Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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En mitad de aquella nave, parecíamos náufragos que bogan a la deriva durante una eternidad, pero, por fin, al cabo de unos pocos minutos, divisamos un muro lejano, una pared al fondo, y eso nos animó a apretar el paso porque, con la ayuda de las pequeñas y potentes linternas Mini-Maglite, nos había parecido divisar, al pie de la pared, algo parecido a un contenedor con muchas cajas encima.

La cercanía nos fue despejando la imagen pero no por ello adivinábamos de qué se trataba; no se parecía a nada que pudiéramos identificar de un simple vistazo. Ni siquiera cuando estuvimos a un tiro de piedra conseguimos descifrar lo que estábamos viendo. Hizo falta llegar hasta allí, subir el escalón de piedra e inclinarnos sobre los bultos para caer en la cuenta de que lo que habíamos tomado por un altar era un monstruoso sarcófago de oro de unos cuatro metros de largo por uno de alto, casi idéntico a los de los faraones egipcios salvo por la pequeña diferencia de que aquí la cabeza del féretro era puntiaguda. Las cuatro cajas que, en un principio, nos había parecido que estaban situadas encima del supuesto altar, eran otros tantos ataúdes de tamaño descomunal colocados sobre repisas de piedra que sobresalían de la pared a distintas alturas. Dos láminas del mismo tamaño que la gran tarima aparecían incrustadas en la pared a uno y otro lado del sarcófago principal; la de la izquierda contenía un texto en tocapus; la de la derecha, el dibujo de lo que parecía un paisaje cubista.

Y, en aquel preciso momento, un rugido ensordecedor nos hizo girarnos a la velocidad del viento hacia el camino por el que habíamos venido.

– ¿Qué demonios ocurre? -gritó Jabba.

Por un momento temí que todo aquel lugar se viniera abajo, pero el sonido era muy localizado, rítmico, conocido…

– La puerta se está cerrando -voceé.

– ¡Corred! -exclamó Jabba iniciando una absurda carrera por el pasillo mientras tiraba de la mano de Proxi.

Ni la doctora Torrent ni yo les seguimos. Era inútil. La puerta quedaba demasiado lejos. Entonces el ruido cesó.

– Volved aquí -les dije poniéndome las manos en la boca a modo de bocina-. Ya no podemos salir.

Regresaron cabizbajos y furiosos.

– ¿Por qué no se nos ocurrió que algo así podría pasar? -murmuró Marc, conteniendo a duras penas su irritación.

– Porque no somos tan listos como los yatiris -le dijo la doctora Torrent.

Pasado el momento de desconcierto, volvimos la vista de nuevo hacia los sarcófagos de oro, pero ahora estabamos serios y preocupados, sin el buen humor anterior. Mirábamos aquellos dorados cajones mientras cada uno se preguntaba en silencio cómo demonios saldríamos de allí.

Por hacer algo, subimos el escalón de piedra y nos quedamos embobados, sin saber qué decir ni qué hacer ante la vista de las siluetas labradas en las cubiertas de los sarcófagos (al menos, del principal y de los dos colocados más abajo). Unas imágenes muy realistas mostraban a unos tipos raros que, si era cierto lo que veíamos, debieron de medir unos tres metros y medio de altura, poseer unas hermosas barbas y haber sufrido la deformación frontoccipital.

– ¿Los gigantes…? -murmuró Lola, espantada.

Pero ninguno contestó a su pregunta porque, sencillamente, no nos salía la voz del cuerpo. Si eran los gigantes, la crónica de los yatiris había dicho la verdad. En todo.

– No puede ser… -rezongué, al fin, malhumorado-. ¡Que no, que no puede ser! ¡Ayúdame, Jabba ! -voceé, colocándome a un lado del sarcófago principal y metiendo los dedos entre la caja y la tapa para empujar ésta hacia arriba. Ambas tenían un tacto suave pero helado.

Marc me siguió como una sombra, mosqueado también, y con la fuerza de la rabia conseguimos levantar aquella pesada cubierta de oro que se deslizó con suavidad al principio para luego caer pesadamente hasta el suelo por el otro lado con un gran estruendo. Una rápida y sorprendente vaharada a gasolina me subió por la nariz. La voz de la doctora nos hizo reaccionar.

– ¿Saben la tontería que acaban de hacer? -dijo muy tranquila. Al mirarla, vimos que Lola se había colocado a su lado y que también parecía enfadada-. Pueden haber echado a perder para siempre una seria y delicada investigación sobre este sepulcro. ¿Nadie les ha comentado que nunca debe tocarse nada cuando se hace un descubrimiento arqueológico?

– Acabáis de cometer la estupidez más grande del mundo -declaró Proxi, poniendo los brazos en jarras y fulminando a Jabba con la mirada-. No había ninguna necesidad de abrir ese sarcófago.

Pero yo no estaba dispuesto a sentirme culpable.

– Sí la había -aseguré con voz vibrante-. Cuando salgamos de aquí me dará lo mismo que entre un ejército de arqueólogos y que sellen este lugar durante los próximos cien años, pero ahora es nuestro y hemos trabajado muy duro para encontrar un remedio que le devuelva la cordura a Daniel. ¿Y sabes qué, Proxi ? Que no creo que lo encontremos… No aquí -y estiré el brazo derecho abarcando con mi gesto la nave que teníamos a nuestras espaldas-. ¿O tú serías capaz de localizar las láminas de oro en las que se explica la forma de hacerlo? Si dentro de este sarcófago hay un gigante, quiero, al menos, marcharme con la certeza de que los yatiris decían la verdad y de que hay esperanza. Si no lo hay, podré volver a casa con la conciencia tranquila y sentarme a esperar que los medicamentos y el tiempo surtan efecto.

Nada más terminar de hablar, bajé la mirada para contemplar aquello que habíamos dejado al descubierto. Casi me muero del susto: un ancho rostro de oro me contemplaba con ojos hueros y felinos desde una cabeza de tamaño descomunal de la que sobresalía, hacia arriba, un cráneo cónico cubierto por un chullo hecho enteramente de joyas y, hacia ambos lados, unas enormes orejeras circulares también de oro con mosaicos de turquesa. Mi mirada fue descendiendo a lo largo de aquel cuerpo interminable, contemplando un pectoral muy deteriorado de cuentas blancas, rojas y negras que dibujaban rayos solares en torno a la figura del Humpty-Dumpty de Piri Reis y sobre este pectoral descansaba un increíble collar hecho con pequeñas cabezas humanas de oro y plata. Los brazos de la momia estaban al aire y podía verse una piel muy fina y apergaminada bajo la que se adivinaba un hueso casi pulverizado. Sin embargo, sus muñecas estaban cubiertas por anchos brazaletes fabricados con diminutas conchas marinas que el tiempo había respetado, no como a aquellas manos gigantescas, que parecían garras de águila tostadas por el fuego y que descansaban apoyadas sobre un tórax de oro que nacía desde debajo del pectoral. El tamaño de cada uno de aquellos huesos, que parecían dibujados con arena, daba realmente miedo. Noté que junto a mí se colocaban Lola y Marta Torrent y percibí su sobresalto por el gesto de retroceso inconsciente de sus cuerpos. Las piernas del Viajero -pues aquél era, sin duda, el famoso Sariri que tanto protegían los yatiris- aparecían cubiertas por una tela con flecos, muy dañada, en la que aún podía verse el diseño original de tocapus, y los pies, los enormes pies, estaban encajados en unas sandalias de oro.

Nos encontrábamos frente a los restos del Viajero, un gigante de tres metros y pico que venía a confirmar lo que contaba, por un lado, el mito de Viracocha, el dios inca, el llamado «anciano del cielo», que había creado, en las inmediaciones de Tiwanacu, una primera humanidad que no le gustó, una raza de gigantes a los que destruyó con columnas de fuego y con un terrible diluvio, dejando, a continuación, el mundo a oscuras; y, por otro lado, corroborando también lo que afirmaba la crónica de los yatiris, en la que se decía que del cielo había venido una diosa llamada Oryana que, de su unión con un animal terrestre, parió una humanidad de gigantes que vivían cientos de años y que, tras construir y habitar Taipikala, desaparecieron por culpa de un terrible cataclismo que apagó el sol y provocó un diluvio, dejándolos enfermos y debilitados hasta convertirlos en la humanidad pequeña y de corta vida que éramos ahora.

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