Alejo Carpentier - Ecue-Yamba-O

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Ecue-Yamba-O: краткое содержание, описание и аннотация

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Voz lucumí que significa `Dios, loado seas`
«En ¡Écue-Yamba-O! los personajes tienen los mismos nombres que yo les conocí».
«…en mi primera novela, ¡Écue-Yamba-O! (1933)… quise escribir una novela sobre los negros de Cuba, presentar una nueva visión de un sector de la población cubana».

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La noche invadía los campos. Sólo unas nubecillas claras navegaban todavía en exiguo mar de azur. Los hermanos recorrieron el batey una vez más, en fila, cantando la marcha litúrgica:

Eribó, écue, écue,
Mosongoribó, écue Écue.

Y sin despedirse siquiera, se hundieron en la obscuridad, por grupos, extenuados, lacios, con los nervios desquiciados por dieciocho horas de percusión.

Sin embargo, al verse nuevamente en la ciudad, algunos tuvieron aún el ánimo de recorrer las calles del “Barrio de los Sapos” para admirar la procesión de la Virgen de Baraguá, cuya festividad se celebraba ese día. Erguida sobre una suerte de plataforma portátil, precedida por la murga de los Bomberos del Comercio y llevada entre dos policías, la sagrada imagen parecía bailar, a su vez, sobre las cabezas de la multitud. Cobres ensalivados y clarinetes afónicos entonaban en tiempo lento, como de epitalamio real, el aire de Mira, mamá, como está José.

En el portal de la barbería Brazo y Cerebro, alzando la brocha enjabonada como un ostensorio, don Dámaso sonreía a la patrona de su villa. Con las mejillas cubiertas de nieve perfumada, un político de color lo aguardaba rezongando herejías, mientras arañaba con furia el terciopelo verde de un sillón Koken, de marca norteamericana.

38 Niños

A media tarde una sombra transparente llenaba de silencio algunas casas de la cuadra. Las aldabas de las puertas se calentaban al sol y la calle era surcada a veces por la sombra de un aura. Mientras la usina de batea, espuma y plancha zumbaba a sus espaldas, con revuelo de faldas y sucedidos de comadres, Menegildo, sentado frente al solar en el borde de la acera, se divertía interminablemente contemplando los juegos de los niños. Fuera del “dale al que no te da”, de “su madre el último” y “con la peste…”, elementos constantes, las modas más imprevistas solían variar de día en día el carácter de esos entretenimientos. Una mañana todos los chicos amanecían alzados en coturnos, como trágicos antiguos, con una lata de leche condensada debajo de cada pie. Más tarde, las estacas de la quimbumbia iban a encajarse, con chasquido húmedo, en un medio barril lleno de lodo. Luego, el anhelo de ver el mundo desde lo alto se traducía en una fabricación de zancos, en espera del regreso a los “papalotes” de cuchilla, que combatían en el poniente dándose violentos cabezazos de costado… Pero en ciertas ocasiones, los juguetes y tarabillas eran repentinamente olvidados. Los nueve negritos del solar se reunían gravemente en la esquina, junto al Cayuco. El jefe de la partida, arqueando las piernas sobre la reja de la alcantarilla, dictaba órdenes misteriosas. Y los niños partían en fila india, rozando los muros con los dedos, siguiendo aceras altas y accidentadas como senda de montaña.

(…Por el hueco de una tapia penetraban a gatas en un jardín lleno de frutales sin podar y yerbas malas, donde puñados de mariposas blancas se alzaban en vuelo medroso. Los cráneos rapados surgían como pelotas de cuero pardo entre anchas calabazas color de cobre viejo. Cada flor era herida por un prendedor de libélula. Listada de azufre, las avispas gravitaban entre campanas con bordón de azúcar. Olía a almendras verdes y a guayaba fermentada… Los niños se arrastraban hacia el zaguán de la casa desierta y mal custodiada. El Cayuco arrancaba una alcayata, empujaba la puerta y todos entraban en un cobertizo lleno de aire caliente. Sacos de afrecho, dispuestos en tongas asimétricas, formaban una escalera que alcanzaba el borde de un tabique de tablas. Del otro lado, un alto aparador permitía invadir una habitación llena de muebles carcomidos y periódicos amarillos. Era aquélla la Cueva de las Jaibas. Pescando en la costa, los chicos habían envidiado muchas veces a los cangrejos, que solían ocultarse en antros de roca llenos de sombras glaucas y misteriosas dependencias. ¡Cuánto hubieran dado por tener el alto de un erizo y poder penetrar también en esos laberintos de paz! Ahora, en esa casa inhabitada hallaban el escondrijo apetecido. Cada cual era “jaiba” y aceptaba que aquella habitación se encontraba en el fondo del mar. Si alguno abriera las ventanas, todos morirían ahogados… El hallazgo de la cueva había conferido a los que estaban en el secreto una superioridad sobre todos los chicos del barrio. Los otros adivinaban que los fieles de Cayuco disfrutaban de extraordinarios privilegios. El rumor de que “poseían una cueva en el mar”, sus desapariciones durante tardes enteras, la arcana alegría que nimbaba sus regresos, quitaban el sueño a muchos envidiosos del vecindario, poniendo en la atmósfera un olor de prodigio. Se multiplicaban las cábalas y tabúes, las aldabas brujas, los grafitos absurdos, la inexplicable necesidad de tocar el caracol que estaba incrustado en la muralla de la frutería cada vez que se pasara por ahí… Pero la Cueva de las Jaibas seguía ignorada. Sus propietarios habrían linchado fríamente al miembro de un clan opuesto que se hubiese aventurado, por casualidad, en terreno prohibido. Y más ahora, que habían encontrado a su reina en una gaveta llena de papeles. Era un grabado de revista francesa que mostraba a una mujer desnuda erguida en una playa. Sus ojos, dibujados de frente, seguían siempre al observador, cualquiera que fuera el ángulo en que se colocara. Los niños obsesionados por esa mirada, que venía acompañada de una turbadora revelación anatómica. Después de un primer choque con sus sentidos nacientes, esa emoción física había derivado hacia un culto de una pureza sorprendente. Todos la amaban con mágico respeto. La imagen venía a llenar en ellos una necesidad de fervor religioso. Ninguno se atrevía a pronunciar malas palabras u orinar en su presencia. La contemplaban interminablemente en esa atmósfera sofocante, solos en el planeta, hasta que el Cayuco, haciendo sonar ritualmente los elásticos de un corsé deshilachado, sentenciaba:

– ¡Se cerró!

La reina volvía a su gaveta. Los chicos trepaban al aparador, descendían los peldaños de sacos, cerraban la puerta y se zambullían entre las calabazas para reaparecer como ludiones negros en el boquete de la tapia…)

En los momentos en que se estimaba necesario “dejar descansar la cueva”, la pandilla del Cayuco variaba de aspecto, volviéndose de una vulgaridad desesperante. El carácter nocivo del niño criollo salía a flote, con su ausencia de respeto por las propiedades, pudores, árboles o bestias. La cola de los cometas se llenaba de navajas Gillette y filos de vidrio. Se combatía a golpe de inmundicias. Cuando los chicos se desperdigaban por alguna propiedad de las inmediaciones, asolaban huertas y jardines, apedreando los mangos, desgarrando flores y destruyendo plantíos de calabazas para fabricarse “pitos” con los tallos huecos. Durante días y días se consagraban, con enojosa insistencia, a lanzar guijarros a los alumnos del Colegio Metodista cuando regresaban de clase, o a abrirse la bragueta al paso de las niñas bien peinadas y con calcetines limpios, que emprendían una fuga digna, apretando nerviosamente sus libros de inglés sobre el pecho. Sabiendo que un vecino tenía una hermana loca encerrada en una habitación de su casa, tiraban latas y palos al tejado para enfurecer a la demente. Y cuando aún sonaban sus aullidos detrás del muro, la pandilla de descamisados lograba encolerizar a un pobre de espíritu, a quien el apodo absurdo de Caldo de Gallo era capaz de hacer cometer asesinatos. El viejo tonto desenvainaba un cuchillo y se daba a agotar imprecaciones, mientras el puñado de cabezas negras asomaba en una esquina clamando:

– ¡Caldo e Gallo! ¡Caldo e Gallo!

– ¡Eto muchacho son un diablo! -pensaba Menegildo conteniendo difícilmente la risa.

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