Deseaba visitar la sepultura de mí tío; pero deseaba, sobre todo, visitar la sepultura de Abeledo. Fue un deseo, que me sobrevino de repente, conforme hablaba con mi tía; pero tan imperioso, tan vehemente, que, disipada mi pereza, me eché de la cama sin más aguardar.
No tuve dificultad mayor, guiado por las explicaciones de mi tía, en hallar la reciente tumba de mi tío. Dar con la de Abeledo me costó mucho más trabajo; pero al cabo de tantas vueltas, leí por fin su nombre sobre un nicho: Manuel Abeledo González. La pequeña lápida rezaba: Aquí yace el camarada Manuel Abeledo González caído al servicio de la patria. Mano alevosa lo abatió el 15 de julio de 1937. Ahí estaba, pues, encerrado a piedra y lodo.
Volví la espalda, y me salí del cementerio, y bajé sin prisa para la ciudad. Por el camino adopté la resolución -que no tardaría en cumplir sino lo indispensable- de volverme a Buenos Aires.
(1948)
Dispuesto a recorrer tranquilamente ahora, bajo la luz gloriosa de la mañana, la ciudad que la noche antes, blanca de luna, apenas me había dejado entrever el ómnibus del aeródromo en sus rápidos cortes por avenidas y plazas, salía yo del hotel, descansado ya y alegre, cuando, casi en el momento mismo de abandonar la penumbra del zaguán y echar una mirada a derecha e izquierda, un moro desharrapado, especie de mendigo sentado en el cordón de la acera, se me vino encima haciendo zalemas y diciéndome no sé qué en un francés incomprensible. Apronté, medio divertido, la inexcusable moneda, que desapareció sin ser vista; pero mi tributo no bastó ni a franquearme el paso, ni a cortar la letanía. Antes, sin embargo, de que una fugaz nube de enojo hubiera oscurecido mi humor radiante, ya el conserje del hotel, gorra en mano, desamparaba los lustrosos maceteros de la puerta, desde donde había seguido el curso de la escena, y acudía a informarme: aquel hombre estaba apostado allí, a mi espera, desde tempranito, casi desde las siete de la mañana, para transmitirme un recado personal de parientes míos.
¿De parientes míos? ¡Qué disparate! Aquello tenía que ser, por supuesto, una equivocación. Yo no conocía a nadie en Fez, ni jamás antes de esta oportunidad había estado en Marruecos. Desde luego, era una equivocación; así se lo dije: "Pregúntele bien a quién busca". Pero no; era a mí, ciertamente, a quien buscaba; se trataba de mí; el conserje no se había equivocado al señalarme por la espalda, como sin duda lo había hecho al verme transponer el portal. ¿No era yo, acaso, don José Torres?… "El señor ¿no es, ¡perdone!, don José Torres, natural de Almuñécar, España, llegado anoche en el avión de Lisboa?" Pues bien: Yusuf Torres me rogaba por medio de aquel mensajero que quisiera honrar su casa y aceptar sus homenajes.
En vano eché una mirada inquisitiva al conserje, todo él obsecuente empaque, digna y respetuosa y sonriente reserva -¡si conoceré yo la picardía que albergan esos uniformes de grandes botones dorados y ribetes claros!-; pero en seguida me hice por mí mismo mi composición de lugar. ¡Qué divertido! Sin duda, había topado con el caso de uno de esos moros sentimentales que, devorados por la nostalgia de España, entretienen su ocio en la curiosidad de averiguar linajes. Lo que me intrigaba era cómo -y tan pronto- había podido saber mi nombre, el lugar de mi nacimiento, y mi llegada a Fez…
Era día de fiesta y no teniendo en perspectiva mejor ocupación, resolví ir á ver qué clase de bicho seria mi pariente Yusuf. En el peor de los casos, resultaría de ahí algo digno de contarse; y hasta pensé, ¿quién sabe?, que pudiera sacar alguna eventual utilidad del pintoresco encuentro. Tengo por principio entablar cuantas nuevas relaciones me salgan al paso; cuando se anda en negocios, aun lo más imprevisible puede conducir a una combinación provechosa, ya inmediatamente, ya para lo futuro. Y, por lo pronto, yo todavía no conocía allí a nadie: iba a Marruecos para estudiar la introducción de la Radio M. L. Rowner and Son Inc., de Filadelfia, y había llegado a Fez el día antes, anochecido ya. Tras un viaje movidito, el avión arribó con mucho retraso, y yo, que estuve durante la travesía bastante mareado y tenía mucho dolor de cabeza, me había acostado en seguida, sin tomar más que una taza de té y una aspirina, dispuesto a descansar bien aquella noche. Dormí, en efecto, mis diez horas largas, y desperté tan fresco. En el baño me entretuve cuanto quise, desayuné despacio, repasé los titulares de un periódico, La Dépêche de no sé qué, que hallé sobre la mesa, y mientras me demoraba en todo esto, había estado prometiéndome un hermoso paseo por la ciudad. Pues poco antes, al afeitarme frente al espejo del lavabo, las casitas color rosa, blancas, los granadas, los cipreses, los naranjos en los huertos, bajo aquel cielo diáfano tal como podía verse por la ventana abierta, me habían llenado de encanto. Parecía todo recién lavado: seguramente la tormenta cuyas negruras hicieron tan penoso nuestro vuelo sobre el mar había descargado entretanto por acá, encima de la ciudad, para que la encontrásemos reluciente a nuestra llegada. Y ahora deseaba yo recorrer las calles desconocidas, sin dirección ni prisas, como suelo hacerlo cada vez que, por feliz casualidad, llego a un sitio nuevo en día festivo y puedo así, libre de remordimientos por el tiempo perdido, darme ese gusto. Luego, cuando me cansara de andar, buscaría un restaurante típico -típico, se entiende, dentro de lo decente-, y a la tarde me dedicaría a tomar unos datos sobre la guía telefónica y algún anuario comercial, y a ordenar mis papeles para ponerme en campaña al día siguiente; por último, escribiría, si es que me quedaba humor, un par de cartas, y saldría de nuevo para cenar, o acaso cenara en el hotel mismo, yéndome en seguida a tomar café y pasar un rato en cualquier lugar de diversión.
Esos eran mis planes. Pero la notable ocurrencia que vino a asaltarme en la puerta misma, cuando iba a iniciar el proyectado paseo, lo cambió todo.
Miré a los dos hombres que, parados ante mí en la acera, aguardaban pendientes de mis labios. "¿Es muy lejos?", pregunté, dudoso todavía, al harapiento. Y él uniformado conserje tradujo sus explicaciones enrevesadas con esta sucinta fórmula: "Unos diez minutos a pie, señor". Entonces, sin pensarlo otra vez, me puse en seguimiento de mi impropio guía.
La casa a que me condujo, en una callejuela torcida, empedrada con guijos, sólo mostraba en su fachada, muy altos, dos ventanillos enrejados, contrastando con la soberbia puerta de madera donde relucían la aldaba y clavos labrados. Abrió en ella un portillo mi acompañante, entró detrás de mí, y me dejó solo en la casi oscuridad de un vestíbulo en cuyo fondo tres rayas de luz dibujaban el perfil de otra puerta. Con ayuda de la mano, pudieron poco a poco mis ojos descubrir, arrimada a la pared, una mesa sobre la que, más por su olor que por su palidez, se anunciaban unas azucenas escoltadas de jacintos, dentro de un jarro; al otro lado, los primeros peldaños de la escalera por donde el harapiento había trepado hasta desaparecer de mi vista sus calcañares. No tuve que esperar mucho allí: entendí un rato después que, desde lo alto de la escalera, me llamaba, y subí arriba. Arriba me recibió Yusuf, el dueño de la casa.
Tengo que decirlo: el ánimo desenfadado, burlón más bien -sí, francamente burlón-, con que emprendiera mi aventura, todavía no se había disipado por completo cuando estaba en el vestíbulo, durante los minutos que allí pasé tecleando con los dedos sobre el borde de la mesa; pero ahora, al verme delante de aquel joven extremadamente serio, que se adelantaba hacia mí despacio, con mirada serena y ademán cortés, ya no quedaba nada de mi actitud: era como si se me hubiera caído y hubiera rodado escaleras abajo, dejándome con las manos vacías, desarmado. Había perdido el aplomo, y me quedé sin saber qué hacerme. Sólo entonces caí en la cuenta de la ligereza que había cometido. ¡A quién se le ocurre irse a meter así en casa ajena, sin tener idea de qué gente sería aquélla! Antes de aventurarme a visitarlos en su casa, procedía haber averiguado algo sobre ellos; pues: ¿cómo no pensar que, de cualquier manera, debía enfrentarme ahí con alguien que no sería ya ni el recadero desharrapado ni el impersonal conserje?… Ese alguien me abrazaba ahora y me hacía sentar a su lado, pero no decía palabra. Me contemplaba, sonriente, y no decía palabra. Tuve que ser yo quien, al fin, dijera: "¡Qué gran sorpresa he tenido!…"
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