Virginia Woolf - Flush

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Flush es un `cocker spaniel` de orejas largas, cola ancha y unos `ojos atónitos color avellana`. A los pocos meses de su nacimiento es regalado a la ya famosa poestisa Elizabeth Barret. Fluxh se convertirá en su compañero inseparable y, posteriormente, en el cómplice de sus amoríos con el poeta Robert Browning, aunque primero debe superar la animadversión y los celos que siente ante su afortunado rival.

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De frases como éstas, y del tono de alabanza o de mofa con que eran pronunciadas – ya las oyera junto al buzón de correos o a la puerta de la taberna donde solían comunicarse sus vaticinios sobre las carreras de caballos -, pudo deducir Flush, antes de terminar el verano, que no existe igualdad entre los perros: unos son de clase alta, y otros, de baja clase. ¿A cuál pertenecía él, pues? En cuanto llegó a casa, se examinó cuidadosamente en el espejo. ¡Gracias a Dios, era un perro de muy buena cuna! Su cabeza era de líneas suaves; sus ojos, prominentes pero no saltones, y sus patas, forradas de pelo largo y fino; no desmerecería junto al cocker mejor criado de Wimpole Street. Notó con satisfacción que él también bebía de una vasija purpúrea (tales son los privilegios del alto linaje), e inclinó la cabeza para que le engancharan la cadena al collar (tales son sus penalidades). Cuando miss Barrett lo observó mirándose al espejo, se formó una idea falsa. Lo creyó un filósofo que meditaba sobre la diferencia existente entre la realidad y lo aparente. Y, en verdad, era un aristócrata que repasaba sus títulos.

Pero pronto terminaron los días hermosos del verano; empezaron a soplar los vientos otoñales, y miss Barrett llevó una vida de completa reclusión en su dormitorio. La vida de Flush también cambió. Su educación exterior fue suplida por la que le proporcionaba el dormitorio, y esto suponía, para un perro del temperamento de Flush, la imposición más violenta que pueda imaginarse. Sus únicos paseos – y éstos muy cortos y de cumplido- eran los que daba con Wilson, la doncella de miss Barrett. Durante el resto del día permanecía en el sofá, a los pies de miss Barrett. Todos sus instintos naturales se veían obstaculizados. El año anterior, cuando habían soplado los vientos otoñales en el Berkshire, lo habían dejado correr con toda libertad por los rastrojos; ahora, en cuanto oía miss Barrett el batir de la hiedra contra los cristales, mandaba a Wilson que cerrase bien la ventana. Cuando las hojas de las enredaderas escarlata y los mastuerzos comenzaron a marchitarse en la jardinera de la ventana y cayeron, se envolvió con mayor cuidado en su chal de la India. Cuando la lluvia de octubre azotaba la ventana, Wilson encendía el fuego y amontonaba el carbón en la chimenea. El otoño fue intensificándose hasta hacerse invierno y las primeras nieblas llenaron de ictericia la atmósfera. Wilson y Flush encontraban a tientas el camino para llegar al postebuzón o a la farmacia. Al regresar, sólo podían distinguir en el cuarto las confusas manchas blanquecinas de los bustos sobre el armario y los estantes; los campesinos y el castillo se habían esfumado de la cortinilla; los cristales estaban cubiertos de un amarillo pálido. Flush tenía la impresión de que miss Barrett y él vivían en una cueva llena de cojines e iluminada por el resplandor del fuego. De la calle les llegaba el incesante zumbido del tráfico, con repercusiones amortiguadas; de cuando en cuando pasaba una voz pregonando con rudeza: «¡Se camponen sillas viejas y canastas!», apagándose calle abajo. A veces, era una musiquilla callejera que se acercaba, más fuerte a cada instante, y se iba borrando al alejarse. Pero ninguno de estos sonidos significaba libertad, acción ni ejercicio. El viento, la lluvia, los días crudos de otoño y el frío a mediados de invierno sólo se traducían para Flush en calor y quietud, en lámparas encendidas, cortinas corridas y la lumbre atizada a cada momento.

Al principio se le hacía todo ello casi insoportable. No podía evitar el ponerse a danzar por la habitación – uno u otro día otoñal en que el viento soplara – mientras las perdices estarían esparciéndose por los rastrojos. Creía oír disparos entre los rumores que le traía el aire. No podía contenerse cuando ladraba fuera algún perro: corría a la puerta agitándosele la pelambre. Aunque si miss Barrett lo llamaba, o si le ponía la mano en el collar, había de reconocer que otro sentimiento – contradictorio, imperioso y desagradable – frenaba sus instintos. Se echaba, inmovilizándose a los pies de ella. La primera lección que aprendió en la escuela-dormitorio, consistió en sacrificar, en controlar los instintos más violentos de su ser… Y esta lección era de una dificultad tan portentosa, que con mucho menos esfuerzo aprendieron griego muchos eruditos… Muchas batallas se ganaron en el mundo sin que los generales vencedores hubieran tenido que desplegar tanta fuerza de voluntad. Pero es que la profesora era miss Barrett. Flush sentía, cada vez con más convicción, cómo se estaban ligando el uno al otro a medida que transcurrían las semanas; era aquél un vínculo embarazoso y, sin embargo, emocionante. Se reducía a esto: si el placer de Flush suponía pena para ella, entonces, dejaba su placer de serle placentero, y se le hacía también a él penoso en unas tres cuartas partes. Cada día se evidenciaba la verdad de esta solución. Por ejemplo, alguien abría la puerta y le silbaba, llamándolo. ¿Por qué no había de salir? Ansiaba tomar el aire y estirar las patas; sus miembros se anquilosaban de tanto estar echado en el sofá. Además, nunca llegó a habituarse al olor a agua de Colonia… No, no… Aunque la puerta estuviera abierta, no abandonaría a miss Barrett, pensó ya cerca de la puerta, y volvió al sofá. «Flushie», escribió miss Barrett, «es mi amigo – mi compañero – y me prefiere al sol que tanto le atrae desde fuera…» Ella no podía salir. Estaba encadenada al sofá. «Tengo tan poca cosa que contar como un pájaro en una jaula», escribió también. Y Flush, para quien todos los caminos del mundo estaban abiertos, prefirió renunciar a todos los olores de la calle Wimpole, con tal de permanecer a su lado.

No obstante, el vínculo estuvo muchas veces a punto de romperse; formábanse extensas lagunas en la compenetración entre ellos. En ciertas ocasiones, se quedaban mirándose como si fuesen totalmente extraños el uno para el otro. ¿Por qué, preguntábase miss Barrett, temblaba Flush de pronto, y se erguía, gimoteando, para escuchar quién sabe qué? Ella no oía ni veía nada de particular; no había nadie en la habitación con ellos.

Y es que no podía adivinar lo siguiente. Folly, la perrita King Charles de su hermana, había pasado frente a la puerta; o bien, le estaban dando un hueso de carnero a Catiline, el sabueso cubano, en el sótano. Pero Flush sí que sabía; sus oídos lo tenían al tanto de todo. Devastaban su ser unas rachas alternativas de lujuria y gula. Además, a pesar de su imaginación de poetisa, miss Barrett no podía adivinar cuánto significaba para Flush el paraguas mojado de Wilson, cuántas reminiscencias le traía: selvas, loros, elefantes trompeteando atronadoramente… Ni pudo comprender, cuando mister Kenyon tropezó en el cordón de la campanilla, que Flush oyó entonces las imprecaciones de los hombres morenos por aquellas montañas… El grito Span! Span! repercutió en sus oídos, y si mordió a míster Kenyon, lo hizo movido por un impulso de rabia ancestral y siempre reprimida.

Por su parte, Flush no sabía tampoco a qué obedecían las emociones de miss Barrett. Se estaba allí tendida, horas y horas, pasando la mano sobre un papel blanco con un palito negro, y sus ojos se le llenaban de lágrimas. Pero ¿por qué? «Ah, mi querido míster Horne», estaba escribiendo; «entonces me falló la salud… y vino el forzoso destierro a Torquay…, lo cual inició en mi vida esa eterna pesadilla, siendo causa de lo que no puedo citar aquí; no hable de eso a nadie. No hable de eso , querido míster Horne.» Pero ¡si en la habitación no había ni olor ni sonido que pudiera provocar el llanto de miss Barrett! Al poco rato, pasó ésta nuevamente del llanto a la risa, sin dejar de mover el palito. Había dibujado «un retrato, muy parecido, de Flush, realizado humorísticamente y de manera que más bien se parece a mí», y debajo del dibujo anotó lo siguiente: «Sólo le impide ser un excelente sustituto de mi retrato el que resultaría yo demasiado favorecida.» ¿Qué motivo de risa podía haber en aquellas manchas negras que le enseñaba a Flush? Este no conseguía oler nada en la hoja; ni tampoco percibía sonido alguno. En la habitación no había nadie con ellos. El hecho era que no podían comunicarse con palabras, y esta realidad los llevaba a semejante incomprensión. Pero, por otra parte, ¿no era eso mismo lo que los unía íntimamente? Miss Barrett exclamó cierta vez, después de una mañana de trabajo intenso: ¡Escribir, escribir, escribir!» Quizá pensara: Después de todo, ¿lo dicen todo las palabras?, ¿pueden las palabras expresar algo? ¿No destruirán, por el contrario, los símboios demasiado sutiles para ellas? Una vez, por lo menos, parece haber confirmado esta opinión. Estaba pensando, mientras yacía en el sofá. Había olvidado a Flush por completo, y la invadieron unos pensamientos tan tristes que la almohada se humedeció de lágrimas. Entonces, una cabeza peluda vino de repente a apretarse contra ella; junto a sus ojos brillaron otros, grandes y titilantes. Se sobresaltó. ¿Era Flush o era Pan? ¿Habría dejado de ser una inválida recluida en Wimpole Street, y sería ya una ninfa griega habitaado en algún umbrío bosquecillo de la Arcadia? ¿No era el propio dios barbudo el que unía sus labios a los de ella? Por un momento sintióse transfigurada; era una ninfa, y Flush era Pan. El sol abrasaba, y el amor irradiaba su gloria. Pero, supongamos que Flush hubiera podido hablar… ¿No habría dicho cualquier cosa razonable sobre la plaga que sufría la patata en Irlanda?

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