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Alejo Carpentier: Ecue-Yamba-O

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Alejo Carpentier Ecue-Yamba-O

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Voz lucumí que significa `Dios, loado seas` «En ¡Écue-Yamba-O! los personajes tienen los mismos nombres que yo les conocí». «…en mi primera novela, ¡Écue-Yamba-O! (1933)… quise escribir una novela sobre los negros de Cuba, presentar una nueva visión de un sector de la población cubana».

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El parque de diversiones fue inaugurado en las inmediaciones de la gran carpa de circo que visitaba la ciudad, cada año, en otoño. Por la tarde, una parada, integrada por un elefante sucio, un camello con la giba caída, tres hienas y un león enjaulado, a más de algunos coches llenos de acróbatas vestidos de mallas descoloridas, recorrió la calle principal, seguida por la pandilla del Cayuco. Al romperse el cortejo se tiraron voladores, y la multitud invadió un yermo cercado, en que veinte barracas y una montaña rusa habían surgido del suelo. Un Bataclán avecindaba con una choza en que una boca del Orinoco adormecía su aburrimiento interminable. Más lejos, un enano proponía pelotas para “bañar al negro” que tiritaba sin ira en lo alto de una escalera plegadiza. Un museo reservado exhibía maniquíes enfermos de sífilis, a dos pasos del panóptico de fenómenos, cuyo organillo no cesaba de moler una giratoria sinfonía de siete notas.

LA DECAPITASIÓN DEL VAUTISTA

EL ASOMBRO DE LA SIENSIA

Entrada: 10 centavos

En el extremo del parque, en pleno vapor de cebolla frita, la barraca roja se alzaba, solitaria, con sus pinturas bárbaras, cabezas cortadas y troncos manando sangre como pellejos acuchillados. En un estrado de tablas, cubierto por un turbante, vestido con una larga bata roja, Menegildo se paseaba como fiera acosada, llevando un hacha de cartón en el hombro. De cuando en cuando lanzaba un grito estridente, se arrodillaba cara al público, y besaba el hacha, alzándola después en gesto de ofrenda. Se le había explicado que debía representar “la salasión de uno que le arrancó la cabeza a un santo”. Y Menegildo, consciente de su Papel, daba muestras de un talento dramático que maravillaba al mismo negro Antonio. El mozo desempeñaba su oficio de verdugo con una convicción absoluta. En horas de trabajo habría decapitado al propio Bautista si el santo, vestido de vellón de oveja, se hubiera aparecido entre los curiosos que rodeaban la barraca. Poco importaba que Crescendo Peñalver, envidioso, declarara que aquello “no era alte ni era ná”, y que el mozo estaba “sirviendo de mono”. Menegildo se había vuelto personaje en el solar. Medio Pilato, medio actor, se daba buena vida con el peso ganado diariamente en la barraca de los suplicios. El vientre de Longina crecía de día en día. El matrimonio prosperaba. El recuerdo del Central San Lucio iba perdiéndose en cendales de bruma. La casa de los Cué desaparecía entre las cañas, abismándose en un pasado de miseria, de barro y de aislamiento… Todavía debía durar allá el terrible tiempo muerto de calma canicular, de polvo, de tedio, de silencio, a la orilla de plantíos cuyos canutos acababan de hincharse lentamente. El ingenio permanecía mudo. Los relojes tenían doce horas. Se escuchaban las confidencias de la brisa y los vientres estaban apretados…

Una noche, al salir del parque de diversiones, Menegildo se encaminó hacia la casa de Juana Lloviznita, donde debía haber fiesta. Al llegar a la esquina de Pajarito y Agua Tibia, vio una aglomeración anormal en las aceras. Antes de poder enterarse de lo ocurrido, dos jaulas de la policía pasaron a toda velocidad por su lado. En uno de los carruajes divisó a los miembros del Sexteto Física Popular. El segundo estaba lleno de negros que no le eran conocidos. Erguida en el umbral de su casa, gesticulando y escupiendo, Juana lanzaba imprecaciones y mentadas de madre, mientras sus protegidas se marchaban apresuradamente, con los sombreros en la mano. Acababa de pasar lo que más de uno esperaba. Cuando mejor estaba el baile, los desgraciados del Sexteto Alma Tropical se habían aparecido por la cuadra. Comenzaron a tocar y cantar frente a la casa. Los del Física Popular delegaron a un emisario amenazador para desalojar a los músicos rivales. Recibido a empellones, la pelea se entabló entre los miembros de las dos orquestas. Volaron tambores, reventaron botijas, se astilló el contrabajo y las guitarras quedaron despedazadas. Los uniformes azules aparecían con la primera sangre, prendiendo a todo el mundo.

– ¡No tienen fundamento! ¡No tienen fundamento! -sollozaba Juana Lloviznita.

Cuando Menegildo regresó al solar, la noticia había despertado a todo el mundo. Las comadres se mesaban los cabellos. Las maldiciones se perfilaban en la noche del patio lleno de bateas. Y lo grave era qué el suceso venía a despertar viejas rencillas, olvidadas desde hacía meses. Chivos eran los habitantes de la ciudad alta, cuyas últimas casas se dispersaban entre las lomas circundantes. Sapos, los vecinos de las calles que terminaban a la orilla del agua salada. Chivos y sapos rivalizaban en las parrandas de Carnaval por presentar los altares más rutilantes y emperifollados. Y sapos todos eran los miembros de la Potencia ñáñiga del Enellegüellé, a la que pertenecía Menegildo, el negro Antonio, Elpidio y los del Sexteto Física Popular. Los chivos tenían su Ebión también: el Efó-Abacara, Potencia de antiguos, cuyo diablito era el maraquero del Alma Tropical. La ortodoxia y el liberalismo volvían a encontrarse frente a frente. Los antiguos sabían más lengua que los nuevos. Respetaban rituales que éstos pasaban por alto. Eran más estrictos en la admisión de nuevos “ecobios”… Ahora la guerra estaba declarada. ¡Yamba-ó! ¡Retumbarían las tumbas, renacerían las firmas, el yeso amarillo y el Cuarto Fambá…!

Un sinnúmero de batallas sordas se libraba ya en la ciudad. Mañana día de lotería. Los vendedores de periódicos, acostados al pie de las rotativas bajo frazadas de papel impreso, se miraban con ojos torvos. Bastarían una leve “mala interpretación” para provocar encuentros. Las jícaras de brujería florecerían ahora en los umbrales de las casas de la ciudad alta y de la ciudad baja. Los domingos tronaban los cuatro tambores rituales junto a los Cuartos Fambás. La fidelidad a los Ebiones se recrudecería al calor de las hostilidades. Y como la policía estaba sobre aviso, los primeros rompimientos se llevaron a cabo con el mayor secreto. Encerrados en una habitación del solar, los fieles percutían en cajones y sombreros de paja, entre cuatro paredes adornadas con pinturas de un día, representando los atributos y moradas rituales. Los grafitos mostraban la palma de Sicanecua, el pez roncador y el curso sinuoso del río Yecanebión. Entre dos firmas se erguía un Senseribó en miniatura, hecho con un brazalete de cobre y cuatro plumas de gallina. El Diablito era figurado por un muñeco montado en un disco de cartón.

Efimere bongó,
¡yamba-ó!
Efimere bongó,
¡yamba-ó!

Como la temporada del circo había terminado y el Bautista se estaba haciendo decapitar bajo otros cielos, Menegildo no faltaba a las reuniones de su grupo. Había olor a sangre en la atmósfera, aunque ningún combate hubiese opuesto todavía las fuerzas del Efó-Abacara a la del Enellegüellé.

40 El diablo

Nubes de tormenta se cernían sobre la guerra invisible. Los truenos del otoño habían velado el cielo aquella tarde, enfundando el sol y dejando luz de eclipse en la ciudad. Todavía el horizonte no olía a lluvia, y las olas del mar eran tan pesadas que no llevaban espuma. Menegildo estaba tumbado en la colombina, con el pecho húmedo de sudor, cuando el Cayuco entró en la habitación.

– Dice e negro Antonio que vaya pal parque en seguía, que hay un asunto malo por aya.

– Voy.

Menegildo se abotonó la camisa, se apretó el cinturón y ocultó el cuchillo en uno de sus bolsillos. Bajo el portal del Café de París, el negro Antonio le aguardaba al pie de su sillón de limpiabotas. Tenía el ceño fruncido.

– ¿Qué hubo? -preguntó Menegildo.

– ¡Quédate por aquí, que puede pasal algo!

– ¿Y eso?

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