Francisco Ayala - La cabeza del cordero

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La cabeza del cordero: краткое содержание, описание и аннотация

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LA CABEZA DEL CORDERO reúne cinco relatos que poseen la unidad temática que les transmite un acontecimiento clave de la historia contemporánea, la Guerra Civil española. Esta obra ya clásica de Francisco Ayala, que expresaba en forma narrativa los dolorosos recuerdos del conflicto bélico, unas veces como presagio y otras como pasado más o menos pretérito, sufrió durante largos años la persecución de la censura del régimen franquista para circular después libremente por España, y hoy conserva su perennidad, bien establecida en el campo de los estudios literarios.

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Evidencia, claro está que no había ninguna; pero tampoco -justo es reconocerlo- hubiera sido una cosa tan nunca vista. Desde luego, yo no recordaba nada en mi familia que siquiera diese visos de verosimilitud ni de lejos autorizara la sospecha de un viejo entronque mahometano -como no fuese precisamente, esa falta de interés hacia los antepasados. Falta de interés, por otra parte, no tan sin excepción, como vine a recapitular en seguida, pues mi tío Jesús -aunque sólo él, el mayor de los hermanos, un tipo chapado a la antigua, intransigente y agresivo, tradicionalista, lo que durante cierta época se motejó de cavernícola - había tenido el capricho de los papelotes viejos, de los pergaminos; le gustaba guardarlos, repasarlos alguna vez; y presumía de haber profundizado en las raíces nobiliarias de nuestra casa. Sí, él sí; mi tío Jesús sí que tenía esa común manía de grandezas de los hidalgos aldeanos. Para él, nuestra estirpe era de las que fundaron la ciudad, antes de perder a España don Rodrigo (¡en tal caso, pues, antes de que llegaran los moros!). Y ¡cómo se ufanaba el pobre con tales fantasías! Llegaban a embriagarlo, esos humos de nobleza; se escuchaba, le ardía la mirada; mientras que nosotros, los sobrinos, y aun sus propios hijos, le oíamos como quien oye llover. Nos agradaba oírle, era divertido; pero le oíamos con incredulidad y hasta con su poquito de sorna. ¿Qué hubiera dicho de esa aventura mía el tío Jesús? ¿Cómo lo hubiera tomado? ¿Con orgullo y alegría?; ¿o quizá con vejación, por tratarse de infieles ?… En todo caso, le hubiera producido una excitación formidable; y, desde luego, hubiera dado crédito inmediato a la historia del parentesco; como artículo de fe la hubiera recibido. Por lo demás, nadie como él -aparte fantasías- estaba en condiciones de haber puesto en claro… Era el único de la familia preocupado por este orden de cosas; y, una vez muerto…

De todas maneras, yo -no obstante mi escepticismo- no le quitaba la vista de encima al joven Jusuf: sentía curiosidad hacia él y, viéndole hablar, esperaba que su fisonomía en movimiento me revelase de improviso por algún rasgo el pretendido parentesco. En mi fuero interno, le desafiaba a hacerlo; estaba provocándolo: era una suerte de juego o pasatiempo practicado sin convicción, pero que, a pesar de todo, no carecía de cierta emocionante expectativa. Al principio -claro está-, nada conseguía leer en sus facciones. Por el contrario: todo me resultaba en él extraño, pintoresco -extraño, el brillo de los ojos, retintos y amarillentos; extraña, la alta pero huidiza frente; la nariz, fina, arqueada, los también delgados labios, una de cuyas comisuras temblaba levemente al iniciar cada frase, como si vacilara en decirla…- Mas, al cabo de un rato, y cuando yo había ya -digámoslo así- digerido todo lo que en aquella cabeza me era ajeno, comenzó a quererme parecer que, sobre ella, se insinuaban líneas fugaces, destellos, gestos que podrían ser nuestros , que de pronto me hacían una seña, un dudoso guiño, y se borraban en seguida, como esos estremecimientos en la tersura del agua, de los que no podría decirse si obedecen a la brisa, a nuestro propio aliento, o son mero engaño de quien se mira en ella con obstinación excesiva.

Pero no, no era engaño mío; allí, en aquella fisonomía muchachil, contenida, recogida en sí misma, impasible y hasta indiferente casi al sentido de sus propias declaraciones, algo nuestro se desvivía por hablarme. Decir que le hallé el aire de familia, sería quizá mucho decir; pero algunas semejanzas, algunos trazos, eso era innegable. Y voy a explicar cómo se me reveló, poquito a poco, mas con claridad creciente, el parecido -pues, ¿por qué no llamar a las cosas por su nombre?, un verdadero parecido, no completo, sino en determinados aspectos, fue lo que, al final de cuentas, descubrí en el joven Yusuf Torres. Y no conmigo, personalmente (ni era yo el más a propósito para establecer comparaciones: estaba harto de haber oído -y no sin molestias por parte mía- que había salido en un todo a la línea materna; que era un Valenzuela de pies a cabeza -Valenzuela es mi segundo apellido-, a diferencia de tal o cual de mis primos, fiel, según pretendían, al dechado de los Torres); así, pues, no conmigo, no con mis facciones; ni tampoco quizá con las de aquellos miembros de mi familia que me eran más próximos y a quienes más había tratado; en verdad, con los de ninguno en particular, sino acaso con las efigies de algunos antepasados que, en lienzos y tablas, adornaban las paredes de mi casa y, sobre todo, de las casas de mis dos tíos, allá en Almuñécar -cuadros mediocres; bueno: francamente malos la mayoría de ellos, mero valor sentimental, y que yo me sabía de memoria, a pesar de que los azares de la vida me habían separado hacía mucho tiempo de esas desdichadas obras de arte que yo, tal vez por reacción contra las ponderaciones de mis tíos, en particular de mi tío Jesús, estimaba en poco, y que por fin debieron de perderse, como tantas otras cosas, en la batahola de la guerra civil. (Es decir: no sé si se perdieron todos, o mi otro tío, Manuel, arrambló con lo que pudo, al embarcarse; en cuyo caso es fácil que estén rodando por ahí en poder suyo: y casi me inclino a creer esto último). Pues bien, perfiles sacados de esos retratos es lo que se podía descubrir acaso en la cara del joven que me estaba hablando: sobre todo, la ceja fina y breve, arqueada hacia la sien y crespa en el centro, una pupila dura y como feroz, todo eso estaba, sin duda, en el retrato de mi bisabuelo niño, aquel del coleto de terciopelo leonado. Sí, y también en el de mi abuelo, de uniforme. Suprimiendo en éste los mofletes el gran bigote caído sobre una boquita infantil, el mentón soberbio, esa cabezota imponente, en fin, que tan adecuadamente reposa sobre el amplio pecho cruzado por una banda, se observaría que las cejas eran otra vez las mismas del joven melancólico sentado ahora frente a mí; las cejas, con su peculiar trazo, y aun la frente, que allí, coronando el bulto de un personaje machucho cuyo aspecto autoritario impuso respeto sin duda al modesto pintor, se perdía en la vulgaridad de una cara demasiado gruesa y recargada; pero que aquí, en la faz desnuda del adolescente flaco y nervioso, dominaba toda la expresión con una nota de inquietud apenas refrenada… Mas, ¡ay, qué inseguras son estas cosas! Un momento después de haber capturado alguno de esos parecidos, ya me venía a desanimar la aprensión de que todo era arbitrario y forzado, y puras ganas de parte mía… Aun cuando, ganas, ¿por qué iba yo a tenerlas?

Y él mismo, Yusuf, ¿estaría de veras convencido, y creería de veras que esos Torres marroquíes y nosotros, los de Almuñécar, somos de la misma sangre? En el tono con que me había hablado no se diría que hubiese mucha seguridad. O, para mayor exactitud, no era convicción precisamente lo que faltaba en sus palabras, sino más bien -¿cómo expresarlo?- interés por el hecho, entusiasmo… Con su cortesía impasible, me observaba ahora en silencio.

– "Y usted -le pregunté entonces (se me hacía difícil tutearlo: ese tuteo de los moros resulta embarazoso, hasta tanto que uno se acostumbra)-, ¿usted está persuadido de que pertenecemos en efecto a la misma familia?" "Yo -me replicó-, a juzgar por lo que mi madre sostiene, entiendo que sí debemos de pertenecer". "En tal caso, ¿no podría yo tener la dicha de presentarle mis respetos a su señora madre?", volví a preguntarle. Y añadí: "Sería para mí un gran honor". Sin apenas darme cuenta, había adoptado la ampulosa cortesía de mi interlocutor, hasta el extremo de sonarme a falso mi propia frase; pero, además, exageraba a propósito en esta ocasión, sabiendo que en las costumbres de los moros no entra el que la mujeres se muestren a las visitas, y que, por lo tanto, pedía algo extraordinario. Se me había ocurrido de improviso; y, sin mucho pensarlo, me aventuré: en parte, porque estaba decidido a tomar todo aquel asunto a beneficio de inventario, con lo que bien podía permitirme cualquier audacia o exceso, y más en la seguridad de que mi condición de extranjero y mi ignorancia de los usos me disculparía; en parte, también, por tener la impresión de que la propia señora a quien me refería estaba escuchando desde algún lugar oculto. Esta impresión mía -vivísima, tan vivaz que hubiera apostado a su favor cualquier cosa- no se apoyaba tan sólo en una inferencia fácil (pues ¿no había sido ella acaso la promotora de todo?, ¿no había hablado el propio hijo de la avidez de su curiosidad?), sino que contaba todavía con un vigoroso refuerzo intuitivo: nadie me hubiera sacado de la cabeza que allí mismo, a dos pasos, tras de la cortina, y no obstante la pesada inmovilidad del paño, una persona, dos tal vez, acechaban nuestra charla.

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