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Alejo Carpentier: El Arpa Y La Sombra

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Alejo Carpentier El Arpa Y La Sombra

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Después de Concierto borroco, relato en el que a partir de datos históricos se arma toda una fantasía en la que los tiempos se sobreponen unos a otros con la facilidad y el lenguaje esplendoroso que hacen de Alejo Carpentier uno de los escritores cimeros de nuestra época, el novelista cubano vuelve a incursionar en la historia: ahora para recrear, por un lado, todo ese proceso increíble que fue el intento de canonizar al Almirante de la Mar Océano, Cristóbal Colón, y, por el otro, a través de un monólogo alucinante, vital, las confesiones del marino genovés en el lecho de muerte. Las elucubraciones de papas y abogados del diablo prestan el contrapunto final que habrá de marcar para siempre la vida en el más allá del descubridor de América.

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Para empezar, algo le intriga sobremanera. Quien ha solicitado del Papa Pío VII el envío de una misión apostólica a Chile, es Bernardo O'Higgins, que está al frente de su gobierno, con el título de Director General. Sabe ya cómo O'Higgins liberó a Chile del Coloniaje español, pero lo que se explica menos es que acuda a las luces del Vaticano para reorganizar la Iglesia Chilena. Roma, en estos tiempos tumultuosos y revueltos, es albergue y providencia de intrigantes de toda índole, conspiradores y sacripantes, embozados carbonarios, sacerdotes exclaustrados, renegados y sacerdotes arrepentidos, ex curas voltairianos vueltos al redil, informadores y soplones, y -fácil es hallarlos- tránsfugas de Logias, siempre dispuestos a vender los secretos de la Francmasonería por treinta denarios. Entre éstos, se topa Mastaî con un ex caballero Kadosh de la Logia Lautaro de Cádiz, hija de la Gran Reunión Americana de Londres, fundada por Francisco de Miranda, y que ya tiene filiales en Buenos Aires, Mendoza y Santiago. Y O'Higgins fue muy amigo -dice el informador- del extraordinario venezolano, maestro de Simón Bolívar, general de la Revolución Francesa, cuyas andanzas por el mundo constituyen la más fabulosa novela de aventuras, y hasta se dice -”líbreme Dios de culpables imaginaciones”, piensa Mastaî- que se acostó con Catalina de Rusia porque, “como su amante Potemkine estaba cansado de los excesivos ardores de su soberana, pensó que el guapo criollo, de sangre caliente, podría saciar los desaforados apetitos de la rusa que, aunque más que jamona, usted me entiende, era tremendamente aficionada a que le…-” y basta, basta, basta, dice Mastaî a su informador: “hablemos de cosas más serias y le ofrezco otra botella de vino”. El renegado se refresca el gaznate, alabando la calidad de un pésimo morapio que sólo su perenne sed le hace hallar bueno, y prosigue su relato. En su jerga secreta, los francmasones llamaban a España “Las Columnas de Hércules”. Y la Logia de Cádiz tenía una “Comisión de los Reservados” que se ocupaba, casi exclusivamente, en promover agitaciones políticas en el mundo hispánico. Y en el seno de esa comisión se sabia que en Londres había redactado Miranda un cuaderno de “Consejos de un viejo sudamericano a un joven patriota al regresar de Inglaterra a su país” que contenía frases tales como: “Desconfiad de todo hombre que haya pasado la edad de cuarenta años a menos de que os conste que sea amigo de la lectura. La juventud es la edad de los ardientes y generosos sentimientos. Entre los de vuestra edad encontraréis pronto muchos a escuchar y fáciles de convencer.” (-”Se ve que ese Miranda, como Gracián, receloso de los horrores y horrores de la Vejecía, ponía su confianza en el palacio encantado de la juventud -piensa Mastaî…). También había escrito el destacado francmasón: “Es un error creer que todo hombre, porque tiene tonsura en la cabeza o se sienta en la poltrona de un canónigo, es un fanático intolerante y un enemigo decidido de los derechos de los hombres.” -”Ya estoy entendiendo mejor a ese Bernardo O'Higgins” -dijo Mastaï, haciendo repetir el párrafo tres veces al tránsfuga de la Logia gaditana. Estaba claro: fuesen cuales fuesen sus ideas, O'Higgins sabía que España soñaba con restablecer en América la autoridad de su ya muy menguado imperio Colónial, luchando denodadamente por ganar batallas decisivas en la banda occidental del continente, antes de ahogar en otras partes, mediante una auténtica guerra de reconquista -y para ello no escatimaría los medios- las recién conseguidas independencias. Y sabiendo que la fe no puede extirparse de súbito como se acaba, en una mañana, con un gobierno virreinal o una capitanía general, y que las iglesias hispanoamericanas dependían, hasta ahora, del episcopado español, sin tener que rendir obediencia a Roma, el libertador de Chile quería sustraer sus iglesias a la influencia de la ex metrópoli -cada cura español sería mañana un aliado de posibles invasores-, encomendándolas a la autoridad suprema del Vaticano, más débil que nunca en lo político, y que bien poco podía hacer en tierras de ultramar fuera de lo que correspondería a una jurisdicción de tipo meramente eclesiástico. Así se neutralizaba un clero adverso, conservador y revanchista, poniéndosele sin embargo -¡y no podría quejarse de ello!- bajo la custodia directa del Vicario del Señor sobre la Tierra. ¡Jugada maestra, que era posible aprovechar en todos sentidos!… Al joven Mastaî se le hacía simpático, ahora, Bernardo O'Higgins. Estaba impaciente ya por cruzar el Océano, a pesar de los temores de su santa madre la Condesa que, desde su descalabrada mansión de Senigallia, lo instaba a que buscase excusas en su precaria salud para ser eximido de una agotante travesía por el proceloso mar de los muy frecuentes naufragios -”el mismo mar de Cristóbal Colón”, pensaba el canónigo, añorando, en vísperas del gran viaje, la quietud del ámbito familiar, y recordando con especial ternura a María Tecla, su hermana preferida, a quien había sorprendido cierta vez, en ausencia de sus padres, cantando a media voz, como en sueños (¡oh levísimo, inocentísimo pecado!) una romanza francesa del Padre Martini, que había aparecido en un álbum de obras del gran franciscano, autor de tantas misas y oratorios:

“Plaisir d'amour
ne dure qu'un moment.
Chagrin d'amour
dure toute la vie”

A pesar de los llamados a la cautela, a la prudencia, el joven canónigo esperaba ansiosamente la fecha de la partida. Y tanto más ahora que todo parecía oponer obstáculos a la empresa: muerte del Papa, ese papa tan humillado por el insolente Corso que lo había obligado a sancionar la bojiganga de su imperial investidura con corona puesta, solemnemente, en la testa de una mulata martiniqueña; elección de León XII, tras de un inacabable cónclave de veintiséis días; intrigas del Cónsul de España, enterado por sus espías del objeto de la misión apostólica; vientos contrarios, intrigas, chismorreos, cartas van, cartas vienen, respuestas que harto se hacen desear. Pero al fin, al fin, el 5 de octubre de 1823, leva las anclas el navío “Eloisa” (“prefiero la de Abelardo a la de Rousseau” -piensa Mastaî) con destino al Nuevo Mundo. Con él navegaban: el Delegado Giovanni Muzi, su secretario particular Don Salustio, el dominico Raimundo Arce, y el archidiácono Cienfuegos, ministro plenipotenciario de Chile -por reciente promoción de O'Higgins- ante la Santa Sede.

De Génova había partido el barco. Genovés había sido quien, un día, emprendiera la prodigiosa empresa que habría de dar al hombre una cabal visión del mundo en que vivía, abriendo a Copérnico las puertas que le dieron acceso a una incipiente exploración del Infinito. Camino de América, Camino de Santiago, Campos Stellae -en realidad camino hacia otras estrellas: inicial acceso del ser humano a la pluralidad de las inmensidades siderales.

Harto prolongada, exasperante a veces, la demora en Génova había sido fructífera en descubrimientos para el joven canónigo, maravillado, a cada paso, por el esplendor de la soberbia ciudad de los Doria, apellido de áurea sonoridad, toda llena del recuerdo de Andrea, el almirante insigne, representado en laudatorias pinturas alegóricas, de torso desnudo, barbas encrespadas, y emblemático tridente en mano, como viva, posible y presente imagen de Poseidón. Largamente había meditado el joven ante la casa de Branca Doria, aquel muy magnífico asesino, de estirpe genovesa, a quien Dante halló en el noveno círculo infernal, padeciendo su castigo en alma mientras su cuerpo, movido por un demonio, se mostraba aún viviente sobre la tierra. Frente a la iglesia de San Mateo la mansión de Lamba Doria, edificada por Martino Doria, tan sólida como el linaje de sus dueños, resistía el paso de los siglos, como también pervivían, hermosas y altivas, las de Domenicaccio Doria y la de Constantino Doria, habitada finalmente por Andrea -¡todo el mundo aquí parecía llamarse Doria!-, el prodigioso marino de las cien victorias sobre el Turco… Y ahora que el “Heloisa” entraba en las ondas terrosas del Río de la Plata, evocaba aún Mastaï la suntuosa escenografía portuaria dejada atrás, en el fasto de la urbe de palacios rojos y palacios blancos, cristalerías, balaustradas, glorias rostrales y esbeltos campanilos. Una escala en Montevideo le dio, por contraste, la impresión de hallarse en un enorme establo, porque allí no había edificio importante ni hermoso, todo era rústico, como de cortijo, y los caballos y las reses recobraban, en la vida cotidiana, una importancia olvidada en Europa desde los tiempos merovingios. Buenos Aires ni siquiera tenía puerto, sino una mala bahía, de donde había de alcanzarse la ciudad en una carreta tirada por caballos, escoltada por hombres a caballo, en hedor de caballos, olores de cuero bruto y trompetería de relinchos -obsesionante presencia del caballo que habría de imponerse al viajero, mientras permaneciera en el continente cuyo suelo hollaba por vez primera. A la luz de faroles traídos por los vecinos, fue recibida la misión apostólica en la ciudad huérfana de obispo desde hacía mucho tiempo. La primera impresión de Mastaï fue desastrosa. Las calles, ciertamente, eran rectas, como tiradas a cordel, pero demasiado llenas de un barro revuelto, chapaleado, apisonado y vuelto a apisonar, amasado y revuelto otra vez, por los cascos de los muchos caballos que por ellas pasaban y las ruedas de las carretas boyeras de bestias azuzadas por la picana. Había negros, muchos negros, entregados a anulares oficios y modestas artesanías, o bien de vendedores ambulantes, pregoneros de la buena col y la zanahoria nueva, bajo sus toldos esquineros, o bien sirvientes de casas acomodadas, identificables éstos por un decente atuendo que contrastaba con los vestidos salpicados de sangre de las negras que traían achuras del matadero -ese matadero de tal importancia, al parecer, en la vida de Buenos Aires, que llegaba Mastaï a preguntarse si, con el culto del Asado, el Filete, el Lomo, el Solomillo, el Costillar -o lo que algunos, educados a la inglesa, empezaban a llamar el Bife - el Matadero no resultaría, en la vida urbana, un edificio más importante que la misma Catedral, o las parroquias de San Nicolás, La Concepción, Montserrat o La Piedad. Demasiado olía a talabartería, a curtido de pieles, a pellejo de res, a ganado, a saladura de tasajo, de cecina, a sudor de ijares y sudor de jinetes, a boñiga y estiércol, en aquella urbe ultramarina donde, en conventillos, pulperías y quilombos, se bailaba La Refalosa y el ¿Cuándo, mi vida, cuándo?, intencionada danza que sonaba, en aquellos días, a todo lo largo y ancho del continente americano, a no ser que, tras de paredes, se armara la bárbara algarabía de tambores aporreados en “tangos” -como aquí los llamaban- por pardos y morenos. Pero, al lado de esto, florecía una auténtica aristocracia, de vida abundosa y refinada, vestida a la última de París o de Londres, afecta a brillantes saraos donde se escuchaban las más recientes músicas que se hubiesen oído en los bailes europeos, y, en días de festividades religiosas, para halagar al joven canónigo nunca faltaban voces de lindas criollas que le cantaran el Stabat Mater de Pergolesi. Pero, por desgracia, las modas ultramarinas, de adorno, entretenimiento o civilidad, nunca viajan solas. Y con ellas había llegado aquí la “peligrosa manía de pensar” -y sabía Mastaï lo que decía, al calificar de “peligrosa manía” el afán de mucho buscar verdades y certezas, o posibilidades nuevas, donde sólo había cenizas y tinieblas, noche del alma. Ciertas ideas habían cruzado el ancho océano, con los escritos de Voltaire y de Rousseau -a quienes el joven canónigo combatía por caminos oblicuos, calificándolos de escleróticos y rebasados, negando toda vigencia a libros que tenían ya más de medio siglo de edad. Pero esos libros habían marcado muchos espíritus, para quienes la misma Revolución Francesa, contemplada en la distancia, no resultaba un fracaso. Y buena prueba de ello era que Bernardino Rivadavia, Ministro del Gobierno, consideraba con suma antipatía la estancia en Buenos Aires de la misión apostólica. Liberal y seguramente francmasón, hizo saber al Arzobispo Muzi que le estaba prohibido proceder a confirmaciones en la ciudad, invitándosele a proseguir el viaje cuanto antes -viaje que, además, trató de amargarle de antemano, insinuando que acaso los emisarios de la curia romana no serían recibidos en Chile con tantos honores como esperaban.

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