Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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allí se resume todo, como en el suelo del zaguán de la casa de la oficina, que, visto a través de las verjas de la ventana, del almacén, parece una celda para la basura.

70

Abajo, apartándose de la altura en que estoy en desnivelamientos de sombra, duerme al claro de luna, álgida, la ciudad entera.

(Una desesperación de conciencia, una angustia de existir atado a mí mismo, rebosa por todo mí sin rebasarme, componiéndome el ser con ternura, miedo, dolor y desolación.)

Un tan inexplicable exceso de angustia absurda, un dolor tan desolado, tan huérfano, tan /metafísicamente/ mío, (…)

71

…barcos que pasan por la noche y ni se saludan ni conocen.

72

Surge por Oriente una luz rubia de la luna de oro. El rastro que forma en el río ancho abre serpientes en el mar.

73 (Claros de Luna)

…mojadamente sucio de castaño muerto en los resbalamientos nítidos de los tejados superpuestos, blanco ceniciento, mojadamente sucio de castaño muerto

74

y se desnivela en conglomerados de sombra, recortados de un lado en blanco, con diferencias azuladas de madreperla fría.

75

Llueve, llueve, llueve… Llueve constantemente, gemidoramente, (…) Mi cuerpo me tiembla al alma de frío… No un frío que hay en el espacio, sino un frío que hay en que yo soy el espacio [122].

76

Llueve mucho, más, cada vez más… Hay como una […] que va a desmoronarse en el exterior negro…

Todo el amontonamiento irregular y montañoso de la ciudad me parece hoy una planicie, una planicie de lluvia. Por donde quiera que aleje los ojos, todo es color de lluvia, negro pálido.

Tengo sensaciones extrañas, todas ellas frías. Ahora me parece que el paisaje esencial es bruma y que las casas (es lo que) son la bruma que lo vela.

Una especie de anteneurosis de lo que seré cuando ya no sea me hiela cuerpo y alma. Una especie de recuerdo de mi muerte futura me escalofría desde dentro. En una niebla de intuición, me siento materia muerta, copa bajo la lluvia, gemido por el viento. Y el frío de lo que no sentiré muerde al corazón actual.

77 Paisaje de Lluvia

En cada gota de lluvia mi vida fracasada llora en la naturaleza. Hay algo de mi desasosiego en el goteo, en el aguacero (tu aguacero con que la tristeza del día se vierte inútilmente /por/ sobre la tierra.

Llueve tanto, tanto. Mi alma está húmeda de oírlo. Tanto… Mi carne es líquida y aguanosa alrededor de mi sensación de ella.

Un frío desasosegado pone unas manos gélidas alrededor de mi pobre corazón. Las horas cenicientas y (…) se prolongan, se aplanan en el tiempo; los instantes se arrastran.

¡Cómo llueve!

Los canalones vomitan torrentes mínimos de aguas siempre súbitas. Baja por /mi saber/ que hay alcantarillas un ruido perturbador de bajada de agua. Golpea contra la ventana, indolente gemidoramente la lluvia; en la (…)

Una mano fría me aprieta la garganta y no me deja respirar la vida.

¡Todo muere en mí, incluso el saber que puedo soñar! De ninguna manera física estoy bien. Todas las blanduras en que me reclino tienen aristas para mi alma. Todas las miradas hacia donde miro están tan a oscuras de golpearlas esta luz empobrecida del día que se muere sin dolor.

78

Hoy, en uno de los devaneos sin propósito ni dignidad que constituyen gran parte de la substancia espiritual de mi vida, me he imaginado liberado para siempre de la Calle de los Doradores, del patrón Vasques, del contable Moreira, de todos los empleados, del mozo, del chico y del gato. He sentido en sueños mi liberación, como si los mares del Sur me hubiesen ofrecido islas maravillosas por descubrir. Sería entonces el reposo, el arte conseguido, el cumplimiento intelectual de mi ser.

Pero de repente, y en el propio imaginar, que realizaba en un café durante la modesta vacación del mediodía, una impresión de disgusto asaltó a mi sueño: sentí que me daría pena. Sí, lo digo como si lo dijese circunstanciadamente: me daría pena. El patrón Vasques, el contable Moreira, el cajero Borges, todos los buenos muchachos, el chico alegre que lleva las cartas a Correos, el mozo de todos los fletes, el gato cariñoso, todo esto se ha vuelto parte de mi vida; no podría dejar todo esto sin llorar, sin comprender que, por malo que me pareciese, era una parte de mí lo que se quedaba con todos ellos, que el separarme de ellos era una mitad y semejanza de la muerte.

Además, si mañana me alejase de todos ellos, y me quitase este traje de la Calle de los Doradores, ¿a qué otra cosa me acercaría -porque la otra me habría de llegar?, ¿con qué otro traje me vestiría -porque con otro me habría de vestir?

Todos tenemos al patrón Vasques, para unos visible, para otros invisible. Para mí se llama realmente Vasques, y es un hombre saludable, agradable, de vez en cuando brusco pero sin recámara, codicioso pero en el fondo justo, con una justicia de la que carecen muchos grandes genios y muchas maravillas humanas de la civilización, derechas e izquierdas. Para otros será la vanidad, el ansia de más riqueza, la gloria, la inmortalidad… Prefiero al Vasques hombre, mi patrón, que es más tratable, en los momentos difíciles, que todos los patrones abstractos del mundo.

Considerando que yo ganaba poco, me dijo el otro día un amigo, socio de una firma que es próspera porque tiene negocios con el Estado: «tú estás siendo explotado, Borges» [123]. Me recordó eso que lo soy; pero como todos tenemos que ser explotados en la vida, me pregunto si valdrá menos la pena ser explotado por el Vasques de los tejidos que por la vanidad, por la gloria, por el despecho, por la envidia o por lo imposible.

Los hay a los que explota el mismo Dios, y son profetas y santos en la vanidad del mundo.

Y me recojo, como al hogar que tienen otros, en la casa ajena, oficina amplia, de la Calle de los Doradores. Me acerco a mi escritorio como a un baluarte contra la vida. Siento ternura, ternura hasta el llanto, por mis libros de otros en los que escribo, por el tintero viejo de que me sirvo, por las espaldas encorvadas de Sergio, que hace guías de unas remesas un poco más allá de mí. Le tengo cariño a todo eso -o quizás, también, porque nada valga el cariño de un alma, y, si tenemos que darlo por sentimiento, tanto vale darlo al pequeño aspecto de mi tintero como a la gran indiferencia de las estrellas [124].

79

Me irrita la felicidad de todos estos hombres que no saben que son desgraciados. Su vida humana está llena de todo cuanto constituiría una serie de angustias para una sensibilidad verdadera. Pero, como su verdadera vida es vegetativa, lo que sufren pasa por ellos sin tocarles el alma, y viven una vida que se puede comparar únicamente con la de un hombre con dolor de muelas que hubiese recibido una fortuna -la fortuna auténtica de estar viviendo sin darse cuenta, el mayor don que los dioses conceden, porque es el don de ser semejante a ellos, superior como ellos (aunque de otro modo) a la alegría y al dolor.

Por eso, a pesar de todo, los amo a todos. ¡Mis queridos vegetales!

80

Siento la náusea física de la humanidad vulgar, que es, además, la única que hay. Y me obstino, a veces, en profundizar esa náusea, como se puede provocar un vómito para aliviarse del deseo de vomitar.

Uno de mis paseos predilectos, en las mañanas en que temo la trivialidad del día que va a venir como quien teme a la cárcel, es el de seguir lentamente por las calles, antes de la apertura de las tiendas y los almacenes, y oír los retazos de frases que los grupos de muchachas, de muchachos, y de los unos con las otras, han dejado caer, como limosnas de ironía, en la escuela invisible de mi meditación abierta.

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