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Virginia Woolf: Flush

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Virginia Woolf Flush

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Flush es un `cocker spaniel` de orejas largas, cola ancha y unos `ojos atónitos color avellana`. A los pocos meses de su nacimiento es regalado a la ya famosa poestisa Elizabeth Barret. Fluxh se convertirá en su compañero inseparable y, posteriormente, en el cómplice de sus amoríos con el poeta Robert Browning, aunque primero debe superar la animadversión y los celos que siente ante su afortunado rival.

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También Flush experimentaba extrañas conmociones en lo más íntimo. Cuando veía las delgadas manos de miss Barrett asiendo delicadamente un cofrecito de plata o algún adorno de perlas, sentía como si se le contrajeran sus pezuñas y ansiaba vérselas divididas en diez dedos separados. Cuando oía la voz de ella silabeando innumerables sonidos, ansiaba que llegara el día en que sus amorfos ladridos se convitieran en sonidos pequeñitos y simples que, como los de miss Barrett, tuviesen tan misterioso significado. Y, al contemplar cómo recorrían aquellos dedos incesantemente la página blanca con el palito negro, deseaba con vehemencia que llegase el tiempo en que también él pudiera ennegrecer papel como ella lo hacía.

¿Podría haber llegado a escribir como ella…? La pregunta es superflua; afortunadamente, pues, en honor a la verdad, hemos de decir que en los años 1842-43 no era miss Barrett una ninfa, sino una inválida; Flush no era un poeta, sino un spaniel de la casta cocker ; y Wimpole Street no era la Arcadia, sino Wimpole Street.

Así pasaban las largas horas en el dormitorio más apartado de la casa, sin nada que las marcase, más que el sonido de pasos por las escaleras, el sonido lejano de la puerta de la calle al cerrarse, el ruido de una escoba al barrer, o la llamada del cartero. Los trozos de carbón crepitaban en la chimenea; luces y sombras resbalaban por las frentes de los cinco bustos pálidos, por los libros de la vitrina y por el rojo merino de ésta. Pero algunas veces los pasos de la escalera no pasaban de largo ante la puerta, sino que se detenían frente a ella. El pestillo giraba; se abría la puerta y alguien penetraba en el dormitorio. ¡Cómo variaba entonces todo el moblaje del cuarto! ¡Extraño cambio! ¡Qué remolinos de olor y sonido se ponían al instante en circulación! ¡Cómo bañaban las patas de las mesas y eran hendidos por los filos agudos del armario! Probablemente, era Wilson, que entraba la comida en una bandeja, o que traía un vaso de medicina; o también podía ser cualquiera de las dos hermanas de miss Barrett – Arabel o Henrietta -, o quizás uno de los siete hermanos de miss Barrett: Charles, Samuel, George, Henry, Alfred, Septimus u Octavio. Pero, una o dos veces a la semana, notaba Flush que iba a suceder algo de más importancia. La cama la disfrazaban cuidadosamente de sofá. La butaca quedaba junto a ella, miss Barrett se envolvía convenientemente en chales de la India. Los objetos de tocador eran ocultados escrupulosamente bajo los bustos de Chaucer y Homero. A Flush también lo peinaban y cepillaban. Y, a eso de las dos o las tres de la tarde sonaban en la puerta unos golpecitos muy peculiares, diferentes a los habituales. Miss Barrett se ruborizaba, sonreía y tendía la mano. La persona que avanzaba entonces hacia ella podía ser miss Mittford, brillándole su rosado rostro y muy parlanchina, con un ramo de geranios. O quizás fuera míster Kenyon, un caballero de edad avanzada, grueso y bien peinado, irradiando benevolencia y provisto de un libro. No sería raro tampoco que fuese mistress Jameson, señora opuesta en todo a míster Kenyon; «una señora de tez muy pálida y ojos claros, la bios finos e incoloros… una nariz y una barbilla muy salientes y afiladísimas». Cada uno de los visitantes tenía su estilo propio, su olor, tono y acento peculiares. Miss Mitford charlaba apresuradamente, pero su animación no le hacía decir superficialidades; míster Kenyon se mostraba muy cortés y culto, y farfullaba un poco porque le faltaban dos dientes [3]; mistress Jameson no había perdido ninguno, y sus movimientos eran tan recortados como sus palabras.

Tendido a los pies de miss Barrett, dejaba Flush que las voces ondulasen sobre él durante horas enteras. Miss Barrett se reía, discutía amigablemente, exclamaba esto o lo otro, suspiraba y reía de nuevo. Por último, con alivio de Flush, se producían breves silencios, interrumpiéndose a ratos hasta el incansable fluir de las palabras de miss Mitford. ¿Serían ya las siete?, se preguntaba ésta. ¡Llevaba allí desde mediodía! Había de marcharse si no quería perder el tren. Míster Kenyon cerraba el libro -había estado leyendo en voz alta y se estaba un rato de espaldas al fuego; mistress Jameson planchaba entre sus dedos los de sus guantes, en un gesto mecánico. Y uno de los visitantes daba a Flush unos golpecitos cariñosos, otro le tiraba de la oreja… La rutina de la despedida se prolongaba, intolerablemente; pero, por fin, se levantaba mistress Jameson, mister Kenyon y hasta miss Mitford, decían las consabidas fórmulas, recordaban algo, se olvidaban de cualquier cosa, volvían por ella, llegaban a la puerta, la abrían y, por fin – gracias a Dios -, se marchaban.

Miss Barrett volvía a hundirse – muy pálida, cansadísima – en sus almohadas. Flush se acurrucaba, junto a ella, más cerca que antes. Afortunadamente, ya estaban solos otra vez. Pero las visitas se habían prolongado tanto que ya era casi la hora de cenar. Empezaban a subir olores del sótano. Wilson aparecía en la puerta con la cena de miss Barrett en una bandeja. La colocaba en la mesa, a su lado, y levantaba las tapaderas. Pero con los preparativos para recibir a las visitas, con la charla, el calor de la habitación y la agitación de las despedidas, miss Barrett quedaba demasiado cansada para tener apetito. Exhalaba un débil suspiro al ver la rolliza chuleta de cordero, el ala de perdiz o de pollo que le mandaban de cena. Mientras Wilson permanecía en la habitación, miss Barrett hacía como que comía, agitando el cuchillo y el tenedor. Pero en cuanto se cerraba la puerta y quedaban solos otra vez, le hacía una seña a Flush. Levantaba el tenedor. En él iba clavada toda un ala de pollo. Flush se aproximaba. Miss Barrett movía la cabeza, dando a entender algo. Flush, con gran suavidad y de manera muy hábil – sin dejar caer ni una migaja -, se hacía cargo del ala y la engullía sin dejar huellas. Medio pudín, cubierto de espesa crema, seguía el mismo camino. Nada más limpio y eficaz que esta colaboración de Flush. Después podía vérsele acostado como de costumbre a los pies de miss Barrett – dormido en apariencia – mientras ésta yacía repuesta y descansada, con todo el aspecto de haber comido excelentemente. Entonces se detenían en el descansillo de la escalera unos pasos más decididos, más seguros que los demás; sonaba una llamada solemne – no en tono de si se podía entrar -, se abría la puerta y entraba el caballero más moreno y de aspecto más formidable de todos los caballeros de edad… Mister Barrett en persona. Su mirada se dirigía inmediatamente a la bandeja. ¿Fueron consumidos los manjares? ¿Se obedecieron sus órdenes? Sí, los platos estaban vacíos. Manifestándose en su rostro la satisfacción que le producía la obediencia de su hija, se acomodaba mister Barrett pesadamente en una silla junto a ella. Flush sentía correrle por el espinazo unos escalofríos de terror y horror cuando se le acercaba aquel corpachón sombrío. (Así suele temblar el salvaje, que, tendido en un lecho de flores, oye rugir el trueno y reconoce en éste la voz de Dios.) Entonces Wilson le sitbaba y Flush se escabullía con un sentimiento de culpabilidad, como si míster Barrett pudiera leer en sus pensamientos y éstos fueran malvados. Así, se deslizaba del cuarto y corría veloz escalera abajo. En la habitación había penetrado una fuerza temible, una fuerza a la que él no podía hacer frente. Una vez entró inesperadamente y vio a mister Barrett arrodillado junto a su hija, rezando…

CAPITULO III. EL ENCAPUCHADO

Una educación como ésta, recibida en el dormitorio trasero de Wimpole Street, hubiera producido su efecto en cualquier perro. Pero Flush no era un perro cualquiera: animoso y, al mismo tiempo, reflexivo; canino, sí, pero a la vez extremadamente sensible a las emociones humanas. En un perro semejante tenía que actuar con poder especialísimo la influencia del dormitorio. Naturalmente, a fuerza de recostar la cabeza sobre un diccionario griego, llegó a hacérsele desagradable ladrar y morder; acabó prefiriendo el silencio del gato a la exuberancia del perro; y, por encima de todo, la simpatía humana. Además, miss Barrett hizo cuanto pudo por refinar y educar aún más las facultades de Flush. Una vez cogió el arpa que se apoyaba en la ventana y le preguntó, poniéndosela al lado, si creía que aquel instrumento – del cual salían sonidos musicales – era un ser vivo. Flush miró, escuchó, pareció dudar unos instantes y luego decidió que no lo era. Entonces lo cogía en brazos y, colocándose con él ante el espejo, le preguntaba: ¿No era aquel perrito castaño de enfrente él mismo? Pero ¿qué es eso de «uno mismo»? ¿Lo que ve la gente? ¿Lo que uno es? Flush reflexionó también sobre esto, e, incapaz de resolver el problema de la realidad, se estrechó más contra miss Barrett y la besó «expresivamente». Aquello , por lo menos, sí que era real.

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