Joseph Brodsky - Menos Que Uno

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5

Constantino fue, ante todo, un emperador romano -al frente de la parte occidental del Imperio- y, para él, «Con este signo vencerás» había de significar, por encima de todo, una extensión de su gobierno, de su control sobre todo el imperio. No es ninguna novedad la adivinación del futuro más inmediato a través de las entrañas de unos pollos, ni el hecho de alistar a una deidad como capitán. Y tampoco es tan vasto el trecho entre la ambición absoluta y la más profunda piedad. Pero incluso en el caso de haber sido él un auténtico y celoso creyente (cuestión sobre la que se han proyectado ciertas dudas, especialmente en vista de su conducta con respecto a sus hijos y su familia política), la palabra «conquista» no sólo debía de tener para él un sentido militar, de cruzar las espadas, sino también un sentido administrativo, es decir, el de asentamientos y ciudades. Y el plano de todo asentamiento romano es, precisamente, una cruz: una carretera central que va de norte a sur (como el Corso en Roma) hace intersección con otra similar que va de este a oeste. De Leptis Magna a Castricum, un ciudadano imperial siempre sabía dónde se encontraba en relación con la capital.

Incluso si la cruz de la que Constantino habló a Eusebio era la del Redentor, una parte constituyente de ella en su sueño fue, inconsciente o subconscientemente, el principio de la planificación de asentamientos. Además, en el siglo IV el símbolo del Redentor no era en absoluto la cruz, sino el pez, un acróstico griego del nombre de Cristo. Y en cuanto a la propia Cruz de la Crucifixión, se parecía a la T mayúscula rusa (y latina), más que a lo que Bernini trazó en aquella escalera en San Pedro, o lo que hoy imaginamos que fue. Fuera lo que fuese lo que Constantino pudo o no haber tenido en su mente, la ejecución de las instrucciones que recibió en un sueño cobró la forma, en primer lugar, de una expansión territorial hacia el este, y la aparición de una Segunda Roma fue una consecuencia perfectamente lógica de esta expansión hacia Oriente. Poseedor, según todas las fuentes, de una personalidad dinámica, consideraba perfectamente natural una política expansiva, tanto más si era, efectivamente, un verdadero creyente.

¿Lo era o no lo era? Cualquiera que pueda ser la respuesta, fue el código genético el que se permitió reírse el último, puesto que su sobrino resultó ser nada menos que Juliano el Apóstata.

6

Todo movimiento a lo largo de una superficie plana que no venga dictado por la necesidad física es una forma espacial de auto afirmación, ya se trate de construcción de imperios o de turismo. En este sentido, mi motivación para ir a Estambul difería sólo ligeramente de la de Constantino. Sobre todo si, efectivamente, éste se convirtió en un cristiano…, o sea, si dejó de ser romano. Cuento, sin embargo, con otras razones para reprocharme la superficialidad, y además los resultados de mis desplazamientos son de consecuencias mucho menores. Ni siquiera dejo detrás de mí fotografías tomadas «delante» de muros, y menos una serie de muros propiamente dichos. En este sentido, incluso soy inferior al promedio de los japoneses. (Nada me horroriza tanto como pensar en el álbum familiar del japonés medio: sonrientes y rechonchos, él/ella/ambos ante un fondo constituido por todo lo que de vertical contiene el mundo: estatuas, fuentes, catedrales, torres, mezquitas, templos antiguos, etc. Y muchísimo menos, supongo, Budas y pagodas.) El Cogito ergo sum cede el paso al Kodak ergo sum, tal como en su día el cogito triunfó sobre el «yo creo» en el sentido de crear. En otras palabras, la naturaleza efímera de mi presencia y mis motivos es no menos absoluta que la tangibilidad física de las actividades de Constantino y sus pensamientos, reales o supuestos.

7

Los poetas elegiacos romanos de fines del siglo I a. C. -en especial Propercio y Ovidio- se mofan abiertamente de su gran contemporáneo Virgilio y su Eneida. Esto puede explicarse en función de la rivalidad personal, los celos profesionales o la oposición de su idea de la poesía como arte personal, privado, a una concepción de la misma como algo cívico, como una forma de propaganda estatal. (Esto último puede sonar a verídico, pero en realidad dista mucho de la verdad, puesto que Virgilio no sólo fue el autor de la Eneida, sino también de las Bucólicas y de las Geórgicas.) Puede haber también consideraciones de una naturaleza puramente estilística. Es muy posible que, desde el punto de vista de los elegiacos, la épica -cualquier épica, incluida la de Virgilio- fuese un fenómeno de carácter retrógrado. Los elegiacos, todos ellos, eran discípulos de la escuela alejandrina de poesía, que había engendrado la tradición del verso lírico corto, tal como hoy nos es familiar en la poesía actual. La preferencia alejandrina por la brevedad, la nitidez, la comprensión, la concreción, la erudición, el didacticismo y una preocupación por lo personal fue, al parecer, la reacción del arte griego de las letras contra las formas excedentes de la literatura griega en el período arcaico: contra la épica, el drama; contra la mitologización, por no decir la propia fabricación de mitos. Una reacción, si uno piensa al respecto -aunque es mejor no hacerlo-, contra Aristóteles. La tradición alejandrina absorbió todas estas cosas y las situó en los confines de la elegía o la égloga: en el diálogo casi jeroglífico en la segunda, y en una función ilustrativa del mito (exempla) en la primera. En otras palabras, encontramos una cierta tendencia hacia la miniaturización y la condensación (como medio de supervivencia para la poesía en un mundo cada vez menos inclinado a prestarle atención, a no ser como un medio más directo, más inmediato, para influenciar corazones y mentes de lectores y oyentes) cuando he aquí que aparece Virgilio con sus hexámetros y su gigantesco «orden social».

Añadiría aquí que los elegiacos, casi sin excepción, estaban utilizando el dístico elegiaco, un par de versos que combinaba el hexámetro dactílico y el pentámetro dactílico, y también que ellos, de nuevo casi sin excepción, llegaron a la poesía procedentes de las escuelas de retórica, donde habían sido adiestrados para una profesión jurídica (como abogados: argumentadores en el sentido moderno). Nada corresponde al sistema retórico de pensamiento mejor que el dístico elegiaco, que facilitó un medio para expresar, como mínimo, dos puntos de vista, ello sin mencionar toda una paleta de coloridos de entonación gracias a las métricas contrastantes.

Todo esto, sin embargo, queda entre paréntesis. Más allá de los paréntesis hay los reproches dirigidos por los elegiacos a Virgilio, en un terreno ético más bien que métrico. Especialmente interesante al respecto es Ovidio, en nada inferior al autor de la Eneida en habilidades descriptivas, e infinitamente más sutil en el aspecto psicológico. En «Dido a Eneas», una de sus Heroídas -una colección de correspondencia imaginaria de heroínas propias de la poesía amorosa con sus amados, ya difuntos o bien infieles- la reina cartaginesa, al reprocharle a Eneas haberla abandonado, lo hace más o menos de la siguiente manera: «Pude haber comprendido que me dejaras porque habías resuelto regresar a tu casa, junto a los tuyos. Pero te marchas a tierras desconocidas, una nueva meta, una ciudad nueva, todavía no fundada, con el objeto, al parecer, de destrozar otro corazón.» Y así sucesivamente. Incluso insinúa que Eneas la deja embarazada y que una de las razones de que ella se suicide es el temor a la infamia. Pero esto no incumbe a la cuestión aquí tratada. Lo que aquí importa es que, a los ojos de Virgilio, Eneas es un héroe, dirigido por los dioses. A los ojos de Ovidio, es un granuja sin principios, que atribuye su modalidad de conducta -su movimiento a lo largo de una superficie plana- a la Divina Providencia. (En cuanto a la Providencia, Dido ofrece también sus explicaciones ideológicas, pero esto tiene escasa consecuencia, como también nuestra suposición, excesivamente ávida, de una postura anticívica en Ovidio.)

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