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Alejo Carpentier: El Arpa Y La Sombra

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Alejo Carpentier El Arpa Y La Sombra

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Después de Concierto borroco, relato en el que a partir de datos históricos se arma toda una fantasía en la que los tiempos se sobreponen unos a otros con la facilidad y el lenguaje esplendoroso que hacen de Alejo Carpentier uno de los escritores cimeros de nuestra época, el novelista cubano vuelve a incursionar en la historia: ahora para recrear, por un lado, todo ese proceso increíble que fue el intento de canonizar al Almirante de la Mar Océano, Cristóbal Colón, y, por el otro, a través de un monólogo alucinante, vital, las confesiones del marino genovés en el lecho de muerte. Las elucubraciones de papas y abogados del diablo prestan el contrapunto final que habrá de marcar para siempre la vida en el más allá del descubridor de América.

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Pero, de pronto, la gran voz de Santa Maria sopra Minerva lo apartó de evocaciones acaso demasiado frívolas para un día en que, algo descansado de la prolongada ceremonia que había encendido los soles de la Cátedra de San Pedro, habría de resolverse a tomar una importante determinación. Entre un orfebrado portapaz atribuido a Benvenuto Cellini y la naveta de cristal de roca, muy antigua en su factura, cuya forma era la del Ictus de los primitivos cristianos, estaba el legajo -¡el famoso expediente!- en espera desde el año anterior. Nadie había tenido la desconsideración de apremiarlo, pero era evidente que el muy venerable Cardenal de Burdeos, Metropolitano de las Diócesis de las Antillas, su Eminencia el Cardenal Arzobispo de Burgos, el Muy Ilustre Arzobispo de México, así como los seiscientos y tantos obispos que habían estampado sus firmas en el documento, debían estar impacientes por conocer Su Resolución. Abrió la carpeta llena de anchas hojas cubiertas de sellos lacrados, con cintas de raso encarnado para unirlas en folio, y, por vigésima vez, leyó la propuesta de Postulación ante la Sacra Congregación de Ritos que se iniciaba con la bien articulada frase: “Post hominum salutem, ab Incarnato Dei Verbo, Domino Nostro Jesu Christo, feliciter instauratam, nullum profecto eventum extitit ant praeclarius, aut utilius incredibili ausu Januensis nautae Christophori Columbi, qui omnium primus inexplorata horrentiaque Oceani aequora pertransiens, ignotum Mundum detexit, et ita porro terrarum mariumque tractus Evangelicae fidei propagationi duplicavit.”… .Bien lo decía el Primado de Burdeos: el descubrimiento del Nuevo Mundo por Cristóbal Colón era el máximo acontecimiento contemplado por el hombre desde que en el mundo se hubiese instaurado una fe cristiana y, gracias a la Proeza Impar, se había doblado el espacio de las tierras y mares conocidos a donde llevar la palabra del Evangelio… Y, junto a la respetuosa solicitud, había, en foja separada, un breve mensaje dirigido a la Sacra Congregación de Ritos que, al recibir el aval de la firma pontificia, echaría a andar, de inmediato, el intricado proceso de la beatificación del Gran Almirante de Fernando e Isabel. Su Santidad tomó la pluma, pero la mano empezó a sobrevolar la página, como dubitativa, desmenuzando una vez más las implicaciones de cada palabra. Siempre ocurría así cuando se sentía más resuelto a trazar la rúbrica decisiva al pie de aquel documento. Y era porque en un párrafo del texto aparecía una frase, especialmente subrayada, que siempre detenía su gesto: “.. .pro introductione illius causae exceptionali ordine”. Esto de introducir la postulación “por vía excepcional” hacía vacilar, una vez más, al Sumo Pontífice. Era evidente que la beatificación -camino previo para la canonización- del Descubridor de América constituiría un caso sin precedente en los anales del Vaticano porque su expediente carecía de ciertos respaldos biográficos que, según el canon, eran necesarios al otorgamiento de una aureola. Esto, confirmado por los sabios e imparciales bolandistas invitados a opinar, sería utilizado, sin duda alguna, por el Abogado del Diablo, sutil y temible Fiscal de la República de los Infiernos… En 1851, cuando él, Pío IX, después de haber pasado por el arzobispado de Espoleto, el obispado de Imola, y de haberse tocado con el capelo cardenalicio, no llevaba más de cinco años elevado al Trono de San Pedro, había encargado a un historiador francés, el conde Roselly de Lorgues, una Historia de Cristóbal Colón, varias veces leída y meditada por él, que le parecía de un valor decisivo para determinar la canonización del Descubridor del Nuevo Mundo. Ferviente admirador de su héroe, el historiador católico había magnificado las virtudes que agigantaban la figura del insigne marino genovés, señalándolo como merecedor de un lugar destacado en el santoral, y hasta en las iglesias -cien, mil iglesias… -, donde se venerara su imagen (imagen harto imprecisa hasta ahora, ya que no se tenían retratos suyos -¿y con cuántos santos no pasaba lo mismo?- pero que pronto cobraría corporeidad y carácter gracias a las investigaciones guiadoras de algún pincel inspirado que diese al personaje la fuerza y expresión que el Bronzino, retratista de César Borgia, había conseguido al ilustrar la figura del insigne marino Andrea Doria en óleo de una excepcional belleza). Esta posibilidad había obsesionado al joven canónigo Mastaî desde su regreso de América, cuando estaba muy lejos todavía de barruntarse que sería entronizado algún día en la basílica de San Pedro. Hacer un santo de Cristóbal Colón era una necesidad, por muchísimos motivos, tanto en el terreno de la fe como en el mismo terreno político -y bien se había visto, desde la publicación del Syllabus, que él, Pío IX, no desdeñaba la acción política, acción política que no podía inspirarse sino en la Política de Dios, bien conocida por quien tanto había estudiado a San Agustín. Firmar el Decreto que tenía delante era gesto que quedaría como una de las decisiones capitales de su pontificado… Volvió a mojar la pluma en el tintero, y, sin embargo, quedó la pluma otra vez en suspenso. Vacilaba nuevamente, esta tarde de verano en que no tardarían las campanas de Roma a concertar sus resonancias al toque del Ángelus.

Ya en la niñez de Mastaï había dejado Senigallia de ser la ciudad de bulliciosas ferias, a cuyo puerto se arrimaban barcos procedentes de todas las riberas mediterráneas y adriáticas -ahora sorbidos por la próspera, engreída y viciosa Trieste, cuya riqueza estaba en trance de arruinar a su menguada vecina, tan favorecida otrora por los navegantes griegos. Además, los tiempos eran duros: con su devastadora Campaña de Italia, Bonaparte lo había revuelto todo, ocupando Ferrara y Boloña, apoderándose de la Romana y de Ancona, humillando la Iglesia, expoliando los Estados Pontificios, encarcelando cardenales, ocupando la misma Roma, llevando la insolencia hasta arrestar al Papa y apoderarse de venerables esculturas, orgullo de monasterios cristianos, para exhibirlas en París -¡colmo del escarnio!- entre los Osiris y Anubis, halcones y cocodrilos, de un museo de antigüedades egipcias… Los tiempos eran malos. Y, con ello, la casa solariega de los condes Mastaî-Ferretti había venido a menos. Mal ocultaban los retratos de familia, las marchitas tapicerías, los grabados algo cagados de moscas, los altos aparadores y desvaídas cortinas, el creciente deterioro de paredes que la humedad, debida a las muchas goteras, cubría de feas manchas pardas que se ensanchaban, implacablemente, con el correr de los días. Hasta crujían ya los viejos pisos de madera cuyos primores de ebanistería empezaban a largar taraceas desincrustadas por las intemperies. Cada semana se le reventaban dos o tres cuerdas más al añejo pianoforte, de amarillento teclado, donde Maria Virginia y Maria Olimpia se empeñaban todavía en tocar, a dos o cuatro manos, sonatinas de Muzio Clementi, piezas del Padre Martini o unos Nocturnos -hermosa novedad- del ingles Field, fingiendo que no advertían el silencio de ciertas notas que, por ausentes del instrumento, habían dejado de responder al tacto desde hacía varios meses. Las galas del gonfalonero eran las únicas que aún daban empaque de gran señor al conde Mastaî-Ferretti, pues, cuando regresaba, tras de presidir una ceremonia, al hogar de poca vianda en puchero, se envolvía en levitas ya muy zurcidas y rezurcidas por las dos abnegadas fámulas que aún quedaban en la casa, cobrando sueldos que les eran pagados un año sí y otro no. Por lo demás, la condesa ponía buena cara a los vientos adversos con la dignidad y cuidado de las apariencias que siempre la habían caracterizado, observando lutos de parientes imaginarios, muertos en ciudades siempre distantes, pura justificar el uso persistente de un par de vestidos negros, ya muy pasados de moda, y, por mostrarse lo menos posible al exterior, iba de madrugada a la iglesia de los Servitas, en compañía de su hijo menor, Giovanni María, para rogar a la Madonna Addolorata que aliviara estos atribulados estados del norte de sus agobios y calamidades. En suma: se llevaba la existencia de miseria altiva en palacios ruinosos, que era la de tantas familias italianas de la época. Existencia de miseria altiva -escudos en puerta y chimeneas sin lumbre, cruz de Malta en el hombro pero vientre harto ayuno- que el joven Mastaî volvería a encontrar, al estudiar el idioma castellano, en las novelas de la picaresca española -lectura esta, pronto dejada por frívola, para internarse en los meandros conceptistas de Gracián, antes de llegar a la meditación y práctica, más provechosa para su espíritu, de los Ejercicios espirituales de San Ignacio, que le enseñaron a centrar la meditación -o la oración- en una imagen previamente elegida, a fin de evitar, mediante la “composición de lugar”, las fugas imprevistas de la imaginación, eterna loca de la casa, hacia temas ajenos a los de nuestra reflexión principal. El mundo andaba revuelto. La francemasonería se colaba en todas partes. Hacía cuarenta años apenas -¿y qué son cuarenta años para el decurso de la Historia?- que habían muerto Voltaire y Rousseau, maestros de impiedad y de libertinaje. Menos de treinta años antes, un muy cristiano rey había sido guillotinado así, como quien no dice nada, a la vista de una multitud atea y republicana, al compás de tambores pintados con los mismos azules y rojos de las escarapelas revolucionarias… Indeciso en cuanto a su porvenir, después de desordenados estudios que incluían la teología, el derecho civil, el castellano, el francés, y un latín muy llevado hacia la poesía de Virgilio, Horacio y hasta de Ovidio -nada que fuese de gran utilidad, en aquellos días, para el sustento cotidiano-, después de frecuentar una brillante sociedad romana que lo acogía calurosamente por su apellido, aunque ignorante de que, muy a menudo, falto de moneda para comer en fonda, lo que más apreciaba el joven en las recepciones -más que el escote de las hermosas damas, más que los bailes donde aparecía ya la licenciosa novedad de la valse, más que los conciertos dados por músicos famosos en ricas mansiones- era el llamado del mayordomo al comedor donde, a la luz de candelabros, sobre bandejas de plata entrarían las abundantes viandas que apetecían sus hambres atrasadas. Pero, un día, tras de un desafortunado escarceo amoroso, el joven Giovanni María trocó el vino traído en garrafas de cristal orfebrado por el agua de los pozos claustrales, y las bien aderezadas volaterías de cocinas palaciegas por los chícharos, berzas y polentas de los refectorios. Estaba resuelto a servir a la iglesia, ingresando muy pronto en la tercera orden de San Francisco. Ordenado sacerdote, se distingue por el ardor y la elocuencia de sus prédicas. Pero sabe que lo espera un camino largo y difícil, sin esperabas de ascender hacia las altas jerarquías eclesiásticas por el aislamiento en que vive su familia, sus pocas relaciones, y, más que nada, por la época levantisca y trastocada que se está viviendo, en el seno de una cristiandad dividida, desmembrada, vulnerable como pocas veces lo ha estado en su historia, ante la creciente y casi universal arremetida de ideas nuevas, de teorías y doctrinas, tendientes todas, de alguna manera, a la elaboración de peligrosas utopías desde que el equilibrio social de otros días -equilibrio no siempre satisfactorio, pero equilibrio al fin- ha sido roto por las peligrosas iconoclasias de la revolución francesa… Y todo es oscuridad, humildad y resignación en su vida, cuando se produce el milagro: Monseñor Giovanni Muzi, arzobispo de Filipópolis, la de Macedonia, cuna de Alejandro e) Magno, nombrado Delegado Apostólico en Chile, ruega a Mastaî que lo asesore en una muy delicada misión. Jamás ha visto el prelado a quien así elige por recomendación de un abate amigo. Pero piensa que el joven canónigo puede serle de suma utilidad, por su cultura general, y, en particular, por su conocimiento del idioma castellano. Y así, el futuro Papa pasa de un hospicio donde desempeñaba un modestísimo cargo de mentor de huérfanos, a la envidiable condición de Enviado al Nuevo Mundo -ese Nuevo Mundo cuyo solo nombre pone en su olfato un estupendo olor de aventuras. Por lo mismo, considerando su hábito talar, se siente con vocación misionera -vocación debida, acaso, a su conocimiento de las actividades misioneras de los discípulos de San Ignacio en China, el extremo Oriente, Filipinas y Paraguay. Y, de repente, se ve a sí mismo en papel misionero, pero no a la manera de los jesuitas que había caricaturizado Voltaire en la novela harto difundida, y hasta traducida al castellano por un renegado Abate Marchena, sino que, consciente de que los tiempos han cambiado y que lo político habrá de cobrar una creciente importancia en el siglo que ahora empieza, se aplica a estudiar, reuniendo un cúmulo de informaciones, el ambiente donde habrá de actuar con tacto, discernimiento y astucia.

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