Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Discúlpeme un momento, señor Queralt -dijo poniéndose en pie y saliendo de detrás de su mesa-. Vuelvo en seguida. Por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba?

– Arnau Queralt -repuse, siguiéndola con la mirada.

– ¿A qué se dedica usted, señor Queralt?

– Soy empresario.

– ¿Y qué hace su empresa? ¿Fabrica algo? -preguntó ya desde la puerta, a punto de dejarme solo con todos aquellos muertos.

– Podría decirse así. Vendemos seguridad informática y desarrollamos proyectos de inteligencia artificial para motores de internet.

Dejó escapar un «¡Oh, ya veo!» muy falso y salió precipitadamente, dando un pequeño portazo. Casi podía escucharla a través de las paredes: «¿Quién demonios es este tipo? ¿Alguien sabe si Daniel tiene, de verdad, algún hermano con diferente apellido que se dedica a la informática?», y no debí de equivocarme mucho en mis suposiciones porque un murmullo de voces y risas atravesó los frágiles muros y, aunque no conseguí entender las palabras, el tono de la charla unido a los temores de la catedrática y, sobre todo, a la forma como me miraba cuando volvió (examinando mis rasgos uno por uno para comprobar el parecido), certificaron mis sospechas. No podía acusarla de ser excesivamente suspicaz: los papeles que yo traía en la cartera formaban parte de su propio trabajo de investigación, un trabajo de gran repercusión académica según Ona, y, a fin de cuentas, yo era un completo desconocido que venía haciendo preguntas sobre algo que, en principio, no me importaba en absoluto.

– Lamento la interrupción, señor Queralt -se disculpó con el aplomo recobrado, mientras tomaba asiento de nuevo sin quitarme los ojos de la cara.

– No pasa nada -rechacé con una amable sonrisa-. Como le decía, sólo necesito que me dé algunas indicaciones. Pero antes, déjeme tranquilizarla: no quisiera que se preocupara pensando que voy a utilizar inadecuadamente este material. Lo único que quiero es ayudar a mi hermano. Si todo esto vale para algo, pues muy bien; si no es así, al menos habré aprendido un par de cosas interesantes.

– No estaba preocupada.

¡Ya! Y yo no me llamaba Arnau.

– ¿Puedo, entonces, mostrarle algunas imágenes?

– Naturalmente.

– Antes de nada, ¿podría explicarme por qué las calaveras que ha puesto en el techo tienen esa forma puntiaguda?

– ¡Ah, se ha fijado! La mayoría de la gente, después de descubrirlas, no vuelve a levantar la vista y procura salir de mi despacho lo antes posible -sonrió-. Sólo por eso ya valen su peso en oro aunque, en realidad, forman parte del material didáctico del departamento, como esa momia de ahí -y la señaló con la mirada-, pero a mí me sirven de perfecto repelente para moscas y mosquitos.

– ¿En serio? -inquirí asombrado. Ella me miró con incredulidad.

– ¡No, hombre, no! ¡Era una forma de hablar! Por moscas y mosquitos quería decir visitas desagradables y estudiantes pesados.

– ¡Ah, algo así como yo!

Sonrió de nuevo sin decir absolutamente nada. Había quedado bastante claro. Levanté la vista otra vez para examinar las calaveras y repetí mi pregunta. Tras un leve suspiro de resignación, abrió uno de los cajones de su mesa y sacó un paquete de cigarrillos y un mechero. Sobre la mesa tenía un pequeño cenicero de cartón aluminado con la marca de una conocida cadena de cafeterías, lo que indicaba que su vicio de fumar era clandestino, algo cuyas pruebas debían poder hacerse desaparecer rápidamente. Además del miserable cenicero, tenía también algunas carpetas y los papeles que estaba examinando a mi llegada. El único objeto personal era un marco de plata de mediano tamaño cuya foto sólo ella podía contemplar. ¿Dónde tendría el ordenador? Ya no era concebible una oficina sin él y, menos aún, el despacho de una autoridad de departamento universitario. Aquella mujer era tan rara como un cable coaxial en un silbato.

– ¿Fuma?

– No. Pero no me molesta el humo.

– Estupendo -estaba seguro de que le hubiera dado lo mismo que me molestara; aquél era su despacho-. ¿Su interés por las calaveras tiene algo que ver con lo que trae en la cartera?

– Sí.

Asintió suavemente, como asimilando mi respuesta, y, luego, declaró:

– Muy bien, veamos… La deformación del cráneo era una costumbre de ciertos grupos étnicos del Imperio inca, que la utilizaban para distinguir a las clases altas del resto de la sociedad. La deformación se conseguía aplicando unas tablillas a las cabezas de los bebés, sujetándolas fuertemente con cuerdas hasta que los huesos adoptaban la apariencia deseada.

– ¿Qué grupos étnicos tenían estas prácticas?

– Oh, bueno, en realidad, se trata de una costumbre anterior a los incas. Los primeros cráneos deformados de los que se tiene constancia han sido encontrados en los yacimientos arqueológicos de Tiwanacu, en Bolivia. -Se detuvo un instante y me miró, dudosa-. Discúlpeme, no sé si ha oído hablar de Tiwanacu…

– No había oído casi nada hasta hace unos pocos días -le aseguré, descruzando y cruzando de nuevo las piernas en sentido contrario-, pero últimamente creo que no hablo o leo sobre otra cosa.

– Ya me imagino… -exhaló el humo del cigarrillo y se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo, con las manos colgando de los extremos de los brazos del sillón-. Bueno, Tiwanacu es la cultura más antigua de Sudamérica y su centro político-religioso estaba en la ciudad del mismo nombre, situada en las proximidades del lago Titicaca, hoy dividido en dos por la frontera entre Bolivia y Perú.

De las aguas del lago Titicaca, recordé, había surgido Viracocha, el dios de los incas, para crear a la humanidad y ésta, a su vez, había construido Tiwanacu. Pero también había visto otro lago -¿otro lago o el mismo lago?- en el mapa dibujado por Sarmiento de Gamboa, aquel del «Camino de yndios Yatiris. Dos mezes por tierra». Más tarde volvería sobre eso. Ahora debía terminar con los cráneos y las cabezas.

– Me estaba contando usted -evoqué para que retomara el hilo- que los habitantes de Tiwanacu fueron los primeros en deformar las cabezas de los recién nacidos para distinguir unas clases sociales de otras.

– Cierto. Otras culturas también lo hicieron, pero fue por imitación y nunca de la misma manera. En Wari, por ejemplo, se aplastaban la nuca, y en la costa oriental del Titicaca se hundían la frente, haciendo sobresalir las sienes.

– ¿Wari…? ¿Qué es Wari? -pregunté.

Sé que estuvo a punto de mandarme a tomar vientos porque, para ella, dar una clase de párvulos era inapropiado y, además, aburrido. Podía comprenderla. Era como si a mí me preguntaran cómo cerrar las ventanas de Windows.

– El Imperio wari fue el gran enemigo del Imperio de Tiwanacu -repitió con voz de haberlo explicado mil veces-. Se cree que Tiwanacu comenzó en torno al año 200 antes de nuestra era con algunos primitivos asentamientos de una cultura llamada Pukará, un pueblo del que lo desconocemos casi todo, incluso si realmente fundó Tiwanacu, hipótesis que, por cierto, cada día se vuelve más improbable… En fin, nueve siglos más tarde, esos asentamientos alcanzaron la condición de imperio. Wari apareció más tarde, en el valle de Ayacucho, al norte, y, por razones desconocidas, se enfrentó a Tiwanacu, que parece haber sido una cultura de carácter eminentemente religioso, dominada por alguna clase de casta sacerdotal. Lo cierto es que de Wari sabemos poco. Los incas jamás los mencionaron. Por cierto, no sé si sabe que llamar incas a todos los habitantes del imperio es un error, los Incas eran los reyes y se consideraban descendientes de una estirpe divina originaria de Tiwanacu.

– Sí, sabía todo eso. De modo -recapitulé-, que las clases privilegiadas de las culturas andinas anteriores a los incas se deformaban el cráneo de una manera u otra para emular a los tiwanacotas, que eran una especie de árbitros de la elegancia, pero no me ha dicho la procedencia de estos cráneos cónicos. -Y señalé con el índice hacia el techo-. ¿Son de Tiwanacu?

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