Empecé, obviamente, por la Nueva crónica y buen gobierno escrita por el tal Felipe Guamán Poma de Ayala a principios del siglo XVII. Sentí que el alma se me caía a los pies al encararme con los tres volúmenes que formaban la inmensa obra de aquel indio de la nobleza peruana que creyó poder conmover el alma piadosa y cristiana del rey Felipe III de España contándole la verdad de lo que estaba pasando en el viejo Imperio inca desde los primeros años de la conquista. Eso, al menos, era lo que refería la introducción, además del azaroso peregrinaje del manuscrito hasta que fue descubierto en Copenhague a principios del siglo XX. Di un par de sorbos desesperanzados a mi botella de agua, y eché una rápida mirada a las hojas de notas que mi hermano había dejado, plegadas, entre las páginas del primer libro. Por fortuna, Daniel había escrito aquellos borradores con el ordenador -imprimiéndolos, por detrás, en papel usado de la Divisió d'Antropologia Social-, salvándome así de uno de los dos principales escollos con los que temía enfrentarme: descifrar su letra y enterarme del contenido. En cuanto empecé a leer, me abstraje de todo cuanto me rodeaba y, sin darme cuenta, en ese mismo instante dejé de caminar a ciegas y empecé a recorrer, pisando las huellas de Daniel, la senda que él había explorado en solitario apenas unos meses atrás.
Por lo visto, desde el preciso momento en que Colón descubrió América en 1492 a los reyes españoles se les planteó un dilema jurídico sorprendente: debían justificar la necesidad de la conquista y de la posterior colonización de América porque, en cualquier otro caso, la legislación de la época (como la de ahora) no permitía que un Estado arrasara y usurpara por las buenas lo que no le correspondía. Había algo llamado Ley Natural que amparaba el derecho de cada pueblo a la soberanía sobre sus tierras. De modo que los doctísimos letrados castellanos del siglo XVI tuvieron que devanarse los sesos para encontrar torpes excusas y motivos sin fundamento que permitieran afirmar incuestionablemente que las Indias Occidentales no pertenecían a nadie cuando Colón arribó a sus costas porque los indígenas allí encontrados ni eran legítimos ni tenían reyes verdaderos que pudieran certificar la propiedad natural del territorio. A tal efecto, en 1570, el nuevo virrey del Perú, don Francisco de Toledo, cumpliendo un mandato de Felipe II, ordenó una Visita General a todo el territorio del Virreinato con el fin de elaborar unas Informaciones en las que se demostrara que los incas habían robado la tierra a unos desdichados, incultos y salvajes indígenas que, desde entonces, habían malvivido bajo su tiranía, lo que justificaba «legalmente» la apropiación del Imperio incaico por la corona española. Esto, por supuesto, dio lugar a numerosos desmanes, a la falsificación de datos y a la deformación de la historia que los visitadores recogían de boca de los, en realidad, civilizados, bien alimentados y, en su mayoría, felices pobladores del imperio que, de entrada, desconocían el dinero porque no les hacía falta, tenían reservas de alimentos para más de seis meses en todos los pueblos y no establecían grandes diferencias sociales entre hombres y mujeres, aunque cada uno realizara tareas distintas.
Mis ojos se detuvieron, de improviso, en una frase curiosa: «En la Visita General ordenada por el Virrey, actuaba como historiador y Alférez General un tal Pedro Sarmiento de Gamboa, quien, durante cinco años, viajó exhaustivamente por el Perú colonial recogiendo, de los indígenas más ancianos de cada lugar, datos sociales, geográficos, históricos y económicos.» ¿Pedro Sarmiento de Gamboa…? ¿El mismo Pedro Sarmiento de Gamboa del «Camino de yndios Yatiris. Dos mezes por tierra»…? Me sentí tan eufórico que no pude evitar ponerme en pie y mover un poco el esqueleto al son de una samba inexistente y silenciosa. ¡Tenía una pieza del rompecabezas! Las cosas empezaban a encajar. Era una satisfacción pírrica, pero era más de lo que tenía antes.
Dejándome llevar por la intuición, hice una búsqueda rápida en la red sobre el tal Pedro Sarmiento y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que aquel tipo había sido alguien muy importante en el siglo XVI, una figura destacada que, según el contenido de la página por la que pasara, aparecía como navegante, cosmógrafo, matemático, militar, historiador, poeta y estudioso de las lenguas clásicas. No sólo había explorado el Pacífico y descubierto más de treinta islas, entre ellas las Salomón, sino que fue el primer gobernador de las provincias del Estrecho de Magallanes, participó en las guerras contra los incas rebeldes, realizó la Visita General al Virreinato de Perú, inventó un instrumento de navegación llamado ballestrilla que servía para calcular, de una manera aproximada, la longitud (un dato desconocido en su época), escribió una Historia Incaica, y, además, fue raptado por el pirata Richard Grenville y conducido a Inglaterra, donde hizo amistad con sir Walter Raleigh y la reina Isabel, con la que se comunicaba en un perfecto latín. Pero, por si algo le faltaba a un personaje como éste, en dos ocasiones tuvo que vérselas con la Santa Inquisición, que estaba dispuesta a quemarlo vivo en cualquier plaza pública de Lima (llamada entonces Ciudad de los Reyes) por brujo y astrólogo aunque, concretando un poco más, por la fabricación de unos anillos de oro que atraían la buena suerte. Acusado de nigromancia y de «prácticas mágicas con instrumentos», tuvo que escapar a uña de caballo y refugiarse en Cuzco y, diez años más tarde, exactamente por los mismos cargos (con la diferencia de que, esta vez, se trataba de una tinta capaz de provocar el amor o cualquier otro sentimiento en quien leyera lo que con ella se escribía), acabó en las cárceles secretas del Santo Oficio.
Pues bien, había llegado al punto de poder explicar el mapa que Daniel había fotocopiado o, al menos, de poder situarlo históricamente con bastante precisión porque Pedro Sarmiento de Gamboa acabó la Visita General en 1575, cinco años después de iniciada, y se desplazó (o fue llevado) a la Ciudad de los Reyes, donde, a principios de ese mismo año fue juzgado por la Inquisición y encarcelado en julio. Sarmiento afirmaba haber terminado el mapa del «Camino de yndios Yatiris» el veintidós de febrero y, según un documento del Tribunal de la Santa Inquisición de Lima (8), en el inventario de objetos incautados a Sarmiento el treinta de julio por el alguacil del Santo Oficio don Alonso de Aliaga, aparecían «tres lienços pintados de lugares de yndios y tierras».
(8) Historia del tribunal de la Inquisición de Lima: 1569-1820. Tomo II, Apéndice documental del historiador peruano Carlos A. Mackehenie (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Universidad de Alicante).
Según las crípticas notas de mi hermano, aquellos lienços salieron hacia España muchos años después junto con otros objetos y documentos de Sarmiento de Gamboa y permanecieron en el Archivo de Indias de Sevilla durante casi un siglo, reapareciendo brevemente en la Casa de Contratación de esta misma ciudad antes de culminar su viaje, vaya usted a saber por qué, en el Depósito Hidrográfico de Madrid, donde, al parecer, se encontraban en aquel momento y donde, deduje, los había descubierto Daniel.
Sólo me faltaba adivinar cuál era el lago del que partía el «Camino de yndios Yatiris», pero eso fue lo más fácil de todo cuanto había llevado a cabo aquella madrugada porque me bastó con buscar en la red un mapa del altiplano boliviano para descubrir que los perfiles del Titicaca se correspondían exactamente con los dibujados por Sarmiento de Gamboa y que la gran ciudad que él había trazado al sur se ajustaba como un clavo a la ubicación de las ruinas de Tiwanacu. Lo que ya no quedaba tan claro era el recorrido del camino que, partiendo de allí, descendía los cuatro mil y pico metros de altitud a que se encontraba la ciudad para internarse en la selva, corriendo paralelo al curso de un río sin nombre que no pude identificar en el mapa de mi pantalla debido a la complejidad de afluentes que, como en el sistema circulatorio de un cuerpo humano, se tejían, trenzaban y entrecruzaban hasta formar un amasijo de hebras de agua imposibles de separar. El dibujo quedaba bruscamente interrumpido por la rasgadura de lo que, en un principio, yo había tomado por una sábana de bordes deshilachados así que, en realidad, tampoco era posible saber adónde conducía aquel camino de pisadas de hormiga que se internaba en el Amazonas. En cualquier caso, daba lo mismo porque no era significativo para mi búsqueda; lo significativo ya lo había encontrado y era el hecho de que, durante aquellos cinco años que Pedro Sarmiento de Gamboa estuvo recorriendo Perú para escribir las Informaciones de la Visita General, se encontró con los yatiris en Tiwanacu y dibujó un mapa que mi hermano había considerado importante y, nada más terminar el mapa, la Inquisición lo encerró por elaborar una tinta mágica. De nuevo tropezaba con la magia de las palabras, el Supercalifragilisticoespialidoso que tanto le gustaba a Proxi.
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