Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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En ese momento, llamaron a mi puerta y apareció Farag, exhibiendo una gran sonrisa.

– ¿Cómo lo llevas? -preguntó irónicamente-. ¿Has conseguido superar tus traumas infantiles?

– Pues no, no lo he conseguido -repuse, echándome hacia atrás en la silla y apoyando las gafas en las arrugas de la frente-. ¡Esta obra me sigue pareciendo un tostón insoportable!

Me miró largamente de una forma muy rara, que no conseguí identificar, y, luego, como quien despierta de un largo sueño, parpadeó y se atragantó.

– ¿Por… por dónde vas? -quiso saber, metiendo las manos en los amplios bolsillos de su vieja chaqueta.

– Por la conversación con el guardián del Purgatorio, el ángel de la espada que está sobre los escalones de colores.

– ¡Ah, magnífico! -repuso entusiasmado-. ¡Esa es una de las partes más interesantes! ¡Los tres escalones alquímicos!

– ¿Los tres escalones alquímicos? -rechacé, arrugando la nariz.

– ¡Oh, venga, Ottavia! No me digas que no sabes que esos tres escalones representan las tres fases del proceso alquímico: Albedo, Nigredo y Rubedo. La Obra en blanco u Opus Album, la Obra en negro u Opus Nigrum y… -se detuvo viendo mi cara de sorpresa y, luego, volvió a sonreír-. Te sonará de algo, ¿verdad? A lo mejor, conoces más los nombres en griego: Leucosis, Melanosis e losis.

Me quedé meditando un momento, recordando todo lo que había leído sobre alquimia en los códices medievales.

– Claro que me suena -repuse, al cabo de un rato-, pero nunca hubiera imaginado que los escalones del Purgatorio fueran eso. Si precisamente estaba recordando que simbolizaban el Sacramento de la Confesión…

– ¿El Sacramento de la Confesión? -se extrañó Farag, acercándose más a mi mesa-. Mira lo que pone aquí: el ángel guardián apoya los pies en el escalón de pórfido y está sentado sobre el umbral de la puerta, que es de diamante. Con la Obra en rojo, que es la última etapa de la alquimia, la de sublimación, se alcanza la piedra filosofal, cuyo cuerpo es de diamante, ¿no te acuerdas?

Me quedé perpleja.

– Sí, desde luego…

No salía de mi asombro. Jamás hubiera sospechado algo así. Obviamente, esta interpretación resultaba mucho más plausible que la otra, la de la Confe sión, bastante forzada por otra parte.

– ¡Veo que te he deslumbrado! -exclamó, contento-. Bueno, pues te dejo trabajar. Sigue con la lectura.

– Sí, vale. Nos vemos a la hora de comer.

– Pasaremos a recogerte.

Pero yo ya no le oía, ya no podía hacerle ningún caso. Miraba, alucinada, el texto del Purgatorio.

– ¡He dicho que Kaspar y yo pasaremos a recogerte para ir a comer! -repitió Farag desde la puerta, con una voz bastante alta-. ¿De acuerdo, Ottavia?

– Sí, sí… para ir a comer, de acuerdo.

Dante Alighieri acababa de renacer para mí bajo un nuevo aspecto y comencé a pensar que quizá la Roca había tenido razón al asegurar que la Divina Comedia era un libro iniciático. Pero, ¡Dios mio!, ¿qué relación podía tener todo aquello con los staurofílakes? Me masajee el puente de la nariz y volví a ponerme las gafas en su sitio, dispuesta a leer con mayor interés, y con otros ojos, los muchos versos que aún tenía por delante.

Farag me había interrumpido cuando Virgilio y Dante estaban frente a los escalones. Pues bien, una vez que los han subido, Virgilio le dice a su pupilo que pida humildemente al ángel que les abra el cerrojo.

A los pies santos me postré devoto;

y pedí que me abrieran compasivos,

mas antes di tres golpes en mi pecho.

Siete P, con la punta de la espada,

en mi frente escribió: «Lavar procura

estas manchas -me dijo- cuando entres.»

De debajo de sus vestiduras, que eran del color de la ceniza o de la tierra seca, el ángel saca entonces dos llaves, una de plata y otra de oro; primero con la blanca y luego con la amarilla, explica Dante, abre las cerraduras:

Cuando una de las llaves falla

y no gira en la cerradura

– dijo él-, esta puerta no se abre.

Una de ellas es más rica; pero la otra requiere

más arte e inteligencia antes de abrir

porque es la que mueve el resorte.

Pedro me las dio, y me dijo que

más bien me equivocara en abrir la puerta

que en cerrarla, mientras la gente se prosterne.

Después la empujó hacia el sagrado recinto

diciéndonos: «Entrad, mas debo advertiros

que quien mira hacia atrás vuelve a salir.»

Bueno, me dije, si aquello no era una auténtica guía para entrar en el Purgatorio, no sé qué otra cosa podía ser. A pesar de mi desconfianza, debía admitir que Glauser-Róist tenía toda la razón. O, al menos, lo parecía, porque aún nos faltaba lo principal: ¿dónde se encontraban, en realidad, el Antepurgatorio, los tres escalones alquímicos, el ángel guardián y la puerta de las dos llaves?

A mediodía, mientras caminábamos por el vestíbulo del Archivo Secreto en dirección a la cafetería, recordé que debía comunicarle a Glauser-Róist mi baja temporal en el equipo.

– El Domingo celebro mi Renovación de Votos, capitán -le expliqué-, y debo hacer retiro durante algunos días. Pero el lunes, sin falta, estaré de vuelta.

– Vamos muy mal de tiempo -masculló, enfadado-. ¿No podría tomarse sólo el sábado?

– ¿Qué es eso de la Renovación de Votos? -quiso saber Farag.

– Bueno… -respondí, azorada-. Las religiosas de la Venturosa Virgen María renovamos votos todos los años -para una monja, hablar de estas cosas era hablar de lo más privado e íntimo de su vida-. Otras órdenes hacen votos perpetuos o los renuevan cada dos o tres años. Nosotras lo hacemos todos los cuartos Domingos de Pascua.

– ¿Los votos de pobreza, castidad y obediencia? -insistió Farag.

– Estrictamente hablando, sí… -repuse, cada vez mas incomoda-. Pero no es sólo eso… Bueno, sí que es eso, pero…

– ¿Acaso entre los coptos no existen religiosos? -salió en mi defensa Glauser-Róist.

– Sí, claro que sí. Discúlpame, Ottavia. Sentía mucha curiosidad.

– No, si no importa, de verdad -añadí, conciliadora.

– Es que creía que eras monja para siempre -añadió el profesor, bastante inapropiadamente-. Está muy bien eso de la Renovación de Votos anual. De ese modo, si algún día ya no quieres seguir, puedes marcharte.

La sólida luz del sol, que entraba oblicuamente por los cristales, me cegó durante un momento. Por alguna razón, no le dije que no había ni un solo caso de abandono en toda la historia de mi orden.

¡Es tan difícil entender los designios de Dios! Vivimos inmersos en una ceguera total desde el día de nuestro nacimiento hasta el día de nuestra muerte y, en el breve intermedio que llamamos vida, somos incapaces de controlar lo que sucede a nuestro alrededor. El viernes a media tarde sonó el timbre del teléfono de casa. Yo estaba en la capilla, con Ferma y Margherita, leyendo algunos fragmentos de la obra del padre Caciorgna, el fundador de nuestra Orden, e intentando prepararme, para la ceremonia del domingo. No sé por qué, pero cuando escuché la llamada supe, instintivamente, que había pasado algo grave. Valeria, que estaba en ese momento en el salón, fue quien descolgó. Instantes después, la puerta de la capilla se entreabrió con suavidad.

– Ottavia… -susurró-. Es para ti.

Me incorporé, me santigüé y salí. Al otro lado del hilo telefónico, la voz de mi hermana Agueda sonaba afligida:

– Ottavia. Papá y Giuseppe…

– ¿Papá y Giuseppe…? -pregunté, viendo que mi hermana se quedaba callada.

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