Roberto Arlt - El Criador De Gorilas
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La esclava me tomó de un brazo y me condujo a la sala de abluciones. Se oía allí el ruido del agua de una fuente. "El hombre de la limosna", le dijo a su esclava:
– Aischa, desnúdalo rápidamente…
Yo estaba atemorizado. ¿Qué iría a ocurrirme? Pensaba que siempre había cumplido con mis deberes para con el Profeta…
– Abrevia -gritó una voz-: No nos cuentes la historia de tus deberes religiosos, sino lo que te ocurrió dentro de la casa.
El que interpelaba así al ciego era un tahonero impaciente por conocer el final de la aventura.
Prosiguió el "jefe de la conversación":
– Entonces comenzaron a desnudarme, y me despojaron de mi hermosa chilaba negra, porque yo en aquellos tiempos tenía una muy fina chilaba negra que me había…
Estalló un curtidor:
– Maldito hablador. Deja en paz tu chilaba. Cuéntanos lo que te pasó en el interior de la casa.
Pacientemente, continuó el ciego:
– Los vuestros son paladares de asnos, no de gacelas. Bueno. Me despojaron de mi hermosa chilaba negra y de mi turbante, ¡ay, mi turbante!… Un turbante que, arrollado en torno de mi cabeza, me daba el aspecto de un gran visir. La esclava que me desnudaba le decía de tanto en tanto al "hombre de la limosna": "¿Qué pasa, mi señor; qué pasa?" Pero "el hombre de la limosna" terminó por contestarle:
"-Ten más alto el espejo…
"Luego 'el hombre de la limosna' dijo:
"-¿Me parezco a él?
"-Sí… ponte más sangre en los párpados.
"Yo escuchaba que dos personas se movían a mi lado, pero como Alá me ha quitado el don de la vista, sólo puedo suponer que 'el hombre de la limosna' se estaba pintando para tener mi aspecto."
– ¿Qué hacías tú en tanto? -preguntó un fundidor de metales.
– Sentado en cuclillas en una estera, rezaba mis oraciones. Aunque estaba desnudo, no sentía frío, porque era verano. Finalmente 'el hombre de la limosna' le dijo a Aischa:
"-Dale una moneda de oro a ese hombre.
"Y la esclava puso una moneda de oro entre mis manos. Luego 'el hombre de la limosna' dijo:
"-Tómame de una mano, Aischa.
"Y oí el ruido de unas pisadas, luego mi propia voz, porque el desconocido imitaba muy bien mi propia voz, oí mi propia voz que decía desde muy lejos:
"-Bendecida sea la clemencia de Alá y la caridad del señor de esta casa. Que sus esposas le den abundantes hijos. Que sus sementeras sean tan fecundas que los graneros le resulten pequeños. Que sus hijos sean nobles, valientes y generosos como es valiente, noble y generoso su poderosísimo padre…
"Luego ya no oí más la voz del 'hombre de la limosna', y quedé desnudo en medio de la sala de un palacio desconocido, con una moneda de oro en la mano. Y aunque la moneda de oro estaba muy apretada en mi mano, el miedo también estaba muy apretado en mi corazón, y comencé a orar para que el Profeta iluminara la noche de mi ceguera y me enviara alguna esclava piadosa que me hiciera salir de allí.
"No había rezado tres oraciones, cuando de pronto oí unos ruidos, luego una voz grave y desconocida que decía, encolerizada:
"-¡Perro!, ¿no habías prometido matarte? ¿Estos son tus juramentos?… Alí, prepara la soga. Ahora te ahorcaremos nosotros.
"Un gran frío entró en mi corazón. 'El hombre de la limosna', a pesar de su disfraz, había sido atrapado. Pero yo, sentado en medio de la sala, no me atrevía a moverme. De pronto el mismo hombre que tenía la voz grave y encolerizada apoyó su mano rugosa sobre mi espalda desnuda, y me dijo:
"-Ciego, toma estas monedas, pero te juro sobre el Corán que como digas una sola palabra de lo que escuchaste aquí, te haré cortar la cabeza, aunque eres un ciego.
"Luego, un hombre que no hablaba, y que debía ser mudo, me vistió con mi hermosa chilaba y me devolvió mi turbante, y tomándome de una mano me condujo hasta el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye… Siempre en silencio, porque era un asesino mudo.
"Y al día siguiente, en el mercado, supe una noticia asombrosa:
"El hijo del cadí de Fez se había ahorcado voluntariamente, porque su esclava Aischa le había abandonado. Y aunque muchos buscaron a la esclava, nadie pudo nunca más encontrarla."
EJERCICIO DE ARTILLERÍA
Esta historia debía llamarse no "Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes del Garb; y contaba esta historia un "zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje" era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.
Este "zelje" es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerra, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón, le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habrá recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:
– Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.
Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos.
Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del "zelje" de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne, descalzo y hediendo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano.
En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.
El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.
El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así.
El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero. ¡Pensaba en sus deudas!
Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido, apretado de limones, con "parterres" tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. El no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas… Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en una chilaba para cubrir las apariencias fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.
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