Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Espera, Marc -exclamé, acercándome-. Aquí hay algo. Mira.

El recuadro quedaba unos diez centímetros por encima de mi cabeza, así que tuve que ponerme de puntillas con las botas para verlo bien. Mi amigo, apenas un poco más bajo que yo, también pudo apreciar los diminutos tocapus que mostraba aquella especie de grabado, pero Proxi y Marta Torrent (sobre todo esta última) no hubieran podido verlo ni saltando sobre una cama elástica. Se trataba del panel de tocapus más pequeño que habíamos encontrado hasta entonces y situado, además, a una altura realmente incómoda.

– Dame los prismáticos, Jabba -oí decir a Proxi.

– Están en tu bolsa. Pero no lo intentes; no funcionará. El zoom no te dejará reducir tanto. Estás demasiado cerca.

– Es verdad.

– Déjame tu cámara, Proxi -dije-. Sacaré una fotografía y lo veremos en la pantalla del ordenador.

– Buena idea -exclamó ella, pasándome el diminuto aparatejo.

Disparé varias instantáneas, enfocando por intuición, y, luego, empecé a descargar el contenido de la tarjeta de memoria en el portátil. Proxi había hecho sesenta y dos fotografías, ni más ni menos, y, encima, en alta resolución, así que estuvimos un buen rato esperando hasta que, por fin, pudimos contemplar el contenido del nuevo panel en el monitor. Sin recordar que Marta leía el aymara perfectamente, me puse a pensar que tendría que copiar aquellos tocapus uno a uno en el «JoviLoom» y que eran muchos pero, entonces, cuando ya iba a expresar mi intención en voz alta, la escuché empezar a traducir el texto:

– «¿No escuchas, ladrón? Estás muerto porque jugaste a quitar el palo de la puerta. Llamarás a gritos al enterrador esta misma noche…»

– Deténgase, Marta -exclamó Proxi, alarmada, cerrando el portátil de golpe.

La doctora se sobresaltó.

– ¿Qué ocurre?

– Esas palabras son las que Daniel estaba traduciendo justo cuando cayó enfermo -le expliqué yo.

– Oh, vaya…

– Puedo decirle el resto, si quiere -continué-, lo tengo traducido aquí -y abrí de nuevo el portátil para buscar la copia del documento.

– ¿Entonces usted conoce también el secreto del aymara, de la lengua perfecta? -se apresuró a preguntar Jabba a la catedrática mientras yo saltaba de un subdirectorio a otro.

– Claro que lo conozco -respondió ella, pasándose una mano por la frente-. Mi padre, Carles Torrent, lo descubrió. Después de muchos años de trabajar con los aymaras en las excavaciones, ellos le contaron en secreto que los antiguos yatiris poseían el poder de sanar o enfermar con las palabras, de hacer que la gente tocara instrumentos musicales sin haber aprendido o de convertir a los malos en buenos y viceversa. Según los indios, podían cambiar desde el estado de ánimo hasta el carácter o la personalidad de cualquiera. Eran leyendas, claro, pero cuando descubrí el sistema de escritura mediante tocapus encontré muchas alusiones a ese poder y supe que aquello que mi padre había tornado por fantasías era cierto. Los Capacas, los sacerdotes tiwanacotas, conocían el antiguo Jaqui Aru, el «Lenguaje humano», que era, prácticamente sin alteraciones, la lengua aymara que se hablaba hasta la conquista del Altiplano por los incas y por los españoles y que no había variado porque era sagrada para los aymarahablantes. Por desgracia, desde aquel momento empezó a recibir pequeñas influencias del quechua y del castellano. No es que cambiara, ni mucho menos, pero tomaron algunas palabras nuevas de aquí y de allá.

– Aquí está -la interrumpí-. «¿No escuchas, ladrón? Estás muerto, jugaste a quitar el palo de la puerta. Llamarás al enterrador esta misma noche. Los demás mueren todos por todas partes para ti. ¡Ay, este mundo dejará de ser visible para ti! Ley, cerrado con llave.»

– No está terminado -le aclaró Proxi a la doctora-. Daniel no pudo acabar. A partir de entonces desarrolló el síndrome de Cotard y la agnosia.

– Es decir, a partir de entonces cree que está muerto -añadí yo-, pide a gritos que le entierren y no reconoce ni a nadie ni nada.

– Ya veo -afirmó ella-. Es como una maldición para cualquiera que abra esa puerta con ánimo de robar. La pregunta inicial ya da una idea del propósito: «¿No escuchas, ladrón?» Es un mensaje para los ladrones, para aquellos que saben que su intención es apoderarse de lo que hay detrás de la puerta. Los indios de estas tierras jamás cerraban sus casas ni sus templos. No es que desconocieran las llaves y las cerraduras; es que no las necesitaban. Sólo las empleaban para proteger documentos de Estado muy importantes o el tesoro de la ciudad. Nada más. De hecho, se sorprendieron mucho cuando vieron que los españoles usaban trancas y pestillos y pensaron que tenían miedo de ellos. Aún hoy, cuando un aymara sale de su casa, coloca un palo sobre la entrada para indicar que no está y que la vivienda se encuentra vacía. Ningún vecino o amigo osaría entrar. Si alguien quita ese palo es porque va a robar, de ahí la expresión utilizada en la advertencia. Creo que este texto es como una alarma antirrobo: si vienes para llevarte lo que no es tuyo, te pasarán todas esas cosas, pero si tu intención no es la de robar, entonces la maldición no surtirá efecto, no te hará nada. Piensen que está escrita con tocapus, así que, con bastante seguridad, quería impedir la entrada de los propios ladrones aymarahablantes.

– Eso no tiene por qué ser necesariamente así -objeté; estaba molesto con la idea de que aquella maldición pudiera afectar sólo a los ladrones, es decir, a gente como Daniel-. Los paneles anteriores también estaban escritos en aymara y con tocapus y se trataba de acertijos o combinaciones para abrir las cabezas de los cóndores o hacer bajar escaleras.

– Nosotros tenemos otra teoría, doctora Torrent -le explicó Jabba, que había captado lo que se escondía detrás de mi objeción-. Creemos que afecta a cualquiera que sepa aymara, como Daniel y usted. Es un tipo de código que funciona con sonidos naturales, esos endiablados sonidos de la lengua perfecta que escuchamos al llegar a Bolivia y que van desde chasquidos con la lengua a gorgoteos y explosiones guturales, unos sonidos que Daniel y usted sí pueden producir y entender, incluso aunque sea dentro de su cabeza, leyendo en silencio, pero nosotros no, por eso no nos afecta.

Ella pareció meditar unos segundos.

– Miren -dijo, al fin-, creo que se equivocan. Llevo mucho más tiempo que ustedes estudiando este tema. De hecho, por eso le encargué a Daniel que llevara a cabo la investigación de los nudos, los quipus, en quechua: yo no tenía tiempo para ello. Desde hacía veinte años, me dedicaba al aymara y a los tocapus. Deduzco que también conocerán la historia de los documentos Miccinelli, así que no entraré en detalles. Baste decir que, desde mi punto de vista, como jefa del departamento, Daniel era el investigador mejor dotado para trabajar con Laura Laurencich, mi colega de Bolonia, y, además, era inteligente, brillante y ambicioso. Le di algo que cualquiera hubiera deseado para su curriculum, confié en él antes que en otros profesores más antiguos y con más derechos adquiridos, pero creía en él, en su gran talento. Lo que no se me pasó por la cabeza fue que pudiera aprovecharse de su libre acceso a mi despacho y a mis archivos para robarme un material que me había costado muchos años de trabajo y que, además, estaba bien protegido. O eso creía yo… Jamás hubiera esperado algo así de Daniel, por eso me quedé helada cuando usted, señor Queralt, se presentó delante de mí con documentos que nadie, salvo yo, había visto nunca.

Se detuvo unos instantes, sorprendida por haber abordado aquel tema casi sin darse cuenta, de manera indirecta, y me miró con una cierta culpabilidad.

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