Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¿Pero cómo es que aún utilizáis remeros? -pregunté escandalizada. Y, además, ¿quiénes eran aquellos pobres seres que, condenados a galeras, tenían que pasar su vida en las tripas de una oscura embarcación, sudorosos, mal alimentados y enfermos.

– ¿Por qué no? -se extrañaron los cuatro.

– ¡Es inhumano! -bramó la Roca, tan escandalizado como Farag y yo.

– ¿Inhumano? ¡Es un trabajo muy solicitado! -dijo Gete mirando los barcos con melancolía-. Yo sólo pude disfrutar de un permiso de tres meses.

– Remar es un trabajo muy divertido -se apresuró a explicar Mirsgana al ver nuestras caras de asombro-. Los jóvenes, chicos y chicas, están deseando obtener una plaza en un barco de transporte y hay tantas demandas que, para que todos puedan ser remeros, se conceden licencias de tres meses, como ha dicho Gete.

– Tendríais que probarlo -añadió él, sin abandonar la mirada nostálgica-. El ritmo y los diferentes estilos de las paladas que impulsan la embarcación, los movimientos sincronizados, el esfuerzo común, la camaradería… Con el remo muy bien sujeto entre las manos, hay que echarse hacia delante, flexionando las piernas, y luego coger impulso hacia atrás. Es una secuencia preciosa que proporciona una fuerza increíble en los hombros, espalda y piernas. Y, además, se conoce a mucha gente nueva y se fortalecen los lazos de amistad entre las cuatro ciudades.

Valía la pena, me dije, no volver a abrir la boca durante aquel recorrido turístico. Las miradas que intercambié con Farag y el capitán Glauser-Róist me indicaron que estaban pensando lo mismo que yo. Allí todos parecían felices de hacer las cosas que hacían, hasta las más duras y desagradables. ¿O, tal vez, es que no eran tan duras ni tan desagradables después de todo? ¿No serían otros motivos bien distintos -opinión social, poder adquisitivo…- los que las convertían en tales?

Caminamos a lo largo del hermoso paseo que limitaba con el río contemplando cómo la gente se bañaba alegremente en la orilla. Al parecer, como la totalidad del complejo de grutas que formaban Parádeisos, esas aguas oscuras mantenían una temperatura constante de veinticuatro o veinticinco grados. La experiencia adquirida en el asunto de los remeros me hizo callar y no preguntar cómo era posible que algunos de aquellos nadadores alcanzaran y superaran a muchas de las piraguas que se deslizaban impulsadas por la fuerza de dos o tres personas. Era tanto lo que había que aprender, había tantas cosas interesantes en Parádeisos que estuve segura de que ni Farag, ni la Roca ni yo podríamos denunciar jamás a aquella gente. Los staurofílakes tenían razón cuando decían que seríamos tan incapaces de hacerles daño gratuita e inútilmente como todos los que habían pasado por allí antes que nosotros. ¿Cómo íbamos a permitir que entraran en aquel lugar hordas de policías uniformados para poner fin a una cultura semejante? Sin contar con que luego, las distintas Iglesias pelearían entre ellas por adjudicarse la propiedad de lo que había sido y de lo que quedara de la hermandad o por convertir aquel lugar en centro de curiosidad religiosa o de peregrinación. Los staurofílakes y su mundo desaparecerían para siempre, después de mil seiscientos años de historia, y se convertirían en foco de atracción masiva para periodistas, antropólogos e historiadores de todas partes. Si habían robado la Cruz, sólo tenían que devolverla. Nosotros, y estaba segura de pensar igual que la Roca y Farag, jamás les denunciaríamos.

Nuestro paseo continuaba plácidamente. Stauros contaba con numerosos teatros, salas de conciertos, salas de exposiciones, centros de juegos y entretenimiento, museos (de historia natural, de arqueología, de artes plásticas…), bibliotecas… En éstas encontré, durante los siguientes días y para mi incredulidad, manuscritos originales de Arquímedes, Pitágoras, Aristóteles, Platón, Tácito, Cicerón, Virgilio… Además de primeras ediciones de la Astronómica de Manilio, La medicina de Celso, la Historia natural de Plinio y otros sorprendentes incunables. Cerca de doscientos mil volúmenes se concentraban en aquellas «Salas de la Vida», como las llamaban los staurofílakes, y, lo más curioso: una gran mayoría en Parádeisos podían leer los textos en sus versiones originales porque el estudio de lenguas, muertas o vivas, era una de sus aficiones favoritas.

– El arte y la cultura aumentan la armonía, la tolerancia y la comprensión entre las personas -dijo Gete-. Y esto es algo que sólo ahora estáis empezando a comprender ahí arriba.

En las cuadras de Ufa, las más grandes de las cinco que había en las inmediaciones de Stauros, los caballos, yeguas y potrillos campaban a sus anchas por el recinto. En el guadarnés había cientos de ronzales y bridas de todas clases, e infinidad de sillas de montar (todas de un cuero magníficamente repujado) con extrañas cinchas de colores y estribos de madera. Ufa nos invitó a frutos secos y a posca, una bebida que ellos tomaban continuamente hecha a base de agua, vinagre y huevos.

Según nos dijeron, la equitación era uno de los (muchos) deportes favoritos de Parádeisos. El salto -al trote y al galope-, se consideraba un arte superior. Los jinetes que dominaban esta práctica eran muy admirados por la gente. También hacían carreras o pruebas de habilidad a caballo a lo largo de las galerías y había un juego muy popular, el Iysóporta [74], que era el preferido de los niños. Pero el trabajo de Ufa, y su pasión, era, en concreto, la doma.

– El caballo es un animal muy inteligente -nos dijo con convicción, pasando la mano suavemente por los cuartos traseros de un potrillo que se había acercado mansamente hasta nosotros-. Basta con enseñarle a comprender las señales de las piernas, las manos y la voz para que se identifique con el pensamiento de su jinete. Aquí no necesitamos ni espuelas ni fustas.

Luego, mientras la tarde iba pasando, se extendió en una larga explicación sobre la necesidad de descartar de entrada el adiestramiento para el salto de caballos que no hubieran sido previamente amaestrados -significara eso lo que significase-, y su interés, desde que era shasta, por introducir la doma en las escuelas, ya que, dijo, era la mejor manera de conocer los movimientos naturales del animal antes de empezar a montarlo o a guiarlo.

Mirsgana, afortunadamente, le interrumpió de manera discreta y le recordó que Khutenptah había venido con nosotros para enseñarnos el sistema de cultivos y que ya se estaba haciendo tarde. Ufa nos ofreció los mejores caballos de sus cuadras pero, como yo no sabía montar, nos dio a Farag y a mí una pequeña calesa con la que pudimos seguir a los demás hasta una zona alejada de Stauros en la que había hectáreas y más hectáreas de huertos perfectamente parcelados. Durante el trayecto, Farag y yo pudimos, por fin, estar un rato a solas, pero no se nos ocurrió perder el tiempo comentando las extrañas cosas que estábamos viendo. Teníamos necesidad el uno del otro y recuerdo haber pasado todo aquel viaje bromeando y riendo. En realidad, descubrimos que los coches de caballos eran mucho más seguros que los de motor por la sencilla razón de que podías dejar de mirar el camino durante un buen rato sin que pasara nada.

Khutenptah nos mostró sus dominios con el mismo orgullo con que Ufa nos había enseñado los suyos. Era hermoso verla pasear, embelesada, entre filas de hortalizas, plantas de forraje, cereales y todo tipo de flores. Glauser-Róist la seguía con la mirada, absorto en sus palabras.

– La roca volcánica -decía- brinda una excelente oxigenación a las raíces, además de ser un sustrato limpio y libre de parásitos, bacterias y hongos. En Stauros hemos dedicado más de trescientos estadios [75]a la agricultura; las otras ciudades disponen de más porque han aprovechado algunas galerías. Puesto que Parádeisos carece de suelo cultivable, los primeros pobladores tenían que salir al exterior para comprar alimentos o bien se los procuraban a través de los anuak, con el consiguiente riesgo de ser descubiertos. De manera que estudiaron en profundidad el sistema empleado por los babilonios para crear sus maravillosos jardines colgantes y descubrieron que la tierra no es necesaria…

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