Descubrieron las fuentes sagradas de la vida, la importancia religiosa de la vida.
– ¿Qué presiente para el futuro por lo que se refiere a la cuestión religiosa? ¿Se siente cerca de Malraux, que resumía así su pensamiento: «Habrá un siglo XXI religioso o no lo habrá en absoluto»?
– No es posible hacer ninguna predicción. La libertad del espíritu es tal que no es posible anticiparla. Si he hablado del movimiento hippy, ha sido porque es un ejemplo de nuestra creatividad imprevisible e inagotable. Quizá desaparezca un día este movimiento, si no es que ya ha desaparecido. Quizá llegue a politizarse por completo o, por el contrario, pierda toda su importancia. Lo cierto es, en todo caso, que de vez en cuando surgen experiencias inesperadas.
Lo que hace aún más difícil cualquier predicción en este terreno es el hecho de que ciertas formas «religiosas» pueden pasar desapercibidas en cuanto tales. Puede haber una creación tan nueva que al principio, e incluso durante siglos, nadie la considere creación religiosa. Por ejemplo, es posible que determinados movimientos, aparentemente políticos preparen o incluso expresen ya el deseo de una cierta libertad profunda; se trataría de movimientos transpolíticos o que podrían convertirse en tales, pero sin que nadie llegara a advertirlo a causa de su lenguaje absolutamente nuevo. Piense en el cristianismo. En Roma se acusaba a los cristianos de ser ateos porque se negaban a acudir a los templos o a rendir homenaje a los dioses mediante el sacrificio. ¡No respetaban el establishment! Los romanos aceptaban el culto de cualquier dios: Sarapis lo mismo que Yahvé, Attis igual que Júpiter. Pero había que venerar a tales dioses. Los cristianos no los veneraban y, en consecuencia, eran considerados ateos, ¡El ateísmo cristiano! Porque no se reconocía el valor religioso de su comportamiento. No es posible hacer ninguna predicción. Pero no creo que puedan desaparecer ciertas revelaciones primordiales. Incluso en la civilización más tecnificada, hay siempre algo que no puede cambiar, porque sigue habiendo día y noche, invierno y verano, incluso en una ciudad sin árboles, quedan el cielo y los astros, siempre se pueden ver la luna y las estrellas. Mientras haya día y noche, verano e invierno, creo que no podrá cambiar el hombre. Estamos integrados, sin quererlo, en este ritmo cósmico. Se puede cambiar de valores -los valores religiosos de los agricultores, como el verano, la noche, la sementera… ya no son nuestros valores-, pero siempre quedará el ritmo luz-tinieblas, noche-día. Hasta el hombre más irreligioso vive inmerso en ese ritmo cósmico y lo advierte en su propia existencia: la vida diurna y el descanso con sus sueños. Porque siempre se soñará. Nosotros, por supuesto, estamos condicionados por las estructuras económicas y sociales; también las expresiones de la experiencia religiosa están condicionadas por el lenguaje y la sociedad, por los intereses, pero nosotros asumimos esta condición humana aquí, en el cosmos en que hay unos ritmos y unos ciclos que nos vienen dados. Asumimos nuestra condición humana a partir de esta situación fundamental. Y a este «hombre fundamental» se le puede llamar «hombre religioso», sean cuales fueren las apariencias, porque se trata del significado de la vida. De lo que estoy seguro es de que las formas futuras de la experiencia religiosa serán completamente distintas de las que ya conocemos en el cristianismo, en el judaismo, en el Islam, que ya están fosilizadas, desvirtuadas, vacías de sentido. Estoy seguro de que habrá otras expresiones. ¿Cuáles? No puedo decirlo. La gran sorpresa es siempre la libertad del espíritu, su creatividad.
– «… Estos treinta años o más que he pasado entre los dioses y las diosas exóticos, bárbaros, irreductibles; nutriéndome de mitos, obsesionado por los símbolos, arrullado y hechizado por tantas imágenes que hasta mí llegaban desde aquellos mundos sumergidos, me parecen hoy como las etapas de una larga iniciación. A cada una de esas figuras divinas, a cada uno de esos símbolos o mitos va unido un peligro que he afrontado o superado. Cuántas veces estuve a punto de "perderme", de extraviarme en aquel l aberinto en que corría el peligro de ser muerto, esterilizado. "emasculado" (p or una de aquellas terribles diosas madres, quizá). Una serie infinita de aventuras intelectuales, y digo 'aventuras' en su sentido primario de riesgo existencial. No fueron únicamente los 'conocimientos' lenta y tranquilamente adquiridos en los libros, sino aún más los encuentros, las tensiones y las tentaciones. Ahora me doy cuenta perfecta de todos los peligros que esquivé durante aquella larga 'búsqueda', y ante todo del peligro que significaba el olvido de que yo me había propuesto un fin, que me dirigía hacia algo, que aspiraba a llegar a un 'centro'».
Esta confidencia corresponde al 10 de noviembre de 1959, en su Diario. Todo queda un tanto velado, enigmático. ¿Podría hablar hoy con mayor claridad?
– El espíritu corre un riesgo cuando trata de penetrar el sentido profundo de una de esas creaciones mitológicas o religiosas que son otras tantas expresiones existenciales del hombre en el mundo. Del hombre: de un cazador primitivo, de un labrador del Asia oriental, de un pescador de Oceanía. En el esfuero hermenéutico que desarrolla el historiador de las religiones, el fenomenólogo, por entender des de dentro la situación de ese hombre, hay siempre un riesgo: no sólo el de dispersarse, sino también el de sentirse fascinado por la magia de un chamán, los poderes de un yogui, la exaltación de un miembro de cualquier sociedad orgiástica. No me refiero a que pueda sentirse la tentación de hacerse yogui, chamán, guerrero o exaltado, sino a que se tiene el sentimiento de hallarse inmerso en unas situaciones existenciales extrañas al hombre occidental, que además le resultan peligrosas. Este contacto con unas formas exóticas capaces de obsesionarnos, de tentarnos, supone un peligro de orden psíquico. Por eso he comparado tal búsqueda a un largo viaje por el laberinto; es una especie de prueba iniciática. El esfuerzo necesario para entender el canibalismo, por ejemplo; en efecto, el hombre no se vuelve caníbal por instinto, sino como consecuencia de una teología y de una mitología. Es algo que, junto con una serie infinita de situaciones del hombre en el mundo, ha de revivir el historiador de las religiones si es que aspira a entenderlas.
Cuando el hombre tuvo conciencia de su modo de ser en el mundo, así como de las responsabilidades vinculadas a ese ser en el mundo, se tomó una decisión que luego resultaría trágica. Pienso en la invención de la agricultura, no la de los cereales en el Próximo Oriente, sino la de los tubérculos en la zona tropical. La concepción de aquellas poblaciones es que la planta nutricia es fruto de un asesinato primordial. Un ser divino fue muerto, descuartizado, y los fragmentos de su cuerpo dieron origen a unas plantas hasta entonces desconocidas, especialmente a los tubérculos, que desde entonces constituyen el principal alimento de los humanos. Sin embargo, para asegurar la cosecha siguiente, hay que repetir ritualmente el primer asesinato. De ahí el sacrificio humano, el canibalismo y otros ritos a veces crueles. El hombre ha apren-dido no sólo que su condición le exige matar para vivir, sino que además ha asumido la responsabilidad de la vegetación, de su pe-rennidad, y por ello mismo ha asumido el sacrificio humano y el canibalismo. Esta concepción trágica que durante milenios mantuvo una parte de la humanidad, según la cual la vida queda asegurada mediante la muerte, cuando no se trata únicamente de describirla en un estudio antropológico, sino de comprenderla además existencialmente, supone comprometerse en una experiencia que a su vez resulta trágica. El historiador y fenomenólogo de las religiones no se sitúa ante estos mitos y estos ritos como ante objetos externos, como serían una inscripción que ha de descifrar o una institución que tiene que analizar. Para entender desde dentro ese mundo hay que vivirlo. Es como un actor que entra en sus papeles, que los asume. Hay a veces tanta diferencia entre nuestro mundo ordinario y ese otro mundo arcaico que hasta la propia personalidad puede entrar en el juego.
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