Pero, volviendo a los hechos, llegué al pueblo en fiestas y me adentré en él sin despertar la curiosidad de nadie. Ya no hacían caso a los forasteros. Todos los vecinos de la localidad se habían concentrado en la Plaza Mayor, en torno al quiosco de la música, y ensayaban a coro la Internacional. Cuando se acabó el ensayo, se dispersaron. Anduve de grupo en grupo, preguntando cómo se podía ir a Barcelona. La mayoría me señalaba la carretera y me aconsejaba que anduviese. Por fin, un hombre diminuto, que no estaba de acuerdo con la huelga «porque si se deja de trabajar un solo día se contrae la tuberculosis», me alquiló una bicicleta. Le pagué dos semanas de alquiler por adelantado y firmé un papel en el que juraba «por mi honor de caballero» devolverle la bicicleta. Yo no había montado en bicicleta desde niño y salí del pueblo haciendo eses. Pronto, sin embargo, recobré pasadas habilidades. Estos logros me levantaron la moral y abrigaba ya ciertas esperanzas de poner punto final a mis correrías. Pero estaba en un error. El pueblo donde alquilé la bicicleta se hallaba enclavado en un altiplano, de modo que la primera parte del trayecto se componía de suaves declives. Pronto, sin embargo, el camino empezó a enderezarse y al cabo de unos kilómetros se inició el ascenso a un risco. Se acabaron las piruetas y comenzaron las fatigas. Las piernas no me respondían, me faltaba el aliento, sudaba por todos los poros y creí fallecer. Al final, viendo que la cosa no tenía remedio, opté por arrinconar la bicicleta y continuar a pie. Anduve sin parar hasta coronar la cima. Desde allí divisé un valle desolado y negruzco y, más allá, otros montes y otros valles.
Descansé hasta que consideré haberme recuperado, pero lo peor estaba por venir: no podía moverme, todo el cuerpo me dolía, sostenerme en pie suponía una tortura. Caminé unos cien metros y me derrumbé. Tuve miedo de que no pasara nadie (los caminos estaban prácticamente intransitados por causa de la huelga) y de morir de inanición y de frío. Caía la tarde y del bosque cercano llegaban ruidos amenazadores. Me hice un ovillo y esperé, resignado a correr la misma suerte que sin duda había corrido María Coral.
Ya sentía los primeros síntomas (quizás imaginarios) de la parálisis, cuando percibía lo lejos el ronquido inconfundible de un motor. Me levanté de un brinco y me planté en el centro de la carretera, dispuesto a parar a quienquiera que poseyera el automóvil que se aproximaba, así fuese el mismo diablo.
Aunque la ondulación del terreno me impedía verlo, el vehículo acortaba distancias. Contuve la respiración y creo que hasta el corazón se me paró. Por fin lo vi coronar el promontorio: era un vetusto artefacto desencuadernado, que avanzaba traqueteando entre volutas de humo y estampidos. Recortada su silueta contra el sol poniente, me pareció enorme, si bien no pasaba de ser un automóvil o camión de los que se dedicaban, en aquel tiempo, al transporte de mercancías pequeñas en trayectos breves. Constaba de dos asientos cubiertos para el conductor y un acompañante y de una caja posterior con soportes verticales en los que se podía atar una lona o hule con los que proteger la carga de las inclemencias del tiempo.
Cuando el camión se hubo acercado lo suficiente, comprobé que llevaba en los flancos sendas pancartas en las que se leía: viva el amor libre. Ocupaban el camión siete mujeres, una de ellas muy joven, otra madura y las cinco restantes de edades que oscilaban entre los veinticinco y treinta y cinco años. Salvo la que conducía, las demás se habían instalado en la caja, jugaban a las cartas, comían y bebían y fumaban tagarninas. Vestían atuendos campesinos, de amplísimos escotes, y no se recataban de mostrar las pantorrillas. Iban muy repintadas y perfumadas y se tocaban con pañuelos rojos arrollados a la cabeza, al cuello o a la cintura. Recuerdo que la menor se llamaba Estrella, y la mayor, Democracia.
El camión se detuvo y me invitaron a subir a la caja. Me acomodé como buenamente pude, pues no sobraba espacio, y el camión reanudó su ajetreado paso. Agradecí a las mujeres su hospitalidad y me contestó la mayor, en nombre de todas, que no tenía que dar las gracias ni humillarme ante nadie, que había llegado el momento de la liberación, que todo era de todos y que los hombres éramos hermanos, y cada uno, un rey.
– Si tienes hambre o sed, dínoslo y procuraremos satisfacerte en la medida de nuestras posibilidades. Y si luego quieres, elige a la que más te guste de nosotras y sacia tu fogosidad.
Yo, la verdad, estaba un tanto desconcertado. Acepté, de todos modos, un bocadillo de salchichón y un trago de vino, y decliné la segunda parte de la invitación con el pretexto, real, por otra parte, de que me hallaba en el límite de mis fuerzas.
– No lo tomen ustedes a mal, se lo ruego -añadí-, pero debo aclararles que acabo de sufrir la pérdida de un ser querido.
Todas me compadecieron y la llamada Democracia se aventuró a decir que tal vez entre todas podrían procurarme un cierto solaz. Ante mi firmeza en la negativa, no insistió y me dejaron en paz.
El camión, mientras tanto, viajaba sin tregua entre campos baldíos y breñas rojizas. La noche se nos echó encima y las que jugaban a las cartas recogieron su baraja y se pusieron a cantar. La mayor y la más joven (que no tendría más de quince años, según deduje) me pusieron al corriente de sus actividades. No saqué las ideas muy claras de su explicación, pero entendí que se habían puesto en camino apenas iniciada la huelga general con el propósito de predicar el amor libre de palabra y de obra. Llevaban recorrida buena parte de la región y habían conseguido un número grande de prosélitos. Me dieron una hoja torpemente impresa en la que se veía una mujer desnuda imitando la pose de una estatua griega. Al dorso se leía:
«El hombre pobre y trabajador se halla oprimido por el que es rico y no trabaja; pero a este hombre le queda aún el recurso, bien triste por cierto, de vengarse de la opresión que sufre, oprimiendo a su vez a la hembra que le tocó en suerte; a esta hembra no le queda ya ningún medio de desahogo, y tiene que resignarse a padecer el hambre, el frío y la miseria que origina la explotación burguesa y, como si esto fuera poco, a sufrir la dominación bestial, inconsiderada y ofensiva del macho. Y éstas son las más felices, las privilegiadas, las hijas mimadas de la Naturaleza, porque existe un treinta o un cuarenta por ciento de esas mujeres que son mucho más infelices aún, puesto que nuestra organización social, hasta les prohíbe el derecho a tener sexo, a ser tales hembras, o, lo que es lo mismo, a demostrar que lo son .
«Oh, la mujer! He ahí la verdadera víctima de las infamias sociales; he ahí el verdadero objeto de la misión de los apóstoles generosos.»
– Es un hermoso y noble texto de uno de los maestros del anarquismo -me dijo la dulce Estrella mirándome a los ojos con los suyos, profundos y claros.
– Queremos demostrar a los hombres con nuestra conducta que somos capaces y dignas de comprensión, iguales en la libertad -declamó la llamada Democracia.
Yo no sabía a qué carta quedarme. Al principio las tomé por vulgares prostitutas que habían decidido adaptar la profesión al espíritu de los tiempos. Más adelante pude comprobar que no cobraban por ejercer su apostolado, si bien aceptaban comida, vino, tabaco y algún obsequio de poco valor (un pañuelo, unas medias, un ramillete de flores silvestres, un retrato de Bakunin). A lo largo del viaje las fui catalogando sucesivamente como locas, farsantes, chifladas y santas, a su manera.
Los seis días que duró el recorrido hasta Barcelona tuvieron un cariz que me atreveré a calificar de bucólico. Viajábamos de día y por las noches dormíamos en los establos de las masías, cuyos habitantes nos acogían con hospitalidad fraternal. Nos cobijábamos entre las pajas y nos abrigábamos con mantas que nos prestaban y tratábamos de dormir, cosa que no siempre resultaba fácil, pues los mozos de labranza, sabedores de la moral de las huéspedes, acudían con ruidosa frecuencia al dormitorio común. Una vez fui despertado por unas manos trémulas y recibí en el rostro la siguiente salutación:
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