Miguel de Unamuno - Cuentos de mí mismo

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Tanta insistencia se ha puesto en ponderar la calidad de los ensayos y novelas de Unamuno, que se ha olvidado el tesoro literario de sus cuentos, merecedores de un lugar destacado en el estudio de su obra. Su valor se incrementa cuando comprobamos que fueron raíz de lo `nivolesco` y que don Miguel veía en el género la itineración hacia atrás de la vida, un corte más profundo en lo vivido y, por ende, la forma protoliteraria que recoge las resonancias más arcanas de la psique humana.
A través de estas narraciones, de estos Cuentos de mí mismo, llega a nosotros el eco inquietante de don Miguel de Unamuno, de una personalidad escéptica, agónica y polémica que reitera en todas y cada una de sus criaturas de ficción y harán las delicias de los lectores. De aquí que estos Cuentos de mí mismo lleguen a lo más alto o más hondo, con abundantes huellas autobiográficas.

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Su hijo fue a estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico. Cuando acabó la carrera pensaron por un momento dejar la tienda, pero Solita ñ a sin ella hubiera muerto de fiebre, como un oso blanco transportado al África ecuatorial.

Vino el terremoto de los Osunas; y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo y cayeron entre ruinas de oro familias enteras, se encontró Solita ñ a una mañana lluviosa y fría con que aquel papel era papel mojado, y lo remojó con lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su vida.

Su hijo se colocó en una aldea, y aquel día dio don Roque un suspiro de satisfacción. Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.

Enfermó. Poco antes de morir le llevaron el viático, y cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solita ñ a, con la cabeza hundida en la almohada, lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles ora pro nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió; su hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores le dejaron libre; quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el alma de Solita ñ a voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él, que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para hoy, para mañana y para siempre.

¡Bienaventurados los mansos!

( El Diario de Bilbao, 16, 17, 19 junio 1888)

LAS TIJERAS

Todas las noches, de nueve a once, se reunían en un rinconcito del café de Occidente dos viejos a quienes los parroquianos llamaban «Las tijeras». Allí mismo se habían conocido, y lo poco que sabían uno del otro era esto:

Don Francisco era soltero, jubilado; vivía solo con una criada vieja y un perrito de lanas muy goloso, que llevaba al café para regalarle el sobrante de los terroncitos de azúcar. Don Pedro era viudo, jubilado; tenía una hija casada, de quien vivía separado a causa del yerno. No sabían más. Los dos habían sido personas ilustradas.

Iban al café a desahogar sus bilis en monólogos dialogados, amodorrados al arrullo de conversaciones necias y respirando vaho humano.

Don Pedro odiaba al perro de su amigo. Solía llevarse a casa la sobra de su azúcar para endulzar el vaso de agua que tomaba al levantarse de la cama. Había entre él y el perrillo una lucha callada por el azúcar que dejaban los vecinos. Cuando don Pedro veía al perrillo encaramarse al mármol relamiéndose el hocico, retiraba, temblando, sus terroncitos de azúcar. Alguna vez, mientras hablaba, pisaba como al descuido la cola del perrito, que se refugiaba en su dueño.

El amo del perro odiaba sin conocerla a la hija de don Pedro. Estaba harto de oírle hablar de ella como de su gloria y de su consuelo; mi hija por aquí, mi hija por allí; ¡siempre su hija! Cuando el padre se quejaba del sinvergüenza de su yerno, el amo del perro le decía:

– Convénzase, don Pedro. La culpa es de la hija; si quisiera a usted como a padre, todo se arreglaría… ¡Le quiere más a él! ¡Y es natural! ¡Su mujer de usted haría lo mismo…!

El corazón del pobre padre se encogía de angustia al oír esto, y su pie buscaba la cola del perrito de aguas.

Un día, el perro se comió, después de los terroncitos de su amo, los de don Pedro. Al día siguiente, éste, con dignidad majestuosa, recogió, después de sus terrones, los del perro. Tras esto hablaron largo rato de la falta de justicia en el mundo.

Terribles eran las conversaciones de los viejos. Era un placer solitario y mutuo en las pausas del propio monólogo; oía cada uno los trozos del otro monólogo sin interesarse en el dolor petrificado que lo producía; lo oía, espectador sereno, como a eco puro que no se sabe de dónde sube. Iban a oír el eco de su alma sin llegar al alma de que partía.

Cuando entraba el último empezaba el tijereteo por un «¿Qué hay de nuevo?», para concluir con un «¡miseria pura! ¡Todo es farsa!»Su placer era meneallo, emporcarlo todo para abonar el mundo.

No reproduciré aquellos monólogos como se producían; prefiero exponer su melodía pura.

– Sea usted honrado, don Francisco, y le llamarán tonto…

– ¡Con razón!

– ¡Resignación!, predican los que se resignan a vivir bien. ¡Por resignarme me aplastaron…!

– ¡Y a mí por protestar!

– ¡La vida es dura, don Pedro! Siempre oculté mis necesidades, y me hubiera dejado morir de hambre en postura noble, como un gladiador que lucha por los garbanzos… ¡Oh, hay que saber lucir un remiendo cosido con arte…! Yo no he sabido lloriquear a tiempo. Siempre soltero, jamás hubiera cumplido deseos santos, porque me quitaban el pan padres de hijos que tenían las lágrimas en el bolsillo. Yo me las tragaba…

– Yo he sido casado; los solteros eran un sola boca, corrían sin carga, se conformaban con menos… Nada pude contra ellos…

– Pude ser bandido y no lo quise.

– Yo quise serlo y no lo pude conseguir; se me resistía…

– Dicen ahora que en la lucha por la vida vence el más apto. ¡Vaya una lucha! ¿El más apto? ¡Mentira, don Pedro!

– ¡Verdad, don Francisco! Vence el más inepto porque es el más apto. Todos luchan a quién más se rebaja, a quién más autómata, a quién más y mejor llora, a quién más y mejor adula. ¿Tener carácter…? ¡Oh! ¿Quién es este que quiere salir del coro y aspira a partiquino? Hay que luchar por la justicia, que no baja, como el rocío, del cielo; el que no llora no mama. Apenas quedan más que dos oficios útiles: ladrón o mendigo; la amenaza, o las lágrimas. Hay que pedir desde arriba o desde abajo.

– ¡Ah, don Francisco! El que para menos sirve es el que mejor sirve.

– Aunque lo digan, yo no soy pesimista. No tiene la culpa el mundo sí hemos nacido dislocados en él.

– No hay justicia, don Francisco; que aunque a las veces se haga lo justo, es a pesar de serlo.

– Mire usted, don Pedro, ¡cómo le paga su hija!

El pobre padre buscaba la cola del perrito de aguas mientras decía:

– ¡La caridad! ¡Otra como la justicia! ¡A cuántas almas fuertes mata la lucha por la caridad…! «¡Ah!, éste sabe trabajar; no necesita», y todos pasan sin darle ni trabajo ni pan.

– ¡La caridad, don Pedro! ¡Los pobres necesitaban el pan, me dieron palabras de consuelo…, les cuesta tan poco…! ¡Las tienen para su uso! ¡Los ricos me echaron mendrugos…, les cuesta tan poco…, los habrían echado a los perros! Nadie me ha dado pan con piedad: sobre el pan del cuerpo, miel del alma. He vivido del Estado, esa cosa anónima a la que nada agradezco.

– ¡Ah, don Francisco! Pegan y razonan la paliza. No me duele el pisotón, sino el «usted perdone». La paliza, basta; la razón, sobra… Me decían: «Te conviene, es por tu bien, lo mereces»; mil sandeces más: echar en la herida plomo derretido.

– Tiene usted razón. Nadie me ha hecho más daño que los que decían hacérmelo por mi bien. Yo nací hermoso, como un gran diamante en bruto; me cogieron los lapidarios; a picazo y regla me impusieron las facetas; quedé brillante, ¡hermoso para un collar!… No quise ensartarme con los otros ni engarzarme en oro; rodé por el arroyo: libre, el roce me gastó; he perdido el brillo y los reflejos, y hoy, opaco, achicado, apenas sirvo para rayar cristales.

– Corrí yo tropezando en todas las esquinas para llegar al banquete. «No te apresures -me decían al final de cada jomada-; aún tienes tiempo, y no te faltará en la mesa, si no es un sitio, otro». Cuando llegué era tarde: el cansancio y el ayuno habían matado mi apetito, el resorte de mi vida; llegué a la ilusión desilusionado, harto en ayunas… ¡Se me había indigestado la esperanza!

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