Era evidente que se trataba de alcohol, porque cuando lo probaban, se producía en ellos un cambio, que en algunos era paulatino y en otros inmediato. Con los primeros tragos les volvía la vivacidad habitual, se les encendían las miradas, y la expresión general de sus rostros era casi alegre. Empezaban, otra vez, a salirse un poco de sí mismos, de esa actitud hosca y reconcentrada en que los había sumido la comida. Intercambiaban monosílabos rápidos, cordiales; algunos hasta se reían. La locuacidad aumentaba a medida que el brebaje disminuía en las vasijas: se hubiese dicho que se contaban historias, chistes, porque se formaban corrillos en los cuales uno de los miembros hablaba y, cuando terminaba, los que habían estado escuchándolo, con expresión contenta, silenciosos y atentos, se echaban a reír a carcajadas, sacudiéndose y dándose entre sí empujones suaves y gozosos. La animación era general y se hubiese dicho que iba en aumento. Era extraño verlos así, saliendo del pozo sin fondo en el que parecían haber caído durante la comida, en esa luz ya un poco menos cruel de la media tarde que mandaba al cielo, después de rebotar contra los árboles, reflejos verdosos. El rumor de las voces se desvanecía en el aire, en la luz amarilla, entre las hojas. Igual que con la comida, iban y venían a las vasijas a llenar una y otra vez las calabacitas que vaciaban de un trago. Eufóricos, daban, por momentos, la impresión de que, en vez de proferir voces humanas, iban a lanzar un grito animal. Sus cuerpos se ponían tensos, enhiestos. Los pechos se hinchaban, las cabezas se erguían y los miembros que habían perdido fuerza en la modorra de la digestión la recobraban hasta tal punto que los músculos resaltaban, duros y tirantes, del mismo modo que las venas. La piel parecía más lisa, más suave, más gruesa y más saludable. Las tetas de las hembras daban la impresión de inflarse o de florecer.
La plenitud corporal y el entusiasmo súbito, que los relacionaban armoniosamente a unos con otros, crecían en ellos como un mar interno, dejando adivinar la excitación inminente que volvería a dejarlos solos, otra vez, en la cárcel de los cuerpos. Lo que más me llamaba la atención al observarlos era la desnudez, que hasta un rato antes me había parecido natural y que ahora, sin saber muy bien por qué, me molestaba. Hasta ese momento los cuerpos habían sido un todo nítido, compacto, que se disimulaba en su propio olvido y en su abandono. A medida que los efectos del aguardiente aumentaban, los cuerpos parecían ostentar su desnudez, tenerla presente, girar, espesos, en torno de ella. Los genitales, ignorados hasta entonces, se despertaban. Los hombres, distraídos, se manoseaban la verga, o la tocaban, como al descuido, al pasar, bajando la mano hacia el muslo o hacia la cadera. En el modo de estar paradas, las mujeres se las ingeniaban para que las nalgas resaltasen o las caderas se volviesen prominentes. Más de uno se acariciaba, distraído, el propio cuerpo, o miraba la desnudez ajena con insistencia, sin decir palabra, como esperando del otro una actitud recíproca. Las idas y venidas hacia las vasijas iban haciéndose, entre tanto, cada vez más frenéticas, las voces, más altas -como si el rumor arcaico que hubiesen estado tratando, horas antes, de escuchar en sus cuerpos, estuviese ahora lindando con el grito.
Los hombres que me habían convidado pescado se abstenían también de alcohol y se limitaban, diligentes y diestros, a servir a los otros. No intervenían para nada en su conversación ni trataban de imponer ningún orden ni ninguna justicia en la distribución del brebaje. Un indio podía venir a instalarse cerca de las vasijas y hacerse llenar cinco o seis veces seguidas las calabacitas que vaciaba de un trago, otro, meter cuantas veces se le ocurriese su calabacita en las vasijas: los distribuidores de aguardiante mostraban, en uno u otro caso, la misma indiferencia. También ante la excitación creciente de la tribu se mostraban imperturbables. Se los sentía lejanos, inexistentes, como si ellos y el resto de la tribu perteneciesen a dos realidades distintas. La tribu únicamente les dirigía la palabra para pedirles alcohol, aunque la mayoría se limitaba a extender, perentoria, el recipiente.
Como un sol, la fiebre de esos indios subía, ardua, hacia su cénit. Algo ganaba sus gestos, sus movimientos, sus risas. La tribu entera se estremecía presa de una emoción desmesurada. Hasta cierto momento, parecía ser por descuido que los hombres se rozaban, al bajar la mano, la verga. Más tarde, distraídos, mientras escuchaban alguna conversación, ya la metían en el hueco de la mano y, poco más o menos, se la acariciaban. De pronto, una mujer joven que había estado participando, un poco inquieta, de un corrillo, dio un salto al costado, olvidándose bruscamente de sus interlocutores y, plantándose en un claro, con las piernas firmes y bien abiertas, entrecerró los ojos y empezó a contonear, lenta, la parte superior de su cuerpo. Se ponía rígida, como una tabla, acariciando, con delicia evidente, su propia piel luminosa. Nadie, por el momento, parecía prestarle atención. La mujer puso las manos bajo sus tetas redondas y oscuras y, empujándolas desde abajo trataba de elevarlas para ponerlas al alcance de su lengua que buscaba, infructuosa, los pezones. Se ponía en puntas de pie, como si ignorara que las tetas no se aproximaban a la boca, sino que se elevaban al mismo tiempo que ella manteniendo la misma distancia, pero gracias a ese movimiento instintivo su cuerpo parecía más esbelto, sus músculos se ordenaban de otra manera, las nalgas se apretaban y se redondeaban y una especie de hoyo se le formaba en el flanco, al costado de la nalga, entre el nacimiento del muslo y la cadera. Como la lengua no lograba alcanzar los pezones, sin dejar de meterla y de sacarla, roja, rígida y puntuda, de la boca, la mujer se puso a bramar, mirándose los senos y estrujándoselos, moviéndolos como en círculo cuando se daba cuenta, por momentos, de que la lengua no los tocaba.
Un indio chico y musculoso se le acercó, contemplándola: tenía una verguita nerviosa, vertical, casi pegada al vientre del que era paralela. Obstinada en obtener el contacto de la lengua y los pezones, la mujer, que seguía bramando, lo ignoraba. Viniendo, despacio, por detrás de ella, el indio se le acercó, la consideró un momento, y después, con un salto suave, se pegó a ella, tan estrechamente que su miembro vertical desapareció en la raya que separaba las nalgas firmes y protuberantes, como si la zanja vertical hubiese sido un estuche hecho a su medida. Los brazos del indio rodearon a la mujer y sus manos se apoyaron sobre las manos que estrujaban los senos, sin que la mujer interrumpiese sus bramidos abstraídos y sin que el cuerpo atravesado de estremecimientos rígidos cambiase su posición precedente. Nada, en la expresión de la mujer, ni en su actitud general, denunciaba que hubiese advertido la presencia de ese cuerpo, chico y musculoso, que se pegaba, perentorio, al suyo, más redondo y más abundante. El hombre apoyaba el mentón entre los omóplatos de la mujer y trataba de inducirla, con los brazos, a inclinarse hacia adelante, o incluso, tal vez, a ponerse en cuatro patas, para poder sin duda penetrarla con su verguita vertical que se perdía en la muesca vertical que separaba las nalgas. Pero el cuerpo de la mujer seguía rígido, con las piernas abiertas, las nalgas hacia afuera, las manos que elevaban, estrujándolas, las tetas, la lengua roja y puntuda que entraba y salía y a la que los bramidos mal proferidos a causa justamente de su ir y venir continuo, llenaban de unos filamentos líquidos que escapaban también por las comisuras de los labios y dejaban regueros paralelos a los costados del mentón, y podían ser saliva o baba. Casi con rabia, el hombre seguía clavando, entre las salientes de los omóplatos, el mentón infructuoso. El resto de su cuerpo se pegaba, insistente, al de la mujer, más grande, hasta que la mujer sacó sus propias manos de los senos, estiró los brazos, separándolos del cuerpo y después, con un sacudón del cuerpo, inesperado y brusco, se desembarazó del hombre que fue a caer, de espaldas, en el suelo arenoso. Desdeñosa, la mujer, sin siquiera mirar hacia atrás, pareció salir de su trance y, con paso tranquilo, se perdió en dirección a los árboles. El hombre, como aturdido, se quedó mirándola. No parecía enojado ni humillado por lo que acababa de suceder. Su miembro, tan perentorio hasta hacía unos momentos, se desinfló de golpe y desapareció entre las piernas; su mirada vidriosa se perdía entre los árboles más con distracción que con indiferencia. Era evidente que la mujer que, como el norte a la brújula, había estado atrayéndolo, ya no ocupaba ningún lugar en sus pensamientos. También en los míos su presencia era incierta: había aparecido, brusca y obscena, ante mis ojos, en la transparencia del día y, después de desplegar en ella sus gestos inusuales, había desaparecido desdeñosa, entre la muchedumbre, no menos incierta dos o tres minutos después de su desaparición que ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni porqué, autónoma, la memoria.
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