– Sí, en efecto, son de Tiwanacu. La deformación frontoccipital, que produce esta forma cónica, fue históricamente la primera que se realizó y era exclusiva de los tiwanacotas.
– ¿Y los incas? ¿Practicaron también esta deformación?
– No, los incas no. Los únicos que la continuaron fueron los collas, los descendientes de los antiguos habitantes de Tiwanacu.
– ¿Los collas? -Yo ya tenía un desbarajuste mental imposible de aclarar-. Pero, ¿los descendientes de los tiwanacotas no eran los aymaras?
– Los collas y los aymaras son el mismo pueblo. Collas fue el nombre que les dieron los españoles porque a su territorio, la zona del altiplano que rodea el Titicaca, lo llamaron, castizamente, El Collao, ya que los incas lo habían bautizado previamente como Collasuyu. Esa zona abarcaba, además, los altos de Bolivia y el norte de Argentina. Estos cráneos que ve usted ahí arriba son de Collasuyu, en concreto, como ya le he dicho, de Tiwanacu.
No cabía la menor duda de que todo era sencillo y claro en la historia del continente americano. Primero fueron -o no- los pukará, que dieron origen -o no- a los tiwanacotas, que, a su vez, eran los aymaras pero también los collas, aunque ahora volvían a llamarse aymaras. Al menos esto lo entendía, de modo que lo sujeté con clavos en mi memoria antes de que se me desdibujara como un sueño.
Ante el peligro de que la cosa continuara complicándose indefinidamente, decidí que ya estaba bien de calaveras deformes y, sin pensármelo más, extraje del montón de fotocopias de Daniel la del muro de piedra con las incontables cabezas en relieve y se la alcancé a la catedrática, que apagaba su cigarrillo contra el pequeño y endeble cenicero como si estuviera matando la colilla. Tras una primera ojeada, el gesto de su cara expresó disgusto.
– ¿Sabe qué es eso, doctora?
– Tiwanacu -dijo un poco molesta, poniéndose las gafas con un gesto rápido y examinando cuidadosamente el papel; no sé por qué su respuesta no me sorprendió demasiado-. Las llamadas Cabezas Clavas, es decir, cabezas antropomorfas de piedra incrustadas en las paredes. Se encuentran en los muros del Qullakamani Utawi, conocido como Templete semisubterráneo, un gran patio abierto situado en las cercanías del recinto Kalasasaya. Ya sabe que Tiwanacu es un conjunto arquitectónico en el que todavía quedan restos visibles de unos dieciséis edificios, lo que apenas viene a suponer un cuatro por ciento del total. El resto se halla bajo tierra.
No sabía qué podía haber causado aquel patente malestar que la catedrática reprimía educadamente. Mientras le entregaba la ampliación digitalizada del hombrecillo sin cuerpo, el antepasado barbudo del Humpty Dumpty de Alicia en el país de las maravillas, anoté mentalmente que no debía preguntarle nada más sobre Tiwanacu; lo que quisiera saber, lo buscaría en internet, especialmente páginas con fotografías.
– No sé qué es esto -me dijo mirándome por encima de las gafas-. No lo había visto en mi vida.
– ¿No es inca? -me sorprendí.
Ella lo examinó con mucha atención, acercando y alejando la imagen de su cara, así que deduje que las gafas debían funcionarle sólo de modo intermitente, como una bombilla floja. Eso, o necesitaba una revisión óptica con urgencia.
– No, no es inca -aseguró-. Ni inca, ni pukará, ni tiwanacota, ni wari, ni, desde luego, aymara.
– Y, ¿no tiene idea de cuál podría ser su origen?
Volvió a mirar con atención y frunció los labios como si fuera a dar un beso, sumamente concentrada, dejándolos así durante unos segundos. Lamentablemente, el gesto se disolvió en la nada y yo me tragué la risa como si me hubiera tragado un chicle por accidente.
– Sólo puedo decirle que es demasiado figurativo. El personaje está perfectamente dibujado, con colores muy vivos y sombras y degradados que le proporcionan volumen. La barba lo sitúa claramente en Europa o Asia y, por todo esto, no debe de ser anterior al siglo XIV. Seguramente formará parte de una representación mucho más grande, ya que los bordes recortan lo que parece un paisaje de piedras y ramas. Lo único que me resulta vagamente familiar es ese sombrero rojo, que podría parecerse a los típicos gorros collas que cubrían los cráneos deformes. Fíjese en aquellos ídolos -me pidió, señalando las estatuillas tocadas con cubiletes-. Si lo desea, también puede examinarlos con más detalle en la obra de Guamán Poma de Ayala, Nueva crónica y buen gobierno. Su hermano debe de tener un ejemplar.
– Sí, en efecto -dije mientras recogía al hombrecillo con una mano y, con la otra, le entregaba la fotocopia de la cara cuadrangular con rayos solares.
– Tiwanacu -repitió nada más echar una ojeada y, de nuevo, el gesto de su cara volvió a torcerse y su voz, tan peculiar, adoptó un timbre oscuro-. Inti Punku, la Puerta del Sol. Durante siglos se pensó que esta figura, que corona la pieza, era una representación del dios Viracocha. Los descubrimientos de Wari han hecho tambalear esta hipótesis y ahora prefiere hablarse de un desconocido Dios de los Báculos adorado por ambas culturas.
– Con razón me resultaba tan familiar -comenté yo, inclinándome ligeramente sobre la mesa para contemplar la imagen invertida-. La Puerta del Sol. Es muy famosa.
Se puso en pie como si alguna idea importante le rondara la cabeza y se acercó a una de las estanterías de la que extrajo un libro de gran tamaño que colocó sobre la mesa, delante de mí. Era un volumen de fotografías, uno de esos que apenas tienen texto, en cuyas páginas abiertas, nada más apartarse ella, divisé, a la izquierda, la reproducción de un bloque de piedra con un vano a modo de puerta en cuya parte superior se veían, labradas, tres bandas horizontales partidas por una figura central de gran tamaño cuya cara era, sin posibilidad de error, la que Daniel había ampliado en la fotocopia. En la página de la derecha podía verse, con todo detalle, la misma figura mucho más grande, de manera que no sólo reconocí su cara sino también, inesperadamente, lo que había debajo de sus pies -si por pies podía entenderse un par de pequeños muñones que le salían de la cintura-, y lo que había no era otra cosa que la pirámide escalonada de tres pisos dibujada con rotulador rojo por mi hermano. ¿Por qué Daniel había ampliado, concretamente, la cabeza y delineado en rojo el suelo del Dios de los Báculos?
– Eso es la Puerta del Sol, que en quechua se llama Inti Punku y en aymara Mallku Punku, o Puerta del Cacique -me explicó. Yo no la estaba observando en ese momento y, por lo tanto, no podía ver su expresión, sin embargo, su voz seguía llenándose de tonalidades sombrías cargadas de enojo, lo que me obligó a levantar los ojos del libro para descubrir con sorpresa que tenía la cara tan imperturbable como una estatua y que sólo sus manos estaban contraídas por la tensión-. Es el monumento más famoso de las ruinas de Tiwanacu. Está fabricado con un bloque monolítico de roca volcánica de más de trece toneladas de peso que mide unos tres metros de alto por cuatro de largo y cincuenta centímetros de grosor. El tallado de la piedra es perfecto, preciso… Los arqueólogos y los expertos aún no se explican cómo pudo ser realizado por un pueblo que no conocía ni la rueda, ni la escritura, ni el hierro, ni, lo que es más sorprendente todavía, el número cero, tan necesario para los cálculos astronómicos y arquitectónicos.
Quizá la catedrática era una mujer dura, quizá, incluso, una arpía; seguramente Ona no se equivocaba en sus opiniones y comentarios sobre ella, pero yo hubiera añadido, además, que estaba como una cabra. En cuestión de minutos había pasado de la tirantez a la normalidad y otra vez a la tirantez sin que yo pudiera explicarme los motivos. La doctora Torrent no podía disimular un acusado carácter ciclotímico y no podía hacerlo porque, aunque controlara sus movimientos y los gestos de su cara, su voz, tan grave y peculiar, la delataba. Ése era su talón de Aquiles, la grieta que daba al traste con la muralla. Buscando una razón lógica que hubiera podido provocar su malhumor, pensé que, quizá, había prolongado excesivamente mi visita y que sería conveniente marcharme cuanto antes. En ese momento, fijó sus ojos helados en mí y, tan glacial era su mirada, que a punto estuve de emprender la huida hacia la puerta caminando humildemente de espaldas y haciendo reverencias como los cortesanos chinos al despedirse del emperador.
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