Matilde Asensi - El Origen Perdido
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– Claro, ¿cómo no? -proferí, sarcástico-. Todo es suyo, ¿no es cierto, doctora? El «JoviLoom», el «JoviKey», la Universidad Autónoma de Barcelona… ¿Y por qué no el mundo, verdad doctora? El mundo también es suyo y, si aún no lo es, lo será, ¿no es cierto?
Ella prefirió ignorar mi diatriba.
– ¿También tienen el «JoviKey»? Vaya, vaya…
Allí iba a estallar una guerra nuclear. Como se le ocurriera decir que mi hermano Daniel le había robado también aquellos programas, iba a dejarla atada en aquella pirámide para que se muriese del asco.
– ¿Saben ustedes lo que quiere decir el nombre de esos programas? -nos preguntó desafiante.
– ¿El «Telar de Jovi»…? -respondió Proxi, ásperamente-. ¿La «Llave de Jovi»?
– Sí, en efecto -dijo ella-, de Jovi. Pero de Joffre Viladomat, mi marido.
Una fuerte campanada tañó dolorosamente en mi cerebro y me detuve en seco, tambaleándome como si hubieran usado mi cabeza por badajo.
– ¿Joffre Viladomat? -balbucí. Aquél era el nombre que el sistema de casa me había mostrado en la pantalla cuando la doctora Torrent me había llamado por teléfono.
Todos se detuvieron para observarme y la que lo hacía con mayor satisfacción era la catedrática, que no podía disimular una cruel sonrisilla de triunfo.
– Joffre Viladomat. Jovi para los amigos desde los años de universidad.
– ¿Su marido es programador? -desconfió Jabba.
– No, mi marido es economista y abogado. Tiene una empresa en Filipinas que actúa como intermediaria entre las Zonas de Producción de Exportaciones del Sudeste Asiático y las compañías españolas.
– Creo que no lo he comprendido -masculló Marc.
– Joffre compra productos fabricados en el Sudeste Asiático y los vende a las empresas interesadas. Podría decirse que es una especie de intermediario que facilita a las firmas españolas la adquisición de mercancías de bajo coste de producción. Su despacho está en Manila y, desde allí, compra y vende material tan variado como pantalones vaqueros, electrodomésticos, balones de fútbol o programas informáticos. Yo le pedí hace dos años un par de aplicaciones para traducir el aymara y para proteger con clave mi ordenador portátil. Joffre encargó los programas a una empresa filipina de software y, al cabo de unos cuantos meses, me envió el «JoviKey» y el «JoviLoom», que habían sido diseñados siguiendo mis indicaciones y con mis bases de datos.
– O sea, ¿lo que está diciendo es que su marido -silabeó lentamente Proxi, que se había puesto roja de rabia- compra productos fabricados en condiciones infrahumanas por trabajadores-esclavos del Tercer Mundo y los vende a conocidas marcas españolas que, de este modo, se ahorran los costes y los impuestos de una fábrica en nuestro país y el pago de la Seguridad Social de los trabajadores españoles?
Marta sonrió con una mezcla de ironía y pesar.
– Veo que conoce usted el panorama económico mundial. Pues sí, Joffre se dedica a eso exactamente. Y no es el único, desde luego.
Hubiera podido fijarme en que su rostro y su voz indicaban sutilmente la existencia de algún tipo de historia personal complicada detrás de sus palabras, pero no estaba yo para sutilezas en aquel momento. De hecho, me sentía tan hundido y destrozado que nada que no fuera la horrorosa pesadilla de haber descubierto que mi hermano había robado aquellos programas informáticos (y quién sabía si también la documentación que habíamos encontrado en su despacho, tal y como la catedrática había sostenido siempre), nada, repito, podía traspasar las barreras de mi mente. Era increíble, impensable que Daniel hubiera hecho algo semejante. Mi hermano no era así, no era un ladrón, no era un tipo que cogiera cosas que pertenecían a otra persona, no sabía robar, nunca lo había hecho y, además, no lo necesitaba. ¿Por qué iba a querer llevarse a escondidas un material de investigación de otra persona, de su jefa, si tenía una fantástica carrera por delante y podría conseguir mucho más en unos pocos años con su propio y único esfuerzo? Porqués y más porqués… ¿Por qué había tenido que coger aquellos dos malditos programas y, ahora, hacerme dudar de él y de su honradez mientras permanecía enfermo e incapaz de defenderse en una cama de hospital? ¡Maldita sea, Daniel! ¡Yo hubiera podido darte aplicaciones mucho mejores que esas dos porquerías «Jovi», buenas para nada! ¿Necesitabas un traductor automático de aymara? ¡Pues habérmelo pedido, habérmelo pedido! ¡Hubiera removido cielo y tierra para conseguírtelo!
– Arnau.
¡Te lo dije muchas veces, Daniel! Pídeme lo que necesites. Pero tú, no, no, que no necesito nada. Vale pero si lo necesitas, pídemelo. Que sí, que te lo pediré. Jamás habías aceptado mi ayuda de buen grado, siempre habías puesto ese gesto tan tuyo de fruncir el entrecejo y quedarte callado. Pero, ¿por qué habías tenido que coger esos dos programas? ¡Tu hermano era programador y tenía una empresa de informática, joder, y docenas de programadores trabajando para él! ¿Tenías que ensuciarte las manos robando el software de tu jefa, de esa Marta Torrent a la que tanto criticabas? ¿Y por qué la criticabas, eh? ¡Eras tú quien le estaba robando a ella! ¿Por qué, por qué la criticabas? ¿Por qué la acusabas de aprovecharse de tu trabajo si eras tú quien se estaba aprovechando del suyo?
– ¡Arnau!
– ¡Qué! -grité-. ¡Qué, qué, qué!
Mi voz golpeó las paredes de piedra y desperté. Frente a mí tenía a Marc, a Lola y a la catedrática, mirándome con caras preocupadas.
– ¿Estás bien? -me preguntó Lola.
Por costumbre, supongo, efectué automáticamente un chequeo rápido. No, no estaba bien, estaba mal, muy mal.
– ¡Pues claro que estoy bien! -aseguré, revolviéndome hacia ella.
Marc se interpuso.
– ¡Eh, tú! Para, ¿vale? ¡No hace falta que le hables así!
– ¡Tranquilos los dos! -vociferó Lola, alejando a Marc con una mano-. No pasa nada, Arnau, no te preocupes. Vamos a calmarnos, ¿de acuerdo?
– Quiero largarme de aquí -dije con asco.
– Lo siento, señor Queralt -murmuró la catedrática, impidiéndome el gesto de regresar hacia la escalera. Un gesto tonto, porque, en realidad, no había camino de vuelta. No había salida. Pero, en aquel momento, me daba lo mismo. No sabía bien lo que hacía ni lo que decía.
– ¿Qué es lo que siente? -repliqué, disgustado.
– Siento haberle hecho daño.
– Usted no tiene la culpa.
– En parte sí, porque estaba deseando que descubriera la verdad y no he dejado pasar ni una sola ocasión para lograrlo, sin pararme a pensar que podía herirle.
– ¿Y usted qué demonios sabe? -la increpé con agresividad-. ¡Déjeme en paz!
– Podrías controlarte un poco -dijo Jabba desde mi espalda.
– Haré lo que me dé la gana. Dejadme en paz todos -y, soltando la bolsa, me derrumbé como un pelele, resbalando despacio hasta el suelo con la espalda apoyada contra el muro de la cámara-. Sólo necesito unos minutos. Seguid sin mí. Ya os alcanzaré.
– ¿Cómo vamos a dejarte aquí, Root ? -se preocupó Proxi, arrodillándose frente a mí y echando una mirada alrededor, hacia unas sombras ásperas e inquietantes-. ¿Recuerdas que estamos a muchos metros bajo tierra, encerrados dentro de una pirámide precolombina de cientos o miles de años de antigüedad?
– Déjame, Proxi. Dame un respiro.
– No seas niño, Root -me amonestó con cariño-. Ya sabemos que esto ha sido un golpe bajo, que estás hecho polvo, pero no podemos dejarte aquí, compréndelo.
– Dadme un respiro -repetí.
Ella suspiró y se puso en pie. Al cabo de unos instantes, los oí alejarse y sus luces se perdieron de vista. Me quedé allí solo, con mi foco por toda iluminación, sentado en el suelo con los brazos sobre las rodillas dobladas, pensando. Pensando en el idiota de mi hermano, en ese descerebrado (y nunca mejor dicho) que había sido capaz de cometer una imbecilidad semejante. De repente sentía que no le conocía. Siempre había pensado que tenía sus rarezas y sus abismos, como todo el mundo, pero ahora sospechaba que eran más grandes y oscuros de lo que creía. Me pasaron por la cabeza montones de imágenes suyas, fragmentos de conversaciones mantenidas a lo largo de los años y, misteriosamente, las impresiones incompletas y parciales se fueron fraguando en ideas concretas que se ajustaban mejor a los detalles que nunca me había entretenido en analizar. Daniel riéndose de mí porque había conseguido todo lo que tenía sin pisar la universidad; Daniel proclamando delante de la familia que yo era la prueba viviente de que no estudiar era mucho más rentable que dejarse los ojos en los libros, como hacía él; Daniel siempre sin un euro en el bolsillo a pesar de su magnífica carrera y con una pareja y un hijo a su cargo; Daniel aceptando a regañadientes dinero de nuestra madre y rechazando sistemáticamente cualquier oferta mía de ayuda… Daniel Cornwall, mi hermano, el tipo a quien todo el mundo apreciaba por su cordialidad y por su imborrable sonrisa. Sí, bueno, pues estaba claro que aquel tipo siempre había querido tener algo parecido a lo que yo tenía y quería tenerlo sin esforzarse tanto como se esforzaba por mucho menos, por casi nada, en la universidad. ¿Qué otra explicación podía haber? Ahora que, desgraciadamente, me daba cuenta, recordaba que Daniel siempre había sido el primero en apoyar esa estúpida opinión que tenía mi familia sobre mí según la cual la fortuna me había sonreído siempre y la suerte me había acompañado toda la vida.
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