Roberto Arlt - El Criador De Gorilas
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Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta.
Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos.
Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes. Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible.
Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una
muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.
Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa:
– Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el "reglaje" del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia.
El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:
– Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no era de la comunidad marroquí, sino argelina.
ACUÉRDATE DE AZERBAIJAN
Los dos mahometanos se detuvieron para dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su cabeza, delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto.
Atrás, oscilante, avanzaba el cortejo de elefantes, superando con sus budas dorados, cargados en el lomo, la verde copa de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el prudente Mahomet, dijo, mirando a un gendarme tamil detenido frente a una dama de Colombo, cuyo cochecito de bambú arrastraba un criado descalzo:
– Que el Profeta confunda el entendimiento de estos infieles.
– Para ellos, el eterno pavimento de brasas del infierno -murmuró Azerbaijan con disgusto, pues una multitud de túnicas amarillentas llenaba la calle de tierra.
Esta multitud mostraba la cabeza afeitada, y casi todos se refrescaban moviendo grandes abanicos de redondez dentada. Azerbaijan, con ojos de entendido, observaba los tipos humanos y descubría que en aquel rincón de Ceilán estaban representadas muchas de las razas del Sur de la India.
Se veían brahmanes con turbantes chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles revestidos de pieles de serpiente y trompetas en forma de cuerno de elefante; chicos descalzos, de vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes budistas con la cabeza afeitada; parias cubiertos de polvo como lagartos y más desnudos que monos; jefes candianos, tripudos, con grandes fajas recamadas en oro y sombreros descomunales como fuentones de plata.
Se reconocían los pescadores de perlas por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal grandeza del pecho. Había también allí algunos ladrones chinos, moviendo los ojos como ratones, y varios estafadores ingleses, que con las manos en los bolsillos miraban irónicamente desfilar la procesión, sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos.
– Vámonos- dijo Azerbaijan.
Y Mahomet, encogiéndose de hombros, siguió a su cofrade.
– ¿Tienes el dinero? -preguntó Mahomet.
Azerbaijan asintió, sonriendo. El dinero, en buenas rupias indostanas, estaba liado contra las carnes de su pecho. Él y Mahomet habían vendido el fumadero de opio a un traficante chino. Azerbaijan y Mahomet eran nativos de Tánger, pero el azar de los negocios los había arrastrado hasta Colombo, donde, siguiendo el ejemplo de la comunidad musulmana, se dedicaron a combinar el ejercicio de la usura con la explotación de campos de arroz y fumaderos de opio.
Claro está que no podían jurar sobre el Corán que el dinero con que iniciaron sus negocios había sido honradamente adquirido. Hacía algunos años, los dos compinches, entre las nieves del Himalaya, aturdieron a palos a un espía prófugo de la policía inglesa. Inútil que, intentando defenderse, el fugitivo tomara por la chilaba a Mahomet, al adivinar sus ladrones propósitos. Más rápido, Azerbaijan le hundió, con un golpe de báculo, el casco de corcho hasta las orejas; y después de aligerarle de sus libras, huyeron a monte traviesa. Y así vinieron a recalar a Ceilán.
Ahora Azerbaijan y Mahomet tomaron por un polvoriento camino torcido entre palmeras. A lo largo de cobertizos de bambú se veían hileras de viejas lavando azafrán; más allá, junto a un muro gris de piedras y de adobes, tres ancianos de turbante trabajaban frente a un telar. Una malaya hacía girar su rueda. Los hombres levantaron la vista cuando los dos mahometanos pasaron, y la mujer murmuró un conjuro para protegerse del mal de ojo.
– Junto a la Silla del Buda me espera un pescador de perlas -dijo, de pronto, Mahomet.
– ¿Qué te quiere?
– Es forastero. Dice que tiene una perla…
– Robada…
– Probablemente…
– Debíamos verla.
La Silla del Buda, un tronco quemado por un rayo tan caprichosamente que en carbón había quedado esculpida la figura del solitario como si estuviera sobre un copo, estaba en una curva que describía el camino entrando al bosque.
Ahora los dos socios caminaban a lo largo de una playa, frente al océano centelleante, aplanado por la caliente pesadez del sol. Algunas velas escarlatas se doblaban sobre la llanura de agua; los peces voladores trazaban vertiginosas curvas; la ciudad había quedado atrás; entraron en el camino que conducía a los arrozales.
– ¿Qué pedirá el ladrón por la perla?
Mahomet, cuya cara redonda y lustrosa reflejaba la paz, dijo, extendiendo el brazo:
– Allí está.
Azerbaijan volvió la cabeza. No podía distinguir bajo qué árbol del bosque oscuro se ocultaba el ladrón de la perla. De pronto, sintió un golpe tremendo bajo el corazón; vio a Mahomet, enorme como una estatua, que esgrimía un cuchillo gigantesco, y comprendió que estaba muerto. Cayó cara al polvo. Como en sueños, muy lejos, sintió que Mahomet, con mano impaciente, le desgarraba la faja del pecho, y todo se hizo oscuridad en sus ojos cuando el mercader se apoderó del bulto de rupias indostanas.
Lentamente, una bandeja de sangre se fue formando en el polvo. Mahomet se alejó internándose, por el camino que conducía hacia la Silla del Buda. Este hecho ocurrió a comienzos del año 1915.
A comienzos del año 1930, quince años después de la muerte de Azerbaijan, un joven, aproximadamente de dieciocho años de edad, instaló su puesto de barberillo frente mismo al Bazar de los Sederos, que en Tánger es como la bolsa de la seda. Durante los primeros tiempos, el joven rapaba y afeitaba junto a la fontana donde van todas las mujeres del bajo pueblo a buscar agua y a murmurar de sus amas.
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