Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– Papá y Giuseppe han muerto.

– ¿Qué papá y Giuseppe han muerto? -pude articular, al fin-. Pero ¿qué estás diciendo, Agueda?

– Sí, Ottavia -mi hermana había empezado a llorar quedamente-. Los dos han muerto.

– ¡Dios mio! -balbucí-. ¿Qué ha pasado?

– Un accidente. Un terrible accidente. Su coche se salió de la carretera y…

– Tranquilízate, por favor -le dije a mi hermana-. No llores delante de los niños.

– No están aquí -gimió-. Antonio se los ha llevado a casa de sus padres. Mamá quiere que vayamos todos a la finca.

– ¿Y mamá? ¿Cómo está mamá?

– Ya sabes lo fuerte que es… -resumió Agueda-. Pero tengo miedo por ella.

– ¿Y Rosalia? ¿Y los hijos de Giuseppe?

– No sé nada, Ottavia. Están todos en la finca. Yo me voy para allá ahora mismo.

– Yo también. Cógeré el ferry de esta noche.

– No -me reprendió mi hermana-, no cojas el ferry. Coge un avión. Yo le diré a Giacoma que mande algunos hombres al aeropuerto para recogerte.

Pasamos toda la noche velando y rezando el rosario en el salón del primer piso, a la luz de unos cirios dispuestos, a nuestro alrededor, sobre las mesas y la chimenea. Los cadáveres de mi padre y de mi hermano continuaban en las dependencias forenses de Palermo, aunque el juez le había asegurado a mi madre que, a primera hora de la mañana, nos harían entrega de los cuerpos para proceder a su inhumación en el cementerio de la villa. Mis hermanos Cesare, Pierluigi y Salvatore, que volvieron al amanecer del depósito, nos dijeron que estaban muy desfigurados por el accidente y que no sería conveniente exponerlos con las cajas abiertas en la capilla ardiente. Mi madre llamó a una funeraria -que, al parecer, era nuestra-, para que los maquilladores recompusieran los cadáveres todo lo posible antes de traerlos a casa.

Mi cuñada Rosalia, la mujer de Giuseppe, estaba destrozada. Sus hijos la rodeaban y la atendían, desconsolados, temiendo que pudiera pasarle algo, pues no paraba de llorar y de mirar el vacío con los ojos desorbitados de una demente. Mis hermanas, Giacoma, Lucia y Agueda, acompañaban a mi madre, que dirigía el rosario con el ceño fruncido y la cara convertida en una máscara de cera. Mis otras cuñadas, Letizia y Livia, atendían las numerosas visitas de familiares que, a pesar de las horas, acudían a nuestra casa para dar el pésame y para sumarse a los rezos.

¿Y yo…? Bueno, yo paseaba por el caserón, subiendo y bajando escaleras como si no pudiera quedarme quieta, con el corazón dolorido. Cuando llegaba a la azotea, me asomaba para mirar el cielo por la ventana del altillo y, luego, daba media vuelta y volvía a bajar hasta el recibidor, acariciando con la palma de la mano la barandilla, de madera suave y brillante, por la que nos habíamos deslizado todos cuando éramos pequeños. Mi mente permanecía ocupada rescatando lejanos recuerdos de mi infancia, recuerdos de mi padre y de mi hermano. No cesaba de repetirme que mi padre había sido un buen padre, un padre inmejorable, y que mi hermano Giuseppe, a pesar de haber adquirido con los años un carácter huraño, había sido un buen hermano, un hermano que, cuando yo era pequeña, me hacía cosquillas y me escondía los juguetes para hacerme rabiar. Los dos se habían pasado la vida trabajando, manteniendo y agrandando un patrimonio familiar del que se sentían profundamente orgullosos. Esos eran mi padre y mi hermano. Y estaban muertos.

Los pésames y los llantos siguieron sucediéndose al día siguiente. Todo era tristeza y dolor en Villa Salina. Decenas de vehículos campaban aparcados por el jardín, cientos de personas estrecharon mi mano, besaron mi cara y me abrazaron. No faltó nadie, a excepción de las hermanas Sciarra, y eso me dolió mucho, porque Concetta Sciarra había sido mi mejor amiga durante años. De Doria, la pequeña, no digo que no lo hubiese esperado -lo último que había sabido de ella era que había abandonado Sicilia nada más cumplir los veinte años, y que, dando tumbos por aquí y por allá, tras acabar la carrera de historia en no sé qué país extranjero, trabajaba ahora como secretaria en una embajada remota-, pero ¿de Concetta? De Concetta, no. Ella quería mucho a mi padre, igual que yo apreciaba al suyo, y, a pesar de los problemas de negocios que pudiera tener con nosotros, yo no hubiera dudado de su asistencia ni aunque me lo hubieran jurado.

El sepelio tuvo lugar el domingo por la mañana, porque Pierantonio no pudo llegar desde Jerusalén hasta bien avanzada la noche del sábado y mi madre estaba empeñada en que fuera el quien celebrara el oficio de difuntos y la misa previa al entierro. No recuerdo mucho de lo que pasó hasta la llegada de Pierantonio. Sé que mi hermano y yo nos abrazamos estrechamente, pero, a continuación, se lo llevaron de mi lado y tuvo que sufrir los besamanos y las reverencias propias de su cargo y de las circunstancias. Luego, cuando le dejaron en paz y tras comer algo, se encerró con mi madre en una de las habitaciones y yo ya no les vi salir porque me quedé dormida en el sofá en el que estaba sentada rezando.

El domingo por la mañana, muy temprano, mientras nos arreglábamos para acudir a la iglesia de casa, donde iban a tener lugar los funerales, recibí una inesperada llamada del capitán Glauser-Róist. Mientras acudía al teléfono más cercano, me preguntaba, molesta, por qué me llamaba a esas horas y en un momento tan inconveniente: me había despedido de él antes de salir de Roma y le había contado lo ocurrido, de modo que su llamada me pareció una falta de respeto y una torpeza lamentable. Naturalmente, así las cosas, no estaba yo para andarme con cortesías.

– ¿Es usted, doctora Salina? -preguntó al oír mi breve y seco saludo.

– Por supuesto que soy yo, capitán.

– Doctora -repuso, ignorando mi desagradable tono de voz-, el profesor Boswell y yo estamos aquí, en Sicilia.

Si me hubieran pinchado, no me habrían sacado ni gota de sangre.

– ¿Aquí? -inquirí, atónita-. ¿Aquí, en Palermo?

– Bueno, estamos en el aeropuerto de Punta Raisi, a unos treinta kilómetros de la ciudad. El profesor Boswell ha ido a alquilar un coche.

– ¿Y qué hacen aquí? Porque, si han venido al funeral de mi padre y de mi hermano, es un poco tarde. No llegarán a tiempo.

Me sentía incómoda. Por un lado, agradecía su buena voluntad y su deseo de acompañarme en un momento tan triste; por otro, me parecía que su gesto era un poco desmesurado y que estaba fuera de lugar.

– No queremos molestarla, doctora -se oía, por encima del vozarrón de Glauser-Róist, el bullicio de los altavoces del aeropuerto, llamando a embarcar a los pasajeros de varios vuelos-. Esperaremos a que terminen los funerales. ¿A qué hora calcula usted que podrá encontrarse con nosotros?

Mi hermana Agueda se puso delante de mí y me señaló insistentemente su reloj de pulsera.

– No lo sé, capitán. Ya sabe usted como son estas cosas… Quizá a mediodía.

– ¿No podría ser antes?

– ¡Pues no, capitán, no puede ser antes! -repliqué, bastante enfadada-. ¡Mi padre y mi hermano han muerto, por si no lo recuerda, y estamos de funeral!

Me pareció verle al otro lado del hilo telefónico, armándose de paciencia y resoplando.

– Verá, doctora, es que hemos encontrado la entrada al Purgatorio. Y está aquí, en Sicilia. En Siracusa.

Me quedé sin respiración. Habíamos encontrado la entrada.

No quise ver a mi padre ni a mi hermano cuando abrieron las cajas para que nos despidiéramos. Mi madre, llena de entereza, se acercó a los ataúdes y se inclinó, primero, sobre el de mi padre, al que dio un beso en la frente, y, luego, sobre el de mi hermano, al que también intentó besar, pero entonces se derrumbó. La vi tambalearse y apoyar la mano firmemente en el borde de la caja, aferrándose con la otra a la empuñadura del bastón. Giacoma y Cesare, que estaban detrás, se abalanzaron hacia ella para sujetarla, pero con un gesto fulminante los despidió. Doblegó la cabeza y se echó a llorar en silencio. Yo nunca había visto llorar a mi madre. Ni yo, ni nadie, y creo que eso nos dolió más que todo lo que estaba sucediendo. Desconcertados, nos mirábamos unos a otros sin saber qué hacer. Agueda y Lucia también se echaron a llorar y todos, ellas y yo incluidas, hicimos el gesto contenido de dar un paso hacia mi madre para sostenerla y consolarla. Sin embargo, el único que de verdad llegó hasta ella fue Pierantonio, quien, corriendo desde detrás del altar y bajando precipitadamente los escalones, la rodeó por los hombros y le secó las lágrimas con su propia mano. Ella se dejó confortar, como una niña, pero todos supimos que aquel día se había producido una inflexión, una fisura irreparable que había iniciado algún tipo de cuenta atrás y que no se recuperaría nunca de aquellas muertes.

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