Eduardo Mendoza - La verdad sobre el caso Savolta

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«Le tengo un gran cariño porque recuerdo su elaboración como una época especialmente intensa de mi vida literaria, llena de ilusiones, de esfuerzos angustiosos y resultados sorprendentes, de decisiones que en mi inexperiencia eran trascendentales. Podría decir que me jugaba el todo por el todo, o que puse toda la carne en el asador, dos frases hechas cuyo significado no acabo de entender muy bien.» Eduardo Mendoza En un período de neutralidad política (Barcelona 1917-1919), una empresa fabricante de armas abocada al desastre económico por los conflictos laborales es el telón de fondo del relato de Javier Miranda, protagonista y narrador de los hechos. El industrial catalán Savolta, dueño de ese negocio que vendió armas a los aliados durante la Primera Guerra Mundial, es asesinado. El humor, la ironía, la riqueza de los matices y de las experiencias, la parodia y la sátira, el pastiche de la subliteratura popular, la recuperación de la tradición narrativa desde la novela bizantina, la picaresca y los libros de caballerías hasta el moderno relato detectivesco, convierten esta novela en una tragicomedia inteligente y divertida, que situó a Eduardo Mendoza entre los narradores españoles más destacados de las últimas décadas.

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– Eso dicen los del lugar. Yo jamás los vi -respondió el cabo con indiferencia-. Ahora, si le parece bien, procedamos a tomarle la declaración.

Me mostré lo más evasivo posible. A decir verdad, bien poco hube de forzar mis respuestas para desconcertar al cabo. Ignoraba el apellido de Max, su edad, el lugar de su nacimiento y todos los restantes datos personales concernientes al pistolero. Mentí con respecto a María Coral. Fingí no saber quién era para no dar datos y convertirla en presa identificable. Tampoco el cabo se mostró muy incisivo. Se notaba que aquel asunto le desagradaba. Cuando nos despedimos aproveché para decirle:

– Si encuentran a la mujer, trátenla con delicadeza. Es una menor.

El cabo me dio una palmadita en el hombro.

– Ustedes los de Barcelona no se privan nunca. De nada.

Pasé la noche a la espera de María Coral, sentado en el pórtico de la casa, pero llegó la mañana y la gitana no regresaba. Bien entrado el día, decidí telefonear a Barcelona y tener un cambio de impresiones con Lepprince. En ninguna casa del pueblo tenían teléfono, como había supuesto, y me dirigí a las oficinas de la Compañía, donde contaba con agenciarme la influyente ayuda de los ingenieros.

Sin embargo, mis propósitos estaban condenados al fracaso. En el sendero que iba de la carretera al edificio de la Compañía, me topé con un grupo de obreros que me cerraron el paso.

– ¿Adónde va? -me preguntó uno de los obreros.

– A las oficinas, a telefonear.

– No se puede. Las oficinas están cerradas.

– ¿Cerradas? ¿Hoy? ¿Y eso por qué?

– Hay huelga.

– Pero se trata de una cuestión de vida o muerte.

– Lo sentimos mucho. La huelga es la huelga.

– Déjenme intentarlo, al menos.

– Está bien, pase.

Me dejaron el camino libre, pero fue inútil. Frente a la verja de hierro había piquetes de hombres armados con barras de hierro, herramientas y objetos contundentes. El ambiente, con todo, estaba en calma. Esperé sin que nadie fijase su atención en mí. Transcurrido un rato salió una docena de hombres del edificio. Dos, al menos, llevaban escopetas, y todos, pañuelos rojos al cuello. Los de fuera abrieron las puertas de la verja. A poco vi aparecer el automóvil negro de los ingenieros. Iba repleto de gente como un tranvía. Cruzó la verja y se perdió carretera adelante, en dirección a Barcelona. Los obreros entraron entonces en el edificio y cerraron las puertas. Yo perseguí un rato al coche, haciendo señas para que se detuviera. Naturalmente, no me hicieron ningún caso.

Volví al pueblo y acudí al cuartelillo de la Guardia Civil. El cabo había salido. Pedí que me dejaran telegrafiar.

– El telégrafo no funciona. Los huelguistas han cortado el fluido eléctrico -me dijo un número.

– ¿Saben algo de la chica perdida?

– No.

– Irán a dar una batida, supongo.

– Ni lo sueñe. Bastantes quebraderos de cabeza nos traerá esa dichosa huelga. Por ahora parecen tranquilos, pero ya veremos lo que ocurre cuando pasen unas horas. Cuando este follón acabe, quizá salgamos por el monte, a ver.

– ¿Y cuánto puede durar esta huelga?

El número se encogió de hombros.

– Nunca se sabe. A lo mejor es la revolución.

A mediodía sepultamos a Max. Aprovechando el desinterés de las autoridades locales por todo lo que no fuese la huelga, conseguí que lo enterraran con armas. Pensé que allí donde sea que vayan los muertos, Max tenía que ir con sus pistolas. Cuando empezaban a rellenar la fosa, aparecieron varios huelguistas enarbolando una bandera roja y una enseña anarquista y rindieron honores a Max. Les pregunté por qué lo hacían y me dijeron que no sabían quién era, pero que lo había matado la guardia civil y eso bastaba.

IX

Habían transcurrido cinco días desde la muerte de Max y María Coral no aparecía. Desesperado de obtener la colaboración de la guardia civil (absorta en la crisis social del momento) me agencié la colaboración interesada de un lugareño cabezota y zafio y juntos recorrimos los montes. Por sus funciones de guía me pidió «algo de oro» y yo le di mi reloj. A decir verdad, fue un intercambio de estafas, pues el reloj era de latón dorado y el campesino, por su parte, me hizo dar vueltas en torno al pueblo, abusando de mi desorientación, sin aventurarse por los parajes más agrestres y trabajosos. Mientras tanto, el herrero del pueblo reparaba el automóvil. Hizo una chapuza horrorosa y me cobró una cantidad desmesurada, porque «con eso de la huelga, sólo podía trabajar de noche y aun con grave peligro de su vida». De modo que le pagué por esquirol y por acabar de descomponer lo que ya estaba descompuesto.

La huelga se hacía notar por detalles marginales, ya que, aparte de la Compañía, ningún trabajo había en el pueblo que se pudiera paralizar. En el edificio de la Compañía ondeaban banderas anarco-sindicalistas y en la plaza del pueblo se habían pegado afiches con la efigie de Lenin, al que pronto pintaron los chiquillos gafas y cigarros y alguna que otra obscenidad.

Los obreros se reunían a diario y pasaban la jornada tomando el sol a la puerta de la taberna, discutiendo y filosofando y haciendo circular bulos sobre los acontecimientos revolucionarios acaecidos en otras localidades. A la caída de la tarde se organizaban mítines en los cuales los socialistas y los anarquistas se insultaban recíprocamente. Al término de los mítines, los oradores y sus oyentes se congregaban ante la iglesia y apostrofaban al cura, acusándole de usurero, corruptor de menores y soplón. La guardia civil no se dejaba ver en estas ocasiones. Según comprobé, seguía el devenir de la huelga desde la ventana de la casacuartel, tomando nota de personas, dichos y tendencias, y confeccionaba un voluminoso atestado que dictaba el cabo y escribían los números con faltas, tachaduras y borrones.

De todas estas novedades, que tenían al pueblo encandilado, me enteraba yo al anochecer, cuando regresaba de mis correrías por el monte, reventado de andar, yerto de frío, con la ropa y la piel desgarradas por las zarzas y la garganta seca de gritar el nombre de María Coral y espantar conejos. Por fin, cansado de buscar una aguja en un pajar, y aprovechando que el herrero se había cansado de manosear el automóvil, decidí regresar a Barcelona, con ánimo de volver al pueblo más adelante, cuando las cosas hubieran vuelto a la normalidad y una labor coherente y organizada pudiera llevarse a cabo con garantías de éxito.

Salí del pueblo por la mañana, confiando en llegar a mi destino en menos de cuarenta y ocho horas. Tardé una semana.

El primer día recorrí varios kilómetros a buena marcha, pero al coronar una cuesta, el automóvil se paró, relinchó, dio un brinco y empezó a despedir llamaradas cárdenas. Tuve tiempo de saltar y ocultarme tras una roca antes de que la maquinaria hiciera explosión. Abandoné pues los restos carbonizados de la conduite-cabriolet y continué a pie hasta llegar a una localidad cuyo nombre nunca me preocupé en averiguar

El pueblo en cuestión parecía celebrar su Fiesta Mayor. En realidad, se trataba de la huelga. Cómo lograron aquellas comunidades ancestrales y aisladas sincronizar la puesta en marcha del conflicto es un misterio. Sin embargo, por lo que luego leí en los periódicos y por lo que yo mismo puede comprobar en mis andanzas, Cataluña entera se había lanzado a una huelga general. Eso no hacía sino entorpecer mis planes, porque los medios de transporte, ya de por sí exiguos, habían dejado de funcionar. Tampoco me fue dado usar del teléfono, del telégrafo ni de ninguna otra forma de comunicación. Cuando regresé a Barcelona, habían transcurrido dieciséis días de mi marcha y durante todo ese tiempo mi aislamiento fue absoluto.

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