Eduardo Mendoza - La verdad sobre el caso Savolta

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«Le tengo un gran cariño porque recuerdo su elaboración como una época especialmente intensa de mi vida literaria, llena de ilusiones, de esfuerzos angustiosos y resultados sorprendentes, de decisiones que en mi inexperiencia eran trascendentales. Podría decir que me jugaba el todo por el todo, o que puse toda la carne en el asador, dos frases hechas cuyo significado no acabo de entender muy bien.» Eduardo Mendoza En un período de neutralidad política (Barcelona 1917-1919), una empresa fabricante de armas abocada al desastre económico por los conflictos laborales es el telón de fondo del relato de Javier Miranda, protagonista y narrador de los hechos. El industrial catalán Savolta, dueño de ese negocio que vendió armas a los aliados durante la Primera Guerra Mundial, es asesinado. El humor, la ironía, la riqueza de los matices y de las experiencias, la parodia y la sátira, el pastiche de la subliteratura popular, la recuperación de la tradición narrativa desde la novela bizantina, la picaresca y los libros de caballerías hasta el moderno relato detectivesco, convierten esta novela en una tragicomedia inteligente y divertida, que situó a Eduardo Mendoza entre los narradores españoles más destacados de las últimas décadas.

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– ¿Sabrás manejar un arma? -me dijo.

– ¿Será necesario? -le pregunté.

JUEZ DAVIDSON. ¿Conoció usted, también por aquellas fechas, a Domingo Pajarito de Soto?

MIRANDA. Si.

J. D. ¿Reconoce como suyos, de Domingo Pajarito de Soto, quiero decir, los artículos depositados ante el Tribunal y que figuran como documentos de prueba número 1?

M. Sí.

J. D. ¿Trató usted personalmente a Domingo Pajarito de Soto?

M. Sí.

J. D. ¿Con asiduidad?

M. Sí.

J. D. ¿Pertenecía el citado señor, en su opinión, claro está, al partido anarquista o a una de sus ramificaciones?

M. No.

J. D. ¿Está seguro?

M. Sí.

J. D. ¿Le dijo él explícitamente que no pertenecía?

M. No.

J. D. En tal caso, ¿cómo puede estar tan seguro?

La taberna de Pepín Matacríos estaba en un callejón que desembocaba en la calle de Aviñó. Nunca logré aprender el nombre del callejón, pero sabría ir a ciegas, si aún existe. Infrecuentemente visitaban la taberna conspiradores y artistas. Las más de las noches, inmigrantes gallegos afincados en Barcelona y uniformados a tono con sus empleos: serenos, cobradores de tranvía, vigilantes nocturnos, guardianes de parques y jardines, bomberos, basureros, ujieres, lacayos, mozos de cuerda, acomodadores de teatro y cinematógrafo, policías, entre otros. Nunca faltaba un acordeonista y, de vez en cuando, una ciega que cantaba coplas estridentes a cuyos versos había suprimido las letras consonantes: e-u e-u-o u-e-a-i-o-o-o. Pepín Matacríos era un hombrecillo enteco y ceniciento, de cuerpo esmirriado y cabeza descomunal en la que no figuraba otro pelo que su espeso bigote de guías retorcidas puntas arriba. Había sido faccioso de una suerte de mafia local que por aquellas épocas se reunía en su taberna y a la que controlaba desde detrás del mostrador.

– Yo no soy abiertamente opuesto a la idea de moral -me dijo Pajarito de Soto mientras dábamos cuenta de la segunda botella-. Y, en este sentido, admito tanto la moral tradicional como las nuevas y revolucionarias ideas que hoy parecen brotar de toda mente pensante. Si lo miras bien, unas y otras tienden a lo mismo: a encauzar y dar sentido al comportamiento del hombre dentro de la sociedad; y tienen entre sí un elemento común, fíjate: la vocación de unanimidad. La nueva moral sustituye a la tradicional, pero ninguna se plantea la posibilidad de convivencia y ambas niegan al individuo la facultad de elegir. Esto, en cierto modo, justifica la famosa repulsa de los autocráticos a los demócratas: «quieren imponer la democracia incluso a los que la rechazan», habrás oído esa frase mil veces, ¿no? Pues bien, con esta paradoja, y al margen de su intención cáustica, descubren una gran verdad, es decir, que las ideas políticas, morales y religiosas son en sí autoritarias, pues toda idea, para existir en el mundo de la lógica, que debe ser tan selvático y aperreado como el de los seres vivos, debe librar una batalla continua con sus oponentes por la primacía. Éste es el gran dilema: si uno solo de los miembros de la comunidad no acata la idea o no cumple la moral, ésta y aquélla se desintegran, no sirven para nada y, en lugar de fortalecer a cuantos las adoptan, los debilitan y entregan en manos del enemigo.

Y en otra ocasión, paseando casi de madrugada por el puerto:

– Te confesaré que me preocupa más el individuo que la sociedad y lamento más la deshumanización del obrero que sus condiciones de vida.

– No sé qué decirte. ¿No van estrechamente ligadas ambas cosas?

– En modo alguno. El campesino vive en contacto directo con la naturaleza. El obrero industrial ha perdido de vista el sol, las estrellas, las montañas y la vegetación. Aunque sus vidas confluyan en la pobreza material, la indigencia espiritual del segundo es muy superior a la del primero.

– Esto que dices me parece una simpleza. De ser así, no emigrarían a la ciudad como lo están haciendo. Un día en que le hablaba en términos elogiosos del automóvil meneó la cabeza con pesadumbre.

– Pronto los caballos habrán desaparecido, abatidos por la máquina, y sólo se utilizarán en espectáculos circenses, paradas militares y corridas de toros.

– ¿Y eso te preocupa -le pregunté-, la desaparición de los caballos barridos por el progreso?

– A veces pienso que el progreso quita con una mano lo que da con la otra. Hoy son los caballos, mañana seremos nosotros.

AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926

Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Yo, Alejandro Vázquez Ríos, presto juramento y digo:

Que nací en Antequera (Málaga) el día 1 de febrero de 1872, que ingresé en el cuerpo de policía en abril de 1891 y, como tal, desempeñé mis funciones en Valladolid, siendo ascendido en 1907 y trasladado a Zaragoza, nuevamente ascendido en 1910 y trasladado a Barcelona, donde resido actualmente. Que abandoné el ya citado Cuerpo en 1920 pasando a ocupar un puesto en el departamento comercial de una empresa del ramo de la alimentación. Que durante el ejercicio de mi cargo de policía tuve ocasión de seguir de cerca los hechos que hoy se conocen como «el caso Savolta». Que con anterioridad a mi designación para la investigación de los mencionados hechos, había tenido conocimiento de la existencia de Domingo Pajarito de Soto, del cual se conocían unos artículos aparecidos en el periódico obrerista La Voz de la Justicia y de marcado carácter infamante, vejatorio y subversivo. Que del ya citado individuo se desconocía su filiación; se sabía que procedía de Galicia, que no tenía trabajo ni domicilio declarados, que vivía con una mujer de la que tenía un hijo, ignorándose si esa unión se había realizado de conformidad con la Iglesia Católica; que entre sus lecturas se contaban los siguientes autores: Roberto Owen, Miguel Bakunín, Enrique Malatesta, Anselmo Lorenzo, Carlos Marx, Emilio Zola, Fermín Salvochea Francisco Ferrer y Guardia, Federico Urales y Francisco Giner de los Ríos, entre los más representativos, así como folletos de Ángel Pestaña, Juan García Oliver, Salvador Seguí «el Noi del Sucre» y Andrés Nin, entre otros, y publicaciones antigubernamentales como La Revista Blanca, La Voz del Trabajo, El Condenado, entre otras, y la ya citada La Voz de la Justicia, en la que colaboraba. Que al parecer había tenido contactos con el ya citado Andrés Nin (véase la ficha que se adjunta) y tal vez con otros dirigentes de igual o parecida tendencia, sin que se sepa a ciencia cierta en qué medida…

JUEZ DAVIDSON. ¿Cuándo conoció usted a Lepprince?

MIRANDA. He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto.

J. D. Explique brevemente el encuentro.

M. Lepprince fue al despacho de Cortabanyes y éste, tras hablar con él, me ordenó que me pusiese a su servicio. Lepprince me condujo a su auto, fuimos a cenar y luego a un cabaret.

J. D. ¿A dónde dice que fueron?

M. A un cabaret. Un local nocturno en el que…

J. D. Sé perfectamente lo que es un cabaret. Mi expresión fue de asombro, no de ignorancia. Prosiga.

Consistía en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos había un piano y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. Interpretaba la mujer una polca a ritmo de nocturno que interrumpió al entrar nosotros.

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