Matilde Asensi - Iacobus

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La novela narra las peripecias de Galcerán de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misión secreta: desvelar la posible implicación de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disolución de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intención de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcerán de Born debe encontrar.

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Me mantuvo en pie la incredulidad y el deseo de seguir vivo. A mis pies, la más hermosa de las basílicas, rutilante de luz y esplendor, brillaba como uno de esos espejos de mujer exquisitamente engastados con piedras preciosas. Todo el templo estaba hecho de oro puro y un intenso aroma a incienso y otros perfumes se esparcía en el interior. Las dimensiones de aquella gran nave octogonal excavada en la roca superaban con mucho las de Notre-Dame de París, y ninguna de las más fastuosas mezquitas de Oriente, ni siquiera la gran mezquita de Damasco, la alcanzaba en ornato y opulencia: recubrimientos de mármol, colgaduras de terciopelo, bellísimos reposteros, largos paneles de espléndidos mosaicos con motivos del Antiguo Testamento, frescos con escenas de la Virgen, lámparas de bronce, candelabros de oro y plata, joyas, y, en el centro, sobre un entarimado cubierto de alfombras, un altar suntuoso (de unos diez palmos de altura por otros quince o más de longitud), trabajado en filigrana y cubierto por un templete junto al que sermoneaba, en pie, un freire capellán. En torno al ara, cientos de caballeros templarios, atavíados con sus mantos blancos y con las cabezas descubiertas e inclinadas en señal de respeto, permanecían hincados de hinojos y totalmente subyugados por las palabras del sacerdote, que peroraba sobre los valores necesarios para afrontar los malos tiempos y las fuerzas espirituales que debían alimentar a la Orden para llevar a cabo su misión eterna.

Desde mi puesto de observación en aquella estrecha bocamina convertida en balcón de vigilancia, la visión que se me ofrecía era la de un espacio mágico cargado de misterio, y me sentía tan confundido que tardé un poco en descubrir que el altar situado en el centro no era otra cosa que una elegante cubierta cuya única función consistía en custodiar algo mucho más valioso e importante. Todavía escuché un canto más -durante el cual Sara y Jonás se situaron silenciosamente a mi espalda-, antes de caer en la cuenta de que lo que tanta devoción inspiraba a aquellos extáticos y fascinados caballeros del Temple (que, como figuras de piedra, permanecían arrodillados sin mover ni un pliegue de sus mantos) era, ni más ni menos, que el Arca de la Alianza.

¿Cómo explicar la emoción que me supuso descubrir que allí mismo, ante mis asombrados ojos, estaba el objeto más deseado de la historia de la humanidad, el trono de Dios, el receptáculo de Su fuerza y Su poder…? Aunque lo deseaba con toda mi alma -en aras de la moderación-, no podía albergar ningún recelo sobre lo que estaba viendo:

Harás un Arca de madera de acacia -dijo Yahvé a Moisés-, dos codos y medio de largo, codo y medio de ancho y codo y medio de alto. La cubrirás de oro puro, por dentro y por fuera, y en torno de ella pondrás una moldura de oro. Fundirás para ella cuatro anillos de oro, que pondrás en los cuatro ángulos, dos de un lado, dos del otro. Harás unas barras de madera de acacia, y también las cubrirás de oro, y las pasarás por los anillos de los lados del arca para que pueda ser llevada. Las barras quedarán siempre en los anillos y no se sacarán.

En el arca pondrás el testimonio que yo te daré.

Harás asimismo una tabla de oro puro de dos codos y medio de largo y un codo y medio de ancho. Harás dos querubines de oro, de oro batido, a los dos extremos de la tabla, uno al uno, otro al otro lado de ella. Los dos querubines estarán a los dos extremos. Estarán cubriendo cada uno con sus dos alas desde arriba la tabla, de cara el uno al otro, mirando la tabla. Pondrás la tabla sobre el arca, encerrando en ella el testimonio que yo te daré. Allí me revelaré a ti, y sobre la tabla, en medio de los dos querubines, te comunicaré yo todo cuanto para los hijos de Israel te mandaré. [47]

¡Así pues, era cierto que los templarios habían encontrado el Arca de la Alianza! Aquellos nueve caballeros que fundaron la Orden en Jerusalén lograron cumplir la misión encomendada por san Bernardo. Probablemente, un grupo numeroso de freires milites la escoltó en secreto muchos años atrás desde las caballerizas del templo de Salomón en Jerusalén hasta aquellas galerías subterráneas del Bierzo, permaneciendo desde entonces en aquel lugar ignoto.

Pude sentir la emoción recorriéndome la columna vertebral y sacudiendo todo mi cuerpo de arriba abajo. Aquella Arca contenía, de ser ciertas las palabras de la Biblia, las Tablas de la Ley, pero no de la Ley entendida como un cúmulo de pueriles prohibiciones impropias de un Dios, sino como el Logos, como el Verbo, como las medidas sagradas arquitectónicas, las relaciones geométricas, musicales y matemáticas del Universo, como potencia destructiva que acabó con la vida de los filisteos llenándolos de tumores [48]y como gigantesca columna de fuego capaz de ascender hasta los cielos. [49]

Ningún otro poder, ni destructor ni creador, era comparable al de aquella Arca y, sin embargo, nada en su pacífica apariencia, en la afectada serenidad de los dorados querubines, en su belleza, lo dejaba traslucir. No era de extrañar, pues, la actitud de los freires salomónicos, arrodillados con auténtica reverencia. También yo, de haber podido, me hubiera prosternado. A no dudar, la red de fortalezas y casas templarias de los contornos, esas que había mencionado Nadie durante su visita al calabozo, estaban destinadas a proteger el Arca de la Alianza.

El eco de un grito de alarma conmovió súbitamente las paredes de la basílica. Mil cabezas se izaron y un rumor sordo empezó a circular como un torbellino por el recinto. Antes de que se hubiera apagado el retumbo del anterior, otro alarido hizo que todos los templarios se pusieran en pie llevándose las diestras a las espadas. El clamor aumentaba y, una tras otra, las miradas fueron convergiendo hacia mí. El embotamiento de mis sentidos me paralizaba, pero el tumulto era demasiado grande para ignorar que había sido descubierto. ¿Cómo demonios habían sabido que…?

La figura larguirucha de Jonás permanecía inmóvil a mi lado con los ojos fijos en el Arca. Ni el estruendo ocasionado por su aparición en la balconada, ni los tirones que Sara propinaba a su jubón, conseguían despertarle de la fascinada contemplación en la que se hallaba inmerso.

– ¡Huyamos! -grité, arrancándome el yelmo y la capa, y tirando de Jonás por un brazo.

Nos precipitamos galería abajo esperando alcanzar la salida antes de que los templarios tuvieran tiempo de llegar hasta allí. Recogí la antorcha del lugar en que Sara la había dejado, y con Jonás siguiéndonos como un galgo, nos abalanzamos sobre las esquinas de los túneles para observar las marcas. Corríamos a ciegas, sin saber qué dirección llevábamos, acosados por los gritos y el rumor de pasos y carreras. Atravesamos innumerables galerías, pasadizos y cámaras, subimos escaleras y remontamos pendientes (de lo que dedujimos que ascendíamos hacia la superficie), persuadidos de que nos daban alcance en cualquier momento. En más de una ocasión escuchamos amenazadores ladridos de mastines, así como cascos de caballos lanzados al galope por los túneles. Por fortuna, conseguíamos escapar por los pelos salvando frágiles puentes de cuerda o pasarelas de madera sobre abismos impenetrables. Finalmente, con las piernas doloridas y el resuello agotado, desesperados y sudorosos, llegamos a un recinto de grandes dimensiones y, por desgracia, sin salida posible. Unos pequeños orificios, distribuidos a modo de cenefa o ribete a unas diez alzadas del suelo, dejaban entrar maravillosos rayos de luz natural.

– ¡Estamos en la salida! -gritó Sara, señalando las hebras de sol.

– ¿Qué salida? -preguntó Jonás, desanimado.

– Esa salida… -murmuré, y apunté con el mentón una extraña silueta en la pared rocosa. Más, no bien hube acabado el incipiente gesto, se oyó un rugido lejano, una especie de bramido que surgía del interior de la tierra, un fragor que llegaba acompañado de un ligero temblor del suelo y las paredes.

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