Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¿Cómo es posible? -me alarmé.

– Mucha gente conoce ya el asunto en todo el mundo. Alguien ha hablado más de lo debido. Hemos conseguido pararlo en el último minuto, pero no sabemos por cuánto tiempo.

Farag se pinzaba el labio inferior, meditabundo.

– Creo que vuestro Papa se equivoca -dijo al fin-. No entiendo que pretenda amenazarnos con otro equipo de investigación. ¿Imagina que así trabajaremos más? A mí no me molestaría compartir con otros lo que sabemos. Cuatro ojos ven más que dos, ¿no es cierto? O vuestro Pontífice está muy disgustado, o nos trata como a niños pequeños.

– Está muy disgustado -le aclaró la Roca-. Así que volvamos al trabajo.

En menos de media hora estábamos en el sótano del Hipogeo, sentados los tres en torno a mi mesa. El capitán propuso empezar con una lectura completa e individual de la Divina Comedia, tomando notas de todo cuanto nos llamara la atención y reuniéndonos al final del día para poner en común nuestras apreciaciones. Farag discutió la idea, argumentando que la única parte que nos interesaba era la segunda, el Purgatorio, y que las otras dos, el Infierno y el Paraíso, debíamos examinarlas de pasada, sin perder tiempo, concentrándonos de manera suMaría en lo importante. Viendo el cielo abierto ante mí, adopté una actitud más tajante todavía: con el corazón en la mano, admití que odiaba a muerte la Divina Comedia, que, en el colegio, mis profesoras de literatura me habían hecho aborrecerla y que me sentía incapaz de leer ese mamotreto, de modo que lo mejor que podíamos hacer era ir directamente al grano y saltarnos todo lo demás.

– Pero, Ottavia -protestó Farag-, podemos dejar escapar inadvertidamente un montón de detalles importantes.

– En absoluto -afirmé con rotundidad-. ¿Para qué tenemos con nosotros al capitán? A él no sólo le apasiona este libro sino que, además, conoce la obra y al autor como si fueran de su familia. Que el capitán haga una lectura completa mientras nosotros trabajamos sobre el Purgatorio.

Glauser-Róist frunció los labios pero no dijo nada. Se le notaba bastante disgustado.

De ese modo empezamos a trabajar. Esa misma tarde, la Secretaría General de la Biblioteca Vaticana nos proporcionó dos ejemplares más de la Divina Comedia y yo afilé mis lápices y preparé mis libretas de notas, dispuesta a enfrentarme, por primera vez después de veinte años -o más-, con lo que consideraba el tostón literario más grande de la historia humana. Creo que no dramatizo en exceso si digo que se me abrían las carnes sólo de pensar en echar un vistazo a aquel librillo que, mostrando en la cubierta el enflaquecido y aguileño perfil de Dante, descansaba amenazador sobre mi mesa. No es que no pudiera leer el magnífico texto dantesco (¡cosas mucho más difíciles había leído en mi vida, volúmenes completos de tedioso contenido científico o manuscritos medievales de pesada teología patrística!), es que tenía en mi mente el recuerdo de aquellas lejanas tardes de colegio en las que nos hacían leer una y otra vez los fragmentos más conocidos de la Divina Comedia mientras nos repetían hasta la saciedad que aquello tan pesado e incomprensible era uno de los grandes orgullos de Italia.

Diez minutos después de haberme sentado afilé otra vez los lápices y, al terminar, decidí que debía ir al aseo. Volví, al poco, y ocupé de nuevo mi lugar, pero, cinco minutos más tarde los ojos se me cerraban de sueño y decidí que había llegado el momento de tomar algo, así que subí a la cafetería, pedí un café exprés y me lo bebí tranquilamente. Regresé con desgana al Hipogeo y me pareció una idea excelente ordenar en ese momento los cajones para deshacerme de esa ingente cantidad de papeles y cachivaches inútiles que se acumulan durante años en los rincones como por arte de magia. A las siete de la tarde, con el alma atravesada por la culpabilidad, recogí mis cosas y me fui al piso de la Piazza delle Vaschette (por el que hacía demasiados días que no aparecía), no sin antes despedirme de Farag y del capitán que, en los despachos contiguos al mío, leían, absortos y profundamente conmovidos, la obra magna de la literatura italiana.

Durante el corto trayecto hasta casa, me fui sermoneando severamente acerca de asuntos tales como la responsabilidad, el deber y el cumplimiento de las obligaciones adquiridas. Allí había dejado a aquellos pobres desgraciados -así los veía en aquel momento-, bregando a conciencia, mientras que yo huía despavorida como una colegiala melindrosa. Me juré a mí misma que, al día siguiente, de buena mañana, me sentaría frente a la mesa de trabajo y me pondría manos a la obra sin más zarandajas.

Cuando abrí la puerta de la casa, un fuerte olor a boloñesa atacó mi nariz. Mis jugos gástricos se despertaron rabiosos y empezaron a rugir. Ferma apareció de medio cuerpo al final del pequeño y estrecho pasillo, y me sonrió a modo de bienvenida, aunque sin ocultar un gesto de preocupación que no me pasó desapercibido.

– ¿Ottavia…? ¡Cuántos días sin saber de ti! -exclamó alborozada-. ¡Menos mal que has aparecido!

Me acerqué para husmear el agradable olorcillo que salía de la cocina.

– ¿Podría cenar un poco de esa apetitosa boloñesa que estás preparando? -pregunté, quitándome la chaqueta mientras seguía avanzando hacia la cocina.

– ¡Si sólo son unos vulgares spaghetti! -protestó con falsa humildad. Lo cierto es que Ferma cocinaba de maravilla.

– Bueno, pues necesito un plato de esos spaghetti caseros a la boloñesa.

– No te preocupes porque ahora mismo cenamos. Margherita y Valeria no tardarán mucho en volver.

– ¿Dónde han ido? -quise saber.

Ferma me miró con reproche y se detuvo en seco un par de pasos tras de mi. Me dio la impresión de que tenía el pelo más canoso cada día, como si las canas se le multiplicaran por horas o por minutos.

– Ottavia… ¿Es que no te acuerdas de lo del domingo?

El domingo, el domingo… ¿qué teníamos que hacer el domingo?

– ¡No me hagas pensar, Ferma! -me quejé, renunciando, por el momento, a la cena y dirigiéndome hacia el salón-. ¿Qué pasa el domingo?

– ¡Es el Cuarto Domingo de Pascua! -exclamó como si fuera a terminarse el mundo.

Me quedé helada, sin reacción. El domingo era la Renovación de Votos y yo lo había olvidado.

– ¡Dios mío! -susurré con un gemido.

Ferma abandonó el salón, balanceando la cabeza con pesar. No se atrevió a reprocharme nada, sabiendo que tan desgraciado descuido por mi parte se debía a ese extraño trabajo en el que estaba metida y por el cual había desaparecido de la casa y me mantenía al margen de ellas y de mi familia. Pero yo sí me recriminé. Por si algo me faltaba aquel día, Dios me castigaba con una nueva culpabilidad. Cabizbaja y sola, me olvidé de cenar por el momento y me fui directamente a la capilla, a pedir perdón por mi falta. No se trataba tanto de haber olvidado la renovación jurídica de los votos -un mero acto formal que iba a tener lugar el domingo-, como del olvido de un momento muy importante que, todos los años, desde que había profesado, había sido gozoso y pleno. Es cierto que yo era una monja un tanto atípica por lo excepcional de mi trabajo y por el trato de favor que me dispensaba mi Orden, pero nada de lo que constituía mi vida tendría el menor sentido si lo que era la base y el fundamento -mi relación con Dios- no era lo más importante para mí. Así que recé con el peso del dolor en el corazón y prometí esforzarme más en seguir a Cristo para que mi cercana Renovación de Votos fuera una nueva entrega, llena de júbilo y alegría.

Cuando oí que Margherita y Valeria entraban en casa, me santigüé y me levanté del suelo, apoyándome en los cojines en los que había estado sentada, no sin sufrir múltiples y variados dolores articulares. Quizá seria buena idea, me dije, sustituir de una vez por todas esa decoración moderna de la capilla por una más clásica, con sillas o reclinatorios, pues la vida sedentaria que estaba llevando últimamente empezaba a pasarme factura: además de las cervicales destrozadas, comenzaban a fallarme las rodillas y a dolerme después de un rato de inmovilidad. Me estaba convirtiendo, a marchas forzadas, en una vieja achacosa.

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