Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Adelante, señor Cornwall. Tome asiento, por favor -dijo con aquella hermosa voz que parecía corresponder a otra persona.

– Me llamo Arnau Queralt, doctora Torrent. Soy el hermano mayor de Daniel.

Si le sorprendió la diferencia de apellidos no lo manifestó, limitándose a ocupar de nuevo su sillón y a mirarme fijamente a la espera de que yo diera comienzo a la charla. Por desgracia, como buen hacker, mi bagaje de habilidades sociales -que no intelectuales ni laborales- era mínimo y mis recursos procedían exclusivamente de la determinación y la fuerza de voluntad, así que dejé la cartera en el suelo, junto a mí, y me quedé en silencio, preguntándome por dónde empezar y qué debía decir. Lo malo fue que ese silencio se prolongó durante muchísimo tiempo porque la doctora Torrent era, desde luego, una mujer dura, con una flema fuera de lo normal, capaz de permanecer impertérrita en una situación que se estaba volviendo, por segundos, más y más violenta.

– Espero no molestarla demasiado, doctora Torrent -dije, al final, cruzando las piernas.

– No se preocupe -murmuró tan tranquila-. ¿Cómo está Daniel?

Ella también pronunciaba el nombre de mi hermano poniendo el acento en la última sílaba.

– Exactamente igual que el día que enfermó -le expliqué-. No ha mejorado.

– Lo lamento.

Fue precisamente entonces, ni un segundo antes ni un segundo después, cuando descubrí que me hallaba en el despacho de una demente y, lo que era aún peor, en su arriesgada compañía. No sé por qué pero, hasta ese momento, mi atención se había centrado exclusivamente en la catedrática, sin percatarme de que había entrado en la celda psiquiátrica de una loca peligrosa. Si mi hermano tenía centenares de libros y carpetas en su pequeño despacho de casa, aquella mujer, disfrutando del doble o el triple de espacio, tenía la misma congestión literaria pero, además, en los huecos había incrustado los objetos más delirantes que se pueda imaginar: lanzas con puntas de sílex, jarras de cerámica toscamente pintadas, ollas rotas con tres patas, vasos con caras humanas de ojos saltones, extrañas esculturas de granito tanto de hombres como de animales, fragmentos de toscos tejidos coloreados colgados en la parte alta de las paredes como si fueran refinados tapices, largas hojas de cuchillos desportillados, ídolos antropomórficos con unos curiosos gorritos parecidos a los cubiletes para jugar a los dados, y, por si faltaba algo, sobre una peana, en un rincón, una pequeña momia reseca, encogida sobre sí misma, que miraba hacia el techo con un gesto descompuesto y un grito inacabado. De haber podido, yo hubiera hecho lo mismo que ella porque, además, colgando de invisibles hilos de nailon, a media altura del cuarto se balanceaban un par de hermosas calaveras -¡de cráneo alargado!- movidas por los torbellinos del aire acondicionado.

Supongo que debí de dar un buen respingo en el asiento porque a la catedrática, a modo de carcajada, se le escapó de golpe el aire por la nariz y esbozó el leve rictus de una sonrisa. ¿Acaso la Conselleria de Sanitat no tenía una rigurosa legislación sobre el enterramiento obligatorio de cadáveres o, en todo caso, sobre su conservación en los museos…?

– ¿De qué quería usted hablar conmigo? -preguntó, recuperada ya la compostura, como si no hubiera todo un cementerio a nuestro alrededor.

A punto estuve de no poder pronunciar ni una palabra, pero adiviné que aquella extraña decoración formaba parte de un juego privado en el que sólo ella se divertía y controlé de tal modo mis gestos y mi voz que, al menos por esa vez, no obtuvo su trofeo.

– Es muy sencillo -dije-. No sé si lo sabe, pero mi hermano sufre dos patologías llamadas agnosia e ilusión de Cotard. La primera, no le permite reconocer a nadie ni a nada y la segunda le hace creer que está muerto.

Sus ojos se abrieron enormemente, incapaces de disimular la sorpresa, y yo pensé que aquel tanto era mío.

– ¡Caramba! -murmuró, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que oía-. No…, no lo sabía… no sabía nada de todo esto. -La noticia la había afectado bastante, así que deduje que debía de apreciar un poco a mi hermano-. Desde secretaría de la facultad me informaron de que ya teníamos la baja médica pero… no me leyeron los diagnósticos y Mariona tampoco me dio muchos detalles.

Al hablar, la doctora dejó ver una blanquísima hilera de dientes irregulares.

– No parece responder a los medicamentos, aunque ayer empezaron a administrarle un tratamiento distinto y aún no sabemos qué pasará. Hoy, desde luego, tampoco ha habido cambios.

– Lo siento muchísimo, señor Queralt. -Y parecía sentirlo de veras.

– Sí, bueno… -Mientras con la mano derecha recogía la cartera del suelo, con la izquierda me retiré el pelo de la cara, echándolo hacia atrás-. La cuestión es que Daniel delira. Pasa el día y la noche pronunciando palabras extrañas y hablando de cosas raras.

No movió ni un solo músculo de la cara. Ni siquiera parpadeó.

– El psiquiatra que le está llevando, el doctor Diego Hernández, de La Custodia, y el neurólogo, Miquel Llor, no se explican muy bien el origen de esos delirios y suponen que pueden tener alguna relación con su trabajo.

– ¿Mariona no les ha contado…?

– Sí. Mi cuñada nos ha explicado, más o menos, en qué consistía la investigación que Daniel estaba haciendo para usted.

Permaneció impertérrita, aceptando glacialmente aquella imputación. Yo continué:

– No obstante, los médicos piensan que podría tratarse de algo más que de la presión sufrida por un exceso de trabajo. Sus delirios en un extraño lenguaje…

– Quechua, sin duda.

– …así parecen confirmarlo -proseguí-. Quizá había algo, algún aspecto determinado de la investigación que le preocupaba, alguna circunstancia que, por decirlo de algún modo, terminó por cortocircuitarle el cerebro. Los doctores Llor y Hernández nos han pedido que averigüemos si había tenido problemas, si había encontrado alguna dificultad específica que hubiera podido afectarle demasiado.

Desde que había decidido concertar aquella entrevista, la posibilidad de compartir con la catedrática mis verdaderos (y seguía pensando que también ridículos) temores había quedado excluida, de modo que monté una coartada relativamente verosímil en la que, a la fuerza, tenía que involucrar a los médicos.

– No sé cómo podría yo ayudarles en eso -declaró ella con tono neutro-. Desconozco esos detalles que me pide. Su hermano me informaba muy de tanto en tanto. Estoy por decirle que durante el último mes no vino a verme ni una sola vez. Si lo desea, podría confirmárselo consultando mi agenda.

Aquel pequeño detalle todavía resaltaba más el secretismo llevado por Daniel.

– No, no es necesario -rehusé abriendo la cartera y extrayendo algunos de los documentos que había encontrado en el despacho de mi hermano-. Sólo necesito que me oriente un poco respecto a este material que he traído.

Una corriente eléctrica atravesó repentinamente la habitación. Sin levantar la cabeza pude percibir que la catedrática se había envarado en el asiento y que una chispa de agresividad salía despedida de su cuerpo.

– ¿Esos papeles son parte de la investigación que realizaba su hermano? -preguntó con un timbre afilado que me encogió el estómago.

– Bueno, verá -manifesté sin alterarme y manteniendo el pulso firme mientras sujetaba aquellas copias frente a ella-, he tenido que estudiar a fondo el trabajo de Daniel durante esta semana para intentar responder a las preguntas que nos han hecho los médicos.

La catedrática estaba tensa como la cuerda de un violín y pensé que no tardaría en coger uno de aquellos cuchillos de las estanterías para extraerme el corazón y comérselo aún caliente. Creo que todas las desconfianzas y traiciones posibles pasaron por su cabeza a la velocidad del rayo. Aquella mujer llevaba, bien visibles, los estigmas de la infelicidad.

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