviera vivo. De igual modo, su madre tal vez lo hubiera retenido para romper una conversación a solas peligrosa. Raymond veía en ello una comedia para inspirarle respeto; por el contrario, Maria sólo pensaba en tranquilizarlo, y muy lejos de temerle, se creía ella temible. Por lo demás no era ella quien había recurrido al niño muerto; el pequeño se había impuesto solo, como aquellos que escuchan la voz de su madre en el salón y entran sin golpear. Ya que el niño está ahí, ¿no es acaso la señal de que no hay nada de impuro en todo esto? ¿Por qué te turbas, pobre mujer? El pequeño Francois se encuentra de pie contra tu sillón, sonríe, no enrojece.

– ¿Debe de hacer ya más de un año que murió? Recuerdo perfectamente el día del entierro… Mamá hizo una escena a mi padre…

Se interrumpió; hubiera querido volver sobre sus palabras.

– ¿Por qué una escena? ¡Ah! sí… comprendo… Ni siquiera ese día tuvieron piedad…

Levantóse, Maria tomó entonces un álbum y lo puso sobre las rodillas de Raymond:

– Quiero mostrarle estas fotografías. Su padre es el único que las conoce. Aquí tiene un mes, en los brazos de mi marido; a esa edad no tienen forma de nada; pero para su mamá, sí la tienen. Mírelo a los dos años, riendo con un globo entre sus brazos. Ahí estamos en Salies: estaba ya muy débil; había tenido que gastar parte de mi escuálido capital para pagar esa estancia; pero encontré allí un doctor, con tanta caridad, tanta bondad… Se llamaba Casamayor… Es él quien sujeta por las riendas al asno…

Inclinada sobre Raymond para volver las páginas, no veía el rostro furioso del muchacho que no podía moverse, las rodillas aplastadas por el álbum. Jadeaba, temblaba de violencia contenida.

– Aquí tenía seis años y medio, dos meses antes de su muerte. Se había repuesto bastante, ¿no es verdad? Me he preguntado siempre si no lo hice trabajar demasiado. Su padre me asegura que no. A los seis años, leía todo lo que caía en sus manos, aun aquellas cosas que no entendía. De tanto vivir con una persona grande…

Decía: "Era mi compañero, mi amigo…" porque en ese minuto identificaba totalmente lo que Francois había sido realmente para ella con lo que había esperado de Francois.

– Me hacía ya preguntas. ¡ Cuántas noches pasé angustiada, pensando que algún día tendría que explicarle!… Y si hay un pensamiento que me ayuda a vivir hoy día, es que él se fue sin saberlo… que no supo… que no sabrá jamás…

Habíase enderezado, sus brazos pendían; Raymond no osaba levantar los ojos, pero escuchaba cómo se estremecía ese cuerpo. Aunque estaba emocionado, dudaba de ese dolor, y más tarde, cuando iba por el camino, tenía que repetirse: "Ella misma se sugestiona con su comedia… le gusta mostrar el cadáver… Pero, ¿y sus lágrimas?" Estaba turbado con la idea que tenía de ella; el adolescente se hacía de las "mujeres malas" una imagen teológica, conforme a aquella que le habían formado sus maestros, a pesar de que él se creía inmune a su influencia. María Cross lo rodeaba como un ejército formado en combate; los anillos de Dalila y de Judit tintineaban en sus tobillos; creía capaz de cualquier traición, de cualquiera mentira a aquella de quien los santos han temido la mirada como temen la muerte.

María Cross le había dicho: "Vuelva cuando quiera, estoy siempre aquí." Llena de lágrimas, tranquilizada, lo había seguido hasta la puerta, sin ni siquiera darle otra cita. Después que él hubo partido, sentóse cerca del lecho del pequeño Francois; llevaba su dolor como un niño dormido en sus brazos. Experimentaba una paz que tal vez era una decepción. Ignoraba que no siempre sería socorrida; no, los muertos no socorren a los vivos: en vano los hemos invocado en el borde del abismo; su silencio, su ausencia son cómplices.

CAPITULO NOVENO

Mejor habría sido para Maria Cross que esta primera visita de Raymond no le hubiera dejado tal sensación de seguridad, de inocencia. Se sentía admirada de que todo hubiera pasado tan simplemente: "Perdí la cabeza…", pensaba. Creía experimentar alivio, pero comenzaba a sufrir por haber dejado irse a Raymond sin fijarle una cita. Jamás se ausentaba en las horas en que él podía haber venido. El miserable juego de las pasiones es tan simple, que un adolescente lo posee desde su primera aventura: Raymond no había necesitado ningún consejo para resolverse "a dejar que se cocinara en su propia salsa".

Después de cuatro días de espera, estaba a punto de reprocharse a sí misma: "Sólo le hablé de mí y de Francois; lo entristecí… ¿Qué interés podía tener en ese álbum? Debería haberlo interrogado sobre su vida, que se pusiera a sus anchas… Se aburrió; me encontró una latosa… ¿y si no volviera?"

¡ Si no volviera! Pronto esta inquietud se volvió angustia:

¡ Naturalmente! ¡ puedo seguir esperando! no vendrá más… A esa edad no se soporta a la gente aburrida… ¡bien! sí, esto es asunto terminado." ¡Evidencia estrepitosa, terrible! No volvería más. Maria Cross llenaba así el último pozo de su desierto. No quedaba más que arena.

¿Qué hay de más peligroso en el amor que la fuga de uno de los cómplices? Muchas veces la presencia es un obstáculo: estando frente a Raymond Courréges, Maria Cross veía en primer lugar un adolescente, y resultaría vil turbar su corazón; recordaba el padre del cual había nacido; los restos de infancia en ese rostro le recordaban a su hijo perdido: hasta en pensamientos sólo se acercaba a él con un ardiente pudor. Pero ahora que él no se encontraba allí y que duda si lo verá otra vez, ¿para qué desconfiar de ese turbio oleaje que se encuentra en ella, de esa oscura resaca? Si ese fruto será apartado de su sed, ¿por qué entonces privarse de imaginar el sabor desconocido? ¿A quién le hacía daño? ¿Qué reproche podía esperar de la piedra donde estaba escrito el nombre de Francois? ¿Quién la ve en esta casa, sin esposo, sin niños, sin sirvientes? ¡ Pueriles discursos de la señora Courréges sobre querellas de criada: qué bueno sería para Maria Cross poder ocupar en ellas su espíritu! ¿Dónde ir? Más allá del jardín amodorrado, se extiende el arrabal y luego la ciudad pedregosa, donde, cuando estalla la tempestad, hay la seguridad de tener nuevos días más sofocantes. En ese lívido cielo, una bestia feroz y soñolienta, ronda, gruñe y se esconde. También Maria Cross, errabunda por el jardín o en los cuartos vacíos, cede (¿y qué otra salida queda a su miseria?), cede poco a poco a la atracción de un amor sin esperanzas que sólo posee la triste felicidad de sentirse a solas. No intentó hacer nada más contra el incendio, no sufrió más con esa ociosidad, ese abandono; su horno la mantenía ocupada; un oscuro demonio le susurraba: "Mueres, pero ya no te aburres."

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