Un día, unos estudiantes hicieron una judiada al pobre perrito. Su amo se incomodó: los chicos se le insolentaron, y se armó cuestión. En lo más crudo de ésta, una ola de pendencia ahogó al padre, que oía todo callado; se levantó, gruñó un saludo y se fue, dejando al amo del perro que se las arreglara. Pero al siguiente día volvió como siempre.
– Yo he sido siempre progresista -decía el amo del perro-; hoy no soy nada.
– ¡Yo, siempre moderado…!
– Pero progresista suelto, desencasillado, fuera de Comité… ¡Eso me ha perdido!
– ¡Eso nos ha perdido a los dos!
– ¿Que escarabajo es éste, don Pedro, que no tiene mote en los cuadros de la entomología política y social?
– Y mire usted, don Francisco, mire cómo viven. Trigonidium cicindeloides, Anaplotermes pacificus, Termes lucifugus, Palingenia longicauda y tantos más de la especie tal, género cual, familia tal del orden de los insectos.
– Las ideas, don Pedro, no son más que lastre… La única verdad es la verdad viva, el hombre que las lleva… Cuando quiere subir, las arroja…
– El hombre, don Francisco, es una verdad triste. Los buenos creen y esperan chupándose el dedo; los pillos se ayudan… y, al cabo, todos concluyen lo mismo. Yo creo en un Limbo para los buenos y en un Infierno para los malos.
– ¡Feliz usted, don Pedro! ¡Feliz usted, que tiene el consuelo de creer en el Infierno!
– Mi mayor placer después de estos párrafos es dormir como un lirón. Me gustaría acostarme para siempre con la esperanza de encontrar a la cabecera de mi cama mi vasito de agua azucarada un día que nunca llegue… ¡Dormir para siempre, arrullado por la esperanza dulce!
– ¡Mi único consuelo, don Pedro, es el pensamiento puro, y aun éste, en cuanto vive se ensucia…!
Así, aunque en otra forma, discurrían aquellos viejos, que, arrecidos por el frío, miraban con desdén la vida desde la cumbre helada de su soledad. Amaban la vida y gozaban en maldecir del mundo, sintiéndose ellos, los vencidos, vencedores de él, el vencedor. Lo encontraban todo muy malo porque se creían buenos y gozaban en creerlo. Era la suya una postura como otra cualquiera. Creían que el sol es farsa, pero que calienta, y en él se calentaban.
Salían juntos y bien abrigados, y al separarse continuaba cada uno por su camino el monólogo eterno. Todas las noches murmuraban al separarse: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»
Un día faltó don Pedro al café, y siguió faltando, con gran placer del perrito de aguas. Cuando el amo de éste supo que el padre había muerto, murmuró: «¡Pobre señor! ¡Algún disgusto que le ha dado su hija! ¿Si encontrara algún día el vaso de agua azucarada a la cabecera de la cama?» Y siguió su monólogo. El eco de su alma se había apagado. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Ni lo supo ni intentó saberlo; quedó solo y no conoció su soledad.
Sigue yendo al rinconcito del café de Occidente. Los parroquianos le oyen hablar solo y le ven gesticular. Mientras da un terroncito de azúcar al perro, que agita de gusto su colita, rematada en un pompón, murmura: «¡Miseria pura, don Pedro! ¡Todo es farsa!» Y los parroquianos dicen: «¡Pobre señor! Desde que perdió la otra tijera, esa cabeza no anda bien. ¡Cuánto le afectó! ¡Se comprende…, a su edad!»
El amo del perro sale sin acordarse del padre de la hija, y solo sigue tijereteando: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»
( La Justicia, Madrid, 27-XII-1889)
Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana «revancha», y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir «desquite». Que nadie me lo tenga en cuenta.
Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.
***
Luis era el gallito de la calle y el chico más rencoroso del barrio; ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo, no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas; se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!
¡Que se descuidara uno!
– ¡Si no callas te inflo los papos de un revés…!
¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.
¡Le tenían una rabia los de la calle!
Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».
A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.
– Dice que le tienes miedo.
– ¿Yo?
– ¡Dice que te puede!
– ¡Dice que cómo rebolincha…!
– ¡Sí, las ganas!
Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes, que barruntaban morradeo.
Sobre si fue el uno o fue el otro quien derribó un cochorro de una pedrada, tuvieron palabras.
El cochorro estaba en el suelo, panza arriba, suplicando paz con el pataleo de sus seis patitas, esperando a que por él y junto a él se decidiera la hegemonía del barrio.
– ¡Sí…! ¡Tú, tú echar roncas nada más no sabes…!
– ¿Roncas? ¿Roncas yo? ¡Si te doy uno!
Hacía que se iba con desdén digno, y volvía.
– ¡Calla y no me provoques!
– ¡Ahí va!, provoques -exclamó uno de los mirones-, provoques…, provoques… ¡Qué farolín, para que se le diga que sabe!
Los circunstantes les azuzaban.
– ¡Anda, pégale!
– ¡Chápale a ése!
– ¿Le tienes miedo?
– ¿Miedo yo?
– ¡Mójale la oreja!
– ¡Tírale saliva!
– ¡Llámale aburrido!
– ¡Provócale, anda provócale!
Todos soltaron el trapo a reír al oír esto. Luis se puso como un tomate, y se acercó a imponer correctivo al burlón.
– ¡Déjale quieto! -le gritó Guillermo.
– ¡Y a ti también si chillas mucho!
– ¿A mí?
Luis le dio un empellón, se lo devolvió Guillermo, siguió un moquete y se armó la gresca. Los mirones les animaban y saltaban de gusto. Uno de éstos se puso a rezar por Guillermo.
– Ojalá gane Guillermo. Ojalá, amén… Ojalá gane… Ojalá gane…
Se separaban para dar vuelo al brazo y descargarlo con más brío.
Al principio llevaban la mano a la parte herida y tomaban tiempo para devolver el golpe; después menudeaban los embistes sin darse reposo.
– Ojalá gane… Ojalá gane… Ojalá gane…
– ¡Échale la zancadilla!
Cayeron al fin al suelo mojado, Luis debajo, y al caer aplastaron al cochorro que imploraba piedad con sus patitas. Guillermo sujetó con las rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, el otro, resudado, rojo de faz, irradiando alegría, feroz los ojos, le decía entre resoplidos:
– ¿Te rindes?
– ¡No!
Y le descargaba un puñetazo en los hocicos.
– ¿Te rindes?
– ¡No!
Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangrar por las muelas.
En aquel momento, uno de los mirones exclamó:
– ¡Agua…, agua…, agua!
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