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Alejo Carpentier: El Arpa Y La Sombra

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Alejo Carpentier El Arpa Y La Sombra

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Después de Concierto borroco, relato en el que a partir de datos históricos se arma toda una fantasía en la que los tiempos se sobreponen unos a otros con la facilidad y el lenguaje esplendoroso que hacen de Alejo Carpentier uno de los escritores cimeros de nuestra época, el novelista cubano vuelve a incursionar en la historia: ahora para recrear, por un lado, todo ese proceso increíble que fue el intento de canonizar al Almirante de la Mar Océano, Cristóbal Colón, y, por el otro, a través de un monólogo alucinante, vital, las confesiones del marino genovés en el lecho de muerte. Las elucubraciones de papas y abogados del diablo prestan el contrapunto final que habrá de marcar para siempre la vida en el más allá del descubridor de América.

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“Señora Doña María,
Yo vengo de muy lejos,
y a su niñito le traigo
Un parcito de conejos.”

En eso llegó la Semana Santa, y pudo asombrarse el flamante auditor ante el carácter sombrío, dramático, casi medieval, que aquí cobraba, el viernes, la procesión de penitentes que iba en la tarde de agonía por las calles céntricas: hombres descalzos, vestidos de una larga túnica blanca, con coronas de espinas, una pesada cruz de madera en el hombro izquierdo, y un látigo en la diestra, con el cual se azotaban furiosamente las espaldas… Mastaï pensó que el vigor de la fe, en este país, no podía ser sino propicio a los fines de la misión. Pero, a la vez, comprobaba que aquí, como en Buenos Aires, se habían colado las llamadas “ideas nuevas”. Mientras los flagelantes se ensangrentaban el lomo en su cortejo expiatorio, unos jóvenes elegantes y descreídos, a quienes llamaban “pipiólos”, con el ánimo de inquietarlo, le daban a entender que pronto se establecería la libertad de prensa -forzosamente restringida por la dura guerra que acababa de vivirse- y que, en la mente de Freire, estaba el secreto propósito de secularizar el clero chileno. En espera de los acontecimientos, Mastaï adoptó una táctica nueva ante quienes presumían de liberales en su presencia: táctica consistente en presumir de más liberal que los mismos liberales. Y, usando de estrategias aprendidas con los jesuitas, proclamaba que Voltaire y Rousseau habían sido hombres de un extraordinario talento -aunque él, eclesiástico, no pudiese compartir sus criterios-, recordando sin embargo, con sutil perfidia, que esos filósofos pertenecían a generaciones muy superadas por las actuales en sus ideas, y que, por lo mismo, era hora ya de ponerse al ritmo de la época, desechando textos apolillados, llenos de conceptos históricos desmentidos por la realidad, haciéndose urgente la adopción de una “nueva filosofía”. Igual pasaba con la Revolución Francesa, acontecimiento dejado atrás, malogrado en sus ideales primeros, de la cual demasiado se hablaba aún en este continente, cuando nadie la recordaba ya en Europa. -”Esclerosis, caducidad, inactualidad, gente de otro siglo” -decía, hablando del Contrato social y de los Enciclopedistas. -”Utópico afán que a nada había llevado, promesas incumplidas, ideales traicionados. Algo que pudo ser muy grande, pero que nunca llegó a realizar lo que sus forjadores habían soñado” -decía, hablando de la Revolu ción Francesa: “y eso lo afirmo yo, que soy eclesiástico y que ustedes deben considerar como un hombre encerrado en los límites de un pensamiento dogmático y anticuado”. Pero no, no, no. El liberalismo no era ya lo que esos jóvenes elegantes creían. Había, hoy, un liberalismo de nuevo género: un liberalismo -¿cómo diríamos?- situado más a la izquierda que la misma izquierda -recordándose que, en la sala de la Convención, los jacobinos ocupaban siempre los bancos situados a la izquierda de la asamblea. -”¿Habremos, pues, de ser más jacobinos que los jacobinos?” -le preguntaban. -”Hay, acaso, en estos momentos, una nueva manera de ser jacobino” -respondía el futuro inspirador del Syllabus que, por su grande habilidad en manejarse con el pensamiento adverso, ascendería al pontificado con la reputación de hombre sumamente liberal y amigo del progreso. Los meses siguientes fueron de espera, angustias, desconcierto, inquietudes, impaciencia, irritación, desaliento, ante la solapada hostilidad de Freiré, izado al poder supremo, que sabía, para gran desazón de los eclesiásticos, mostrarse a la vez cortés e inasible, acogedor a ratos y a ratos brutal, ceremonioso cuando se topaba con el arzobispo Muzi, aparentemente prometedor y abierto, para hacer, en fin de cuentas, lo contrario de lo ofrecido. La vieja aristocracia de Santiago se iba compactando en torno a la misión apostólica. Pero, entre tanto, el aria de la calumnia se hinchaba en torno a los forasteros. Se acusaba a Muzi de haber aplicado una ley evocadora de tiempos Coloniales, al negarse a casar a un viudo con su hijastra. Se dijo que el joven Mastaï había cobrado una suma excesiva por desempeñar su ministerio religioso en la mansión de una adinerada familia. Chismes, patrañas, habladurías, dimes y diretes, intrigas e infundios que, cada día, eran más duros de soportar para los egregios mandatarios. Para colmo -a pesar de que Freiré hubiese asegurado al Arzobispo romano que jamás incurriría en tal exceso de liberalismo- sucedió lo que los “pipiólos” habían anunciado: fue decretada la libertad de prensa. Desde ese día, la vida se hizo imposible a los delegados apostólicos.

Se afirmó, en letras de molde, que el mantenimiento de su inoperante misión venía a costar 50 000 pesos al erario público. Se les calificó de espías de la Santa Alianza. Y, para colmo, se anunció, ya en firme, la secularización inminente del clero chileno, con la cual se nacionalizaría la iglesia de aquí, eximiéndosela de toda obediencia a Roma… Ante tales realidades, Muzi hizo saber al gobierno que regresaría inmediatamente a Italia, considerando que su confianza y buena voluntad habían sido defraudadas. Y, al cabo de nueve meses y medio de una vana actividad, el prelado, su joven auditor y Don Salustio, tomaron el camino de Valparaíso, que era entonces un destartalado villorrio de pescadores, situado en el regazo de un circo de montañas donde tanto se hablaba el inglés como el español, por haber allí prósperos almacenes británicos que comerciaban con las naves fondeadas tras de largas y difíciles navegaciones por el Pacífico meridional, y, sobre todo, con los esbeltos y veloces clippers norteamericanos, cada vez más numerosos y que, para pasmo de las gentes, ostentaban ya arboladuras de cuatro palos. Mastaï, algo afligido por el fracaso de la misión, conoció los estremecimientos telúricos de dos terremotos que, sin causarle daños, le hicieron padecer la indecible angustia de sentir perdida su estabilidad -como atolondrado el equilibrio de su cuerpo- admirándose ante la ecuanimidad de unos músicos ciegos que, durante los breves seísmos, no dejaron de tocar alegres danzas -más atentos a sus limosnas que a furias volcánicas- y en una fonda portuaria fue invitado a apreciar los gloriosos sabores del piure, el loco, el cocha-yuyo y el monumental centollo de la Tierra de Fuego. Y, por fin, se hicieron a la mar los eclesiásticos, a bordo del “Colombia”, velero de buena andana y sólido casco, acostumbrado a afrontar las furias oceánicas de la siempre ardua circunnavegación del cono sur de América. Con el creciente frío, aparecieron dos ballenas al paso del paralelo de Valdivia. El 10 de noviembre, se estaba en la latitud de la isla de Chiloé. Y, el 17, se prepararon los navegantes a arrostrar la temible prueba de pasar el Cabo de Hornos.

Y allí, ocurrió un milagro: el mar, frente a la más famosa fragua de tempestades, frente a los monumentos de granito negro, barridos por mugientes vientos australes, que marcan el término del continente, estaba quieto como las ondas de un lago italiano. El capitán y los marinos del “Colombia” se asombraron ante una paz que jamás habían conocido en tal lugar del globo -tanto que los más acolmillados “cabo-horneros” de la tripulación no recordaban portento igual. Una noche clara y propicia descendió sobre la feliz navegación, ritmada tan sólo por el acompasado crujido de los cordajes y el quieto mecimiento de los fanales. Acodado en la borda de babor, adivinando más que viendo la tierra que hacia allí le quedaba, evocaba Mastaï las aventureras peripecias de aquel accidentado viaje al que no habían faltado episodios dignos de amenizar las mejores novelas inspiradas en tribulaciones oceánicas, muy gustadas ahora por las gentes, después del escalofriante caso de la balsa del “Medusa”: tormentas, vientos contrarios, calmas desesperantes, encuentros con peces raros, y hasta un abordaje de filibusteros -en las islas Canarias, al venir-, quienes, después de irrumpir en la nave con tremebundos gritos y cuchilladas al aire, se habían retirado contritos al ver que, a bordo del “Heloisa”, no había más objetos valiosos que una custodia, un relicario, un ostensorio y un cáliz que, por ser buenos católicos y no protestantes de mierda, dejaron respetuosamente en manos del Arzobispo Muzi. Y luego había sido la revelación de América, de una América más inquieta, profunda y original de lo que el canónigo hubiese esperado, donde había más, mucho más, que huasos y gauderios, indios malones, portentosos boleadores, jinetes de un magnifico empaque, inspirados payadores que, rasgando la guitarra, cantaban la inmensidad, el amor, el desafío, la macheza y la muerte. Por encima de todo ello, había una humanidad en efervescencia, inteligente y voluntariosa, siempre inventiva aunque a veces desnortada, generadora de un futuro que, según pensaba Mastaï, seria preciso aparear con el de Europa -y más ahora que las guerras de independencia propendían a cavar un foso cada vez más ancho y profundo entre el viejo y el nuevo continente. El elemento unificador podría ser el de la fe -y recordaba el joven los muchos conventos e iglesias de Chile, las humildes capillas pampeanas, las misiones fronterizas y los calvarios andinos. Pero la fe, aquí, para mayor diferencia entre lo de aquí y lo de allá, se centraba en cultos locales y en un santoral específico que, para decir verdad, era bastante ignorado en Europa. En efecto: repasando mentalmente la hagiografía americana, bien estudiada por él cuando se preparaba para el presente viaje, se asombraba el canónigo de lo exóticos, por así decirlo, que le resultaban sus beatos y santos. Fuera de Rosa de Lima, de inefable estampa mística, cuya fama alcanzaba lejanas regiones, no hallaba sino figuras ligadas a una imaginería local. Junto a Rosa -y mucho menos conocidos- se erguían, como complementos de una trilogía andina, las figuras de Toribio de Lima, nacido en Mallorca, inquisidor de Felipe II que, durante siete años, después de haber sido elevado a la categoría de arzobispo, había recorrido su vasta diócesis peruana, bautizando un número incalculable de indios, y Mariana de Paredes, el “Lirio de Quito”, émula de Rosa en cuanto a las mortificaciones impuestas a su carne, que, cierta vez, durante el terrible terremoto de 1645, ofreció a Dios su propia vida, para que, a cambio de ella, salieran indemnes los habitantes de la ciudad. Muy cerca de Toribio de Lima estaba Francisco Solano, poco mentado en el viejo mundo, que, viajando a bordo de un buque negrero salvó a los esclavos de un naufragio, cuando la marinería los abandonaba cobardemente, entregándolos, desamparados y sin barcas ni balsas, a las furias del Atlántico. Después venía el discutido catequizador Luis Beltrán, que en Colombia y Panamá había convertido a muchos indios, canonizado a pesar de que se dijese que esas conversiones eran de escaso valor, pues habían sido hechas por voz de intérpretes, a causa de la ignorancia del santo varón en materia de idiomas locales. Más destacada resultaba la personalidad de Pedro Claver, protector de negros esclavos, enérgico adversario del Santo Oficio de Cartagena de Indias, que, según afirmaban sus contemporáneos, había bautizado a más de trescientos mil africanos en su prolongado y ejemplar ministerio catequizador. Venían luego algunos beatos y santos menores, objeto de un culto meramente local, como Francisco Colmenario, predicador en Guatemala, y bienaventurado de poca historia; Gregorio López, antiguo paje del Rey Felipe, cuya canonización no había progresado en Roma, aunque se le siguiese reverenciando en Zacatecas; Martín de Porres, barbero y cirujano limeño, primer mestizo en ser beatificado; Sebastián Aparicio -objeto de un culto local en Puebla de los Ángeles-, beato gallego, constructor de carreteras y director del servicio postal entre México y Zacatecas, iluminado por la fe a los sesenta años, al cabo de una vida descreída y mundana, durante la cual había enterrado a dos esposas. En cuanto a Sebastián Montañol, muerto por los indios de Zacatecas (¡decididamente Zacatecas, como Lima, era lugar electo para la manifestación de trascendentales vocaciones!…), así como Alfonso Rodríguez, Juan del Castillo y Roque González de Santacruz, mártires del Paraguay, quedaban inscritos en una historia muy regional y remota, siendo probable que no tuviesen un solo fiel en el mundo al cual regresaba ahora el joven Mastaí.

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