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Alejo Carpentier: Concierto Barroco

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Alejo Carpentier Concierto Barroco

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92 pp., México, Siglo XXI Editores, 1974, en, Novelas y relatos. «Carpentier en la maestría de sus novelas y relatos breves», por Salvador Bueno, La Habana, UNEAC, 1974 (Letras Cubanas) La concepción de `lo real maravilloso` de Alejo Carpentier (La Habana, 1904-1980), uno de los más destacados intelectuales contemporáneos, marcó toda una época de producción y crítica literarias. Esta edición incluye un estudio preliminar de Federico Acevedo que ubica y analiza la obra de tal manera que el nuevo lector se anime a leerla y el que ya la conoce la relea con renovado placer Concierto barroco es una novela deliciosa, propositiva, liberadora. En ella, el escritor utiliza los recursos propios del barroco: la parodia, el artificio, la hipérbole, la enu- meración proliferante, con mayor liberalidad, rompe con las ataduras de la cronología histórica y adquiere un extraordinario sentido del humor. Concierto barroco cuenta la historia de la puesta en escena de una ópera de Antonio Vivaldi, estrenada en el teatro Sant`Angelo de Venecia en el. otoño de 1733, en la cual se nana la derrota de Moctezuma por las fuerzas espa- ñolas que capitanea Hernán Cortés. El tema no puede ser más propicio para la pluma de Carpentier, pues se trata de una ópera barroca, que permite, además, enfrentar dos historias, dos culturas, dos mundos -América y Europa-, de cuya contraposición surge, en la óptica carpenteriana, precisamente lo real maravilloso. Novela que da cuenta del gusto de Alejo Carpentier. por la música, una segunda vocación que, junto con la arquitec- tura, subyace en toda su obra y que ya se había manifes- tado con singular vehemencia en Los pasos perdidos.

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aquello ”, para decirlo todo con palabrejas que coloreaban su entretenido vocabulario, aunque de puro lerdos lo tragaran el Amo y el criado, y eso que presumían de catadores finos -¡ni que te hubiesen parido en palacio de azulejos, a ti, que te chingué la noche aquella, siendo tú fregona de patios, rayadora de elotes, cuando murió mi casta y buena esposa, después de recibir los santos óleos y la bendición papal!… Y como Francisquillo, habiendo ordeñado la más escondida barrica del sótano, le hubiese dado lo que fuese menester para amansarle el habla y calentarle el ánimo, la visitante nocturna se puso las tetas al fresco, cruzando las piernas con el más abierto descaro, mientras la mano del Amo se le extraviaba entre los encajes de las naguas, buscando el calor de la “ segrete cose ” cantada por el Dante. El fámulo, para ponerse a tono con el ambiente, tomando su vihuela de Paracho, se dio a cantar las mañanitas del Rey David antes de pasar a las canciones del día, que hablaban de hermosas ingratas, quejas por abandonos, la mujer que quería yo tanto y se fue para nunca volver, y estoy adolorido, adolorido, adolorido, de tanto amar, hasta que el Amo, cansado de aquellas antiguallas, sentándose la visitante nocturna en las rodillas, pidió algo más moderno, algo de aquello que enseñaban en la escuela donde buena plata le costaban las lecciones. Y en la vastedad de la casa de tezontle, bajo bóvedas ornadas de angelitos rosados, entre las cajas -las de quedarse y las de ir- colmadas de aguamaniles y jofainas de plata, espuelas de plata, botonaduras de plata, relicarios de plata, la voz del servidor se hizo escuchar, con singular acento abajeño, en una copla italiana -muy oportuna en tal día- que el maestro le había enseñado la víspera:

“Ah, dolente partita,
Ah, dolente partita!”…

Pero en eso sonó el aldabón de la puerta principal. Quedó en suspenso la voz cantante mientras el Amo, con mano puesta en sordina, acalló la vihuela: – “Mira a ver… Pero a nadie dejes pasar, que harto me vienen despidiendo ya desde hace tres días…” Chirriaron lejanas charnelas, alguien pidió excusas en nombre de otros que lo acompañaban, se adivinaron las

“muchas gracias”, se oyó un sonado “no vaya a despertarlo” y un coro de “buenas noches”. Y volvió el criado con un largo papel enrollado, de resma holandesa, donde en letra redondilla de clara lectura se sumaban los encargos y pedidos de última hora -ésos, que sólo acuden a la memoria ajena cuando está uno con un pie en el estribo- hechos al viajero por sus amigos y contertulios… Esencias de bergamota, mandolina con incrustaciones de nácar a la manera cremonense -para su hija-, y un barrilete de marrasquino de Zara, pedía el inspector de pesas y medidas. Dos faroles a la moda boloñesa, para frontoleras de caballos de tiro, pedía Iñigo, el maestro platero -con el ánimo, seguramente, de tomarlos como modelos de una nueva fabricación que podría agradar a las gentes de acá. Un ejemplar de la “ Bibliotheca Orientalis ” del caldeo Assemino, estacionario de la Vaticana, pedía el párroco, amén de algunas “monedillas romanas” -¡vamos: si no resultaban demasiado costosas!- para su colección numismática, y, de ser posible, un bastón de ámbar polonés con puño dorado (no era forzoso que fuese de oro) de esos que venían en largos estuches forrados de terciopelo carmesí. El notario estaba antojado de algo raro: un juego de naipes, de un estilo desconocido aquí, llamado “ minchiate ”, inventado por el pintor Miguel Angel, según decían, para enseñar aritmética a los niños y que, en vez de ajustarse a los clásicos palos de oro, basto, copa y espada, ostentaban figuras de estrellas, el Sol y la Luna, un Papa, el Demonio, la Muerte, un Ahorcado, el Loco -que era baraja nula- y las Trompetas del Juicio Final, que podían determinar un ganancioso Triunfo. (-“Cosa de adivinación y ensalmo”-insinuó la hembra que, atendiendo a la lectura de la lista, se iba quitando las pulseras y

bajando las medias.) Pero, lo más gracioso de todo era el ruego del Juez Emérito: para su gabinete de curiosidades, pedía nada menos que un muestrario de mármoles italianos, insistiendo en que no faltaran -de ser posible- el capolino, el turquín, el brecha, parecido a mosaico, y el amarillo sienés, sin olvidar el pentélico jaspeado, el rojo de Numidia, muy usado en la Antigüedad, y acaso, también, algún trocito del lunarquela, con dibujo de conchas en las vetas, y, si no fuese abusar con ello de tanta amabilidad, una lajilla del serpentino -verde, verdoso, abigarrado, como el que podía verse en ciertos panteones renacentistas… -“¡Eso no lo carga ni un estibador egipcio, de esos que, por forzudos, alababa Aristófanes! -exclamó el Amo-: No ando con un baúl mundo a cuestas. Pueden irse todos a hacer puñetas, que no pienso malgastar el tiempo de mi viaje en buscar infolios raros, piedras celestiales o bálsamos de Fierabrás. El único a quien complaceré será a tu maestro de música, Francisquillo, que sólo me pide cosas modestas y fáciles de traer: sonatas, conciertos, sinfonías, oratorios -poco bulto y mucha armonía… y ahora, vuelve a tus cantos, muchacho…”

“Ah, dolente partita,
Ah, dolente partita!”…

Y luego hubo algo, mal recordado, de “ A un giro sol di bell´occhi lucenti ”… Pero, cuando el servidor concluyó el madrigal, apartando la mirada del mástil de la vihuela, se vio solo: ya el Amo y su visitante nocturna habían marchado a la habitación de los santos en marcos de plata para oficiar los júbilos de la despedida en la cama de las incrustaciones de plata, a la luz de los velones puestos en altos candelabros de plata.

II

El Amo andaba entre sus cajas amontonadas en un galpón -sentándose sobre ésta, moviendo aquélla, parándose ante la otra- rumiando su despecho en descompuestos monólogos donde la ira alternaba con el desaliento. Bien habían dicho los antiguos que las riquezas no eran garantía de felicidad, y que la posesión del oro -valga decir: de la plata- era de pocos recursos ante ciertos contratiempos puestos por los hados en el espinoso camino de toda vida humana. Desde la salida de la Veracruz habían caído sobre la nave todos los vientos encontrados que, en los mapas alegóricos, hinchan los carrillos de genios perversos, enemigos de la gente de mar. Con las velas rotas y averías en el casco, maltrecha la crujía, habíase llegado, por fin, a buen puerto, para encontrar La Habana enlutada por una tremenda epidemia de fiebres malignas. Todo allí -como hubiese dicho Lucrecio- “era trastorno y confusión y los afligidos enterraban a sus compañeros como podían”. (“De Rerum Natura ”, Libro VI, precisaba el viajero, erudito, cuando de memoria citaba estas palabras.) Y por ello, en parte porque era preciso reparar la nave lastimada y volver a repartir la carga -mal colocada, desde el principio, por los peones de la estiba veracruzana-, y, sobre todo, porque había sido de buen consejo fondear lejos de la población azotada por el mal, se estaba en esta Villa de Regla, cuya pobre realidad de aldea rodeada de manglares acrecía, en el recuerdo, el prestigio de la ciudad dejada atrás, que se alzaba, con el relumbre de sus cúpulas, la suntuosa apostura de sus iglesias, la vastedad de sus palacios -y las floralías de sus fachadas, los pámpanos de sus altares, las joyas de sus custodias, la policromía de sus lucernarias- como una fabulosa Jerusalén de retablo mayor. Aquí, en cambio, eran calles angostas, de casas bajas, cuyas ventanas, en vez de tener cancelas de buen herraje, se abrían tras de varillas mal pintadas de blanco, bajo tejados que, en Coyoacán, apenas si hubiesen servido para cobijar gallineros o porquerizas. Todo estaba como inmovilizado en un calor de tahona, oliente a cieno y revolcaduras de marrano, a berrenchines y estiércol de establos, cuyo cotidiano bochorno venía a magnificar, en añoranzas, la transparencia de las mañanas mexicanas, con sus volcanes tan próximos, en la ilusión del mirar, que sus cimas parecían situadas a media hora de marcha de quien contemplara el esplendor de sus blancuras puestas sobre los azules de inmensos vitrales. Y aquí habían venido a parar, con cajas, baúles, fardos y guacales, los pasajeros del barco enfermo, esperando que le curaran las mataduras, mientras, en la ciudad de enfrente, bien alzada sobre las aguas del puerto, reinaba el siniestro silencio de las mansiones cerradas por la epidemia. Cerradas estaban las casas de baile, de guaracha y remeneo, con sus mulatas de carnes ofrecidas bajo el calado de los encajes almidonados. Cerradas las casas de las calles de los Mercaderes, de la Obrapía, de los Oficios, donde a menudo se presentaban -aunque esto no fuese novedad muy notable- orquestas de gatos mecánicos, conciertos de vasos armónicos, pavos bailadores de forlana, los célebres Mellizos de Malta, y los sinsontes amaestrados que, además de silbar melodías de moda, con el pico ofrecían tarjetas donde estaba escrito el destino de cada cual. Y como si el Señor, de tarde en tarde, quisiese castigar los muchos pecados de esa ciudad parlera, alardosa y despreocupada, sobre ella caían, repentinamente, cuando menos se esperaban, los alientos malditos de las fiebres que le venían -según opinaban algunos entendidos- de las podredumbres que infestaban las marismas cercanas. Una vez más había sonado el “ Dies Irae ” de rigor y las gentes lo aceptaban como un paso más, rutinario e inevitable, del Carretón de la Muerte; pero lo malo era que Francisquillo, después de tiritar durante tres días, acababa de largar el alma en un vómito de sangre. Con la cara más amarilla que azufre de botica, lo metieron entre tablas, llevándolo a un cementerio donde los ataúdes tenían que atravesarse, unos encima de otros, cruzados, tornapuntados, como maderas en astillero, pues, en el suelo, no quedaba lugar para los que de todas partes traían… Y he aquí que el Amo se ve sin criado, como si un amo sin criado fuese amo de verdad, fallida, por falta de servidor y de vihuela mexicana, la gran entrada, la señalada aparición, que había soñado hacer en los escenarios a donde llegaría, rico, riquísimo, con plata para regalar, un nieto de quienes hubiesen salido de ellos – “con una mano delante y otra atrás”, como se dice- para buscar fortuna en tierras de América.

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