Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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El shasta que se llamaba Ufa y que era domador de caballos, se dirigió a Farag y a mí para permitir que la Roca y Catón pudieran hablar en privado.

– ¿Por qué os habéis cogido las manos por debajo de la mesa? -El didáskalos y yo nos quedamos petrificados: ¿cómo lo había sabido?-. ¿Es cierto que, durante las pruebas, os habéis enamorado? -preguntó en griego bizantino con la mayor ingenuidad del mundo, como si sus preguntas no fueran una injustificable intromisión. Varias cabezas se volvieron para prestar atención a nuestra respuesta.

– Eh… Sí, bueno… En realidad… -tartamudeó Farag.

– ¿Sí o no? -quiso saber otro, el que se llamaba Teodros. Más cabezas se giraron.

– No creo que Ottavia y Farag estén acostumbrados a este tipo de preguntas -atajó Mirsgana, «la encargada de las aguas».

– ¿Por qué no? -se extrañó Ufa.

– No son de aquí, ¿recuerdas? Son de fuera -e hizo con la cabeza un gesto hacia arriba que no me pasó desapercibido.

– ¿Qué os parecería empezar a contarnos cosas acerca de vosotros y de Parádeisos? -propuse imitando la ingenuidad de Ufa-. Por ejemplo: dónde se encuentra exactamente este sitio, por qué habéis robado los fragmentos de Vera Cruz, cómo pensáis impedir que os pongamos en manos de la policía… -suspiré-. Ya sabéis, este tipo de chismes.

Uno de los sirvientes que, en ese momento estaba llenándome la copa de vino, me interrumpió:

– Son muchas preguntas para responderlas en un momento.

– ¿No sentías tú curiosidad, Candace, el día que despertaste en Stauros? -le replicó Teodros.

– ¡Hace ya tanto de eso! -repuso éste mientras servía también a Farag. Empecé a darme cuenta de que los que yo había considerado sirvientes, en realidad no eran tales, o, al menos, no lo eran en el sentido habitual. Todos ellos vestían exactamente igual que Catón, los shastas y nosotros, y, además, participaban en las conversaciones con toda tranquilidad.

– Candace nació en Noruega -me explicó Ufa-, y llegó aquí hace quince o veinte años, ¿no es así, Candace? -éste asintió, pasando un paño seco por la embocadura de la jarra-. Fue shasta de Alimentos hasta el año pasado, y ahora ha elegido las cocinas del basileion.

– Encantada de conocerte, Candace -me apresuré a decir. Farag me imitó.

– Lo mismo digo… Pero insisto, creedme: si deseáis conocer el auténtico Parádeisos debéis empezar por pasear por sus calles y no por hacer preguntas.

Y, diciendo esto, se alejó en dirección a las puertas.

– Quizá Candace tenga razón -comenté, reanudando la conversación y cogiendo la copa entre mis manos-, pero pasear por las calles de las ciudades de Parádeisos no va a aclararnos dónde se encuentra exactamente este sitio, por qué habéis robado los fragmentos de la Vera Cruz y cómo pensáis impedir que os pongamos en manos de la policía.

Los shastas que se habían unido a esta conversación se hicieron más numerosos y también los que prestaban oído a lo que se decían, en privado, la Roca y Catón. La mesa había terminado dividida en dos sectores independientes.

A la espera de las respuestas, que tardaban en llegar, me llevé el vaso a los labios y bebí un sorbo de vino.

– Parádeisos está en el lugar más seguro del mundo -dijo Mirsgana al fin-, la Madera no la hemos robado, puesto que siempre ha sido nuestra, y en cuanto a lo de la policía, creo que no nos preocupa demasiado -los demás hicieron gestos de asentimiento-. Las siete pruebas son la única puerta de entrada en Parádeisos y las personas que las superan suelen reunir una serie de cualidades que, de por sí, las incapacitan para hacer daño gratuita e inútilmente. Vosotros tres, por ejemplo, tampoco podríais. En realidad -añadió muy divertida-, nadie lo ha hecho nunca, y eso que existimos desde hace más de mil seiscientos años.

– ¿Y qué me dices de Dante Alighieri? -le espetó Farag sin miramientos.

– ¿Qué pasa con él? -preguntó Ufa.

– Le matasteis -afirmó Farag.

– ¿Nosotros…? -preguntaron, atónitas, varias voces a la vez.

– Nosotros no le matamos -aseguró Gete, el joven traductor de sumerio-. Era uno de los nuestros. En la historia de Parádeisos, Dante Alighieri es una figura principal.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo. O eran unos mentirosos redomados o la teoría de Glauser-Róist se desmoronaba como un castillo de naipes, y no podía desmoronarse porque, sencillamente, nos había conducido hasta allí. O sea, que…

– Pasó muchos años en Parádeisos -añadió Teodros-. Iba y venía. De hecho, el Convivio y De vulgari eloquentia empezó a escribirlos aquí en el verano de 1304, y la idea para la Commedia, a la que luego el editor Ludovico Dolce añadió el adjetivo de «Divina» en 1555, surgió durante una serie de conversaciones con Catón LXXXI y los shastas de aquella época durante la primavera de 1306, poco antes de volver a la península italiana.

– Pero él contó toda la historia de las pruebas y dejó abierto el camino para que la gente pudiera descubrir este lugar -señaló Farag.

– Naturalmente -replicó Mirsgana, con una gran sonrisa-. Cuando nos escondimos en Parádeisos, en el año 1220, durante la época de Catón LXXVII, el número de los nuestros empezó a disminuir. Los únicos aspirantes a entrar en la hermandad procedían de asociaciones como Fede Santa, Massenie du Saint Graal, cátaros, Minnesinger, Fidei d’Amore y, en menor medida, de Órdenes Militares como la templaria, la hospitalaria de San Juan o la teutónica. El problema de quién protegería la Cruz en el futuro comenzó a ser realmente alarmante.

– Por ese motivo -prosiguió Gete-, se encargó a Dante Alighieri que escribiera la Commedia. ¿Lo entendéis ya?

– Era una manera de que la gente capaz de ver más allá de lo evidente -apuntó Ufa-, la gente que no se conforma y que prefiere mirar debajo de las piedras, pudiera llegar hasta aquí.

– ¿Y sus miedos a salir de Rávena después de publicar el Purgatorio? ¿Y esos años en los que no se sabe nada de él? -preguntó Farag.

– Eran miedos políticos -le dijo Mirsgana-. No olvides que Dante participó activamente en las guerras entre los guelfos y los gibelinos y que fue mandatario de Florencia por el partido de los guelfos blancos, enfrentado al de los guelfos negros, y que se opuso siempre a la política militar de Bonifacio VIII, del que fue un gran enemigo por la vergonzosa corrupción de su papado. Realmente su vida corrió peligro en múltiples ocasiones.

– ¿Quieres decir que lo mató la Iglesia Católica el día de la Vera Cruz? -inquirí, sarcástica.

– En realidad, ni lo mató la Iglesia ni estamos seguros de que muriera exactamente el día de la Vera Cruz. Lo cierto es que falleció la noche del 13 al 14 de septiembre -explicó Teodros-. A nosotros nos gustaría que hubiera sido de verdad el 14, porque sería una hermosa coincidencia, una coincidencia casi milagrosa, pero no hay ninguna certeza documental que lo pruebe. Y, en cuanto a eso de que fue asesinado, estáis muy equivocados. Su amigo Guido Novello le envió como embajador a Venecia y, a su vuelta, atravesando las lagunas de la costa adriática, enfermó de paludismo. Nosotros no tuvimos nada que ver.

– Pues no deja de ser sospechoso -observó Farag con recelo.

Se hizo de nuevo un silencio aplastante en nuestro grupo de conversación.

– ¿Sabéis lo que es la belleza? -nos preguntó, de pronto, el hasta entonces mudo y atento Shakeb, profesor de la inexplicable escuela de los Opuestos. Farag y yo le miramos, sin comprender. Tenía la cara redonda y unos grandes ojos negros muy expresivos; en sus manos regordetas lucía varios anillos que lanzaban espectaculares chispazos de luz-. ¿Podéis ver cómo tiembla la llama de la vela más corta del antorchero de oro que hay sobre la cabeza de Catón?

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