Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– ¿Pero eso no es lo mismo que dice la lámina de oro? -se enfadó Jabba.

– No exactamente.

Marta arrugó la frente y se quedó pensativa mirando el pequeño panel.

– Es sólo parte del mensaje original -se giró y estiró el cuello hacia la izquierda para observarlo-. Son frases del mensaje, pero no están todas.

– Bueno -me reí-, ya estamos en marcha de nuevo. Encendamos los cerebros.

– ¿Y qué frases son las que faltan? -inquirió Proxi.

Marta Torrent, haciendo un repetido ejercicio de cuello, las fue destacando:

– Falta un pedazo de la pregunta inicial, en concreto la parte que dice «…y estáis leyendo estas palabras». Luego falta la siguiente frase completa, «Merecéis conocer también sus sonidos». La siguiente oración la mantiene pero la fusiona con la quinta, componiendo una sola, haciendo desaparecer «Ni la muerte del sol, ni el agua torrencial, ni el paso del tiempo han acabado con nosotros». Falta, asimismo, el sexto enunciado, «Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender», y después el resto está igual.

– No tiene ni pies ni cabeza -murmuró Proxi, contrariada.

– No creo que la clave esté en lo que falta -repliqué-, sino en lo que han dejado.

– Tampoco tiene ni pies ni cabeza -pro testó Jabba, sacándose del pantalón los faldones de la camisa para sentarse más cómodamente en el suelo-. ¿Podría repetirlo, Marta?

– «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses -volvió a leer ella con voz apagada-. Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»

– Aquí hay gato encerrado -mascullé, alisándome la perilla con despecho-. Lo oigo maullar pero no lo veo.

La catedrática se encaminó hacia su mochila y sacó una pequeña cantimplora que desprendió destellos metálicos bajo las luces. De repente descubrí que estaba más seco que un desierto.

– ¿Quieren un poco de agua? -nos ofreció-. Llevamos muchas horas sin beber.

– ¡Sí, por favor! -dejó escapar Proxi con toda su alma.

¡Qué trío de idiotas! ¿Cómo no se nos había ocurrido traernos agua? Mucha brújula Silva de último modelo, mucha navaja multiusos Wenger y mucho prismático Bushnell, pero, a la hora de la verdad, nada de agua ni de comida. Chapó.

– No hay bastante para los cuatro -se excusó la doctora-, así que, por favor, no beban demasiado.

Recuerdo la angustia que sentí mientras el líquido se colaba por mi garganta y me caía, frío, en el estómago vacío. Sólo podía pensar que o espabilábamos o, como había dicho antes Marc, en unas pocas horas estaríamos en unas condiciones físicas nefastas.

– No tendrá algo para comer, ¿verdad, Marta? -le preguntó mi amigo con una expresión en el rostro que indicaba lo muy negros que eran sus pensamientos.

– No, lo siento. Sólo llevo agua. Pero no se inquiete -le dijo, animosa-, no vamos a quedarnos aquí mucho tiempo. Sólo tenemos que resolver un pequeño enigma y hoy ya hemos resuelto muchos, así que no hay de qué preocuparse.

De repente, una luz se encendió en mi cerebro, justo detrás del foco de mi frontal.

– ¿Y si también este enigma pudiera resolverse visualmente como usted decía que pasaba con los otros, Marta? -le pregunté-. Usted afirmó que, analizando el orden, la disposición y la repetición de los tocapus podía darse con la respuesta correcta.

Ella arqueó las cejas, sorprendida, y sonrió.

– Puede que tenga usted razón, Arnau.

– Si se trata de código -afirmé, abriendo el portátil-, soy muy bueno.

– ¡Y nosotros también! -prorrumpió Jabba -. ¿Sacaste alguna foto del texto de la plancha de oro, Proxi ?

– Están aún en la cámara, con las fotos del mapa.

– Pues saca una de este panel del suelo -le pedí yo- y luego las confrontaremos en la pantalla del monitor. Si hay una estructura lógica, la encontraremos.

Y la encontramos. La catedrática tenía razón. Todos los enigmas de los yatiris podían resolverse tanto por su contenido como por su forma. Aquellos tipos, si aún existían, debían de ser realmente listos y raros. Con la imagen de la lámina a un lado y la del panel del suelo en el otro, descubrimos una repetición (sólo una), que daba la respuesta al problema. Era tan simple y tan limpia que maravillaba por su composición. Hubiera dado un buen montón de pasta por contratar para Ker-Central a el o la yatiri que había aparejado aquel rompecabezas. Se partía de una idea muy sencilla: había una frase que daba la clave, que era la clave, y que, al mismo tiempo, contenía la idea fundamental del mensaje, y esta frase era «Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender». Eso era todo. Para salir de allí, nosotros sólo teníamos que decir «Vamos a buscaros porque queremos aprender». Los tocapus con los que se escribía eran los únicos que aparecían repetidos en el texto, dispersos por aquí y por allá en las frases del mensaje corto. Por eso las habían seleccionado, separándolas del total. «Vamos a buscaros» se formaba con los tocapus que aparecían en «Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir», donde sólo había que invertir los signos que indicaban las personas de los verbos. «Porque» estaba, tal cual, en «No traigáis la guerra porque no nos encontraréis». «Queremos» era el principio de la última frase, «Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento», y «aprender» era el tocapu raíz de «aprendido» en «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses». Simple y limpio, como debe ser el buen código.

Apenas hubimos pulsado ordenadamente los tocapus que formaban la frase, el panel se dividió en dos junto con las partes de lo que, hasta ese momento, había sido un único y gigantesco sillar de piedra y, como las compuertas de una sentina, los lados se hundieron y dejaron a la vista una minúscula escalera de piedra que descendía hacia las profundidades. Aunque pueda parecer extraño, ya no nos impresionaban estas cosas. Estábamos molidos, hechos polvo y, sobre todo, desesperados por salir de la maldita Pirámide del Viajero, a quien ya habíamos tenido el gusto de saludar. Necesitábamos volver a la superficie y ver el cielo, respirar aire limpio, cenar en abundancia y pillar la cama para dormir doce o quince horas sin interrupciones.

Bajamos la escalera sin querer prestar atención al pequeño detalle de que nos estábamos hundiendo aún más en la tierra en lugar de ascender, pero duró poco. Después de veintitantos escalones nos encontramos en un estrecho pasillo rocoso que avanzaba en línea recta y que siguió en línea recta durante una hora. Y luego, durante dos. Y cuando ya estábamos acabando la hora tercera de rectitud fue cuando nos dimos cuenta de que hacía mucho tiempo que habíamos dejado atrás Tiwanacu-Taipikala y que debíamos de encontrarnos a varios kilómetros de distancia en dirección oeste, según aseguraba la brújula.

Por fin, cerca ya de las cuatro de la madrugada y más muertos que vivos, topamos con otras escaleras que ascendían. Pero antes, claro, no podía faltar la sorpresa final.

Apenas había puesto el pie en el primer peldaño -yo iba el primero-, después de comprobar que estaba limpio de musgo negro y resbaladizo, la voz ronca y deshuesada de Jabba, que venía detrás, me sacó del letargo.

Root, te has saltado algo.

Me volví, más para mirarle a él que para saber a qué demonios se refería -parecía un fardo, con ojeras y una horrible sombra rojiza de barba en la cara transparente-, y vi que, sin moverse, señalaba con el dedo una especie de hornacina abierta en la pared a media altura, situada justo donde empezaba la escalinata.

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