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Marcos Aguinis: El Combate Perpetuo

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Marcos Aguinis El Combate Perpetuo

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El combate perpetuo: Una biografía admirable con ritmo de novela – Marcos Aguinis: Guillermo Brown es una de las figuras decisivas de la historia argentina. Sin embargo, el trato que la historia le ha dado a menudo ha oscurecido al hombre y acartonado al prócer. Este libro de Marcos Aguinis – `esta biografía con ritmo de novela`, como el mismo la define – es, además, una lúcida y exitosa operación de rescate. Rescate del héroe y del personaje, puesto que el almirante Guillermo Brown aparece en toda su dimensión épica, pero también porque tal dimensión no borra ni excluye los rasgos que lo convierten en el protagonista de un libro de aventuras. Alguien, como consigna el autor, cuyas vicisitudes hubieran apasionado por igual a los novelistas del siglo diecinueve y del siglo veinte. Y que apasionarán asimismo a los lectores. Redactada en tiempos difíciles, cuando la incertidumbre y el desaliento parecían volver impensable una obra de esta laya, El combate perpetuo invita a ser leída y releída como cautivante relato y también como forma de tratar la historia de un modo distinto, nunca esquemático ni maniqueo, siempre riguroso e inteligente.

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Le entregan la espada de Arana Urioste, que se niega a recibir. Vuelto a bordo de su buque, ahíto de rabia y asco, ordena la inhumación de aquellos despojos profanados y que se instale una cruz en el lugar.

Este triunfo no le da satisfacción. A la inversa de lo que ocurrió en la guerra contra el Brasil, cuenta con una fuerza superior a la del adversario. Y es un adversario magnífico… Para colmo, se han cometido actos miserables de carnicería que no pueden justificarse ni perdonarse.

Juan Manuel de Rosas, por el contrario, se pone muy contento cuando recibe las noticias. Las huestes del "pardejón Rivera" metidas en los ríos interiores podían hacerle trepidar el régimen, perturbar el comercio, sublevar más caudillos, incrementar la virulencia de ingleses y franceses. La acción del "viejo Bruno" le viene de perillas. Y resuelve convertir la batalla de Costa Brava en un hito histórico. Manda organizar festejos y que sus servidores exalten la expectativa para cuando se produzca el regreso del almirante.

Brown, por diversas causas, demora, su retorno. Aparece frente a la rada de Buenos Aires recién el 8 de setiembre. La ciudad aparece embanderada. Los cañones del Fuerte lo saludan. Bandas militares y la orquesta del teatro Victoria llenan el aire con música. Se comienza a preparar un asado con cuero en la Alameda para la multitud de gauchos y negros que invaden la costa.

Manuelita Rosas, seguida por damas y altos funcionarios, se adelanta al buque insignia para darle la bienvenida. Las campanas y las aclamaciones estremecen toda la ribera. Brown llega a tierra con su brillante, uniforme de gala. Pasa una correntada de lavanderas haciendo tremolar paños, como una murga.

Lo conducen hacia la Capitanía del Puerto que fue acondicionada para la ocasión. Se cubrió el techo con maderas y el piso con alfombras; las paredes fueron tapizadas con bramante festoneado de punzó y se colgaron, en forma alternada, espejos y grabados. Doce magníficas arañas penden del techo y una infinidad de candelabros rutilantes emergen de las columnas. En la cabecera lucen grandes retratos del Restaurador, del destituido presidente uruguayo Oribe y del almirante Brown, rodeados de una profusa simbología marcial: cañones, fusiles, espadas, lanzas, cornetas y hasta cuatro buques [8].

Al inaugurar el vigesimosegundo período de la Legislatura, Juan Manuel de Rosas expresa en su mensaje:

"El invicto brigadier don Guillermo Brown, pertenece a los defensores ilustres de nuestra independencia".

29

Los embajadores de Francia e Inglaterra, incomodados por las victorias federales en tierra yagua, dirigen una intimación al Gobierno el 15 de noviembre de 1842, para que cese la guerra. Este pedido es reiterado al día siguiente en otra nota. Poco después se agrava la situación de los unitarios: el general Oribe (aliado de Rosas) vence a Rivera e invade el Uruguay con su ejército, investido con el título de Presidente legal de la República. Brown se presenta ante Montevideo y opera contra embarcaciones y posiciones costeras. Respondiendo a esta ofensiva en tenaza de los federales, se forman en el Uruguay legiones de extranjeros armados, entre las que se destacan los vascos, catalanes, franceses y unitarios argentinos. El bloqueo de Brown es molestado y violado por los jefes de la escuadra anglofrancesa. La guerra es cada vez más confusa, hipócrita y sangrienta.

Pero el almirante no extravía sus principios: ha afirmado que "a Lucifer mismo debemos servir con sinceridad, si hemos comprometido la palabra". Se entera de que ha fallecido en Montevideo el general Martín Rodríguez, considerado "salvaje unitario" aunque la patria le debe grandes servicios. Entonces ordena poner a media asta las banderas de todos los mástiles. Un oficial le pregunta si no teme las consecuencias que originará el inoportuno homenaje. Brown lo mira a los ojos.

– En este momento ignoro si el muerto era amigo o enemigo de Rosas. Sólo sé que fue un gran patriota, un gran corazón y un ciudadano insigne, y ése es al que honro.

En enero de 1845 escribe al Restaurador "para hacerle presente el estado de desnudez en que se hallan los oficiales, tripulaciones y guarniciones de los buques a mi mando".

Los roces con la escuadra anglofrancesa, especialmente con el almirante británico Purvis, se toman peligrosos. Purvis le advierte que un conflicto entre sus respectivas flotas puede colocarlo bajo la ley que declara piratas a súbditos británicos que atacan la bandera de su propio país… Este golpe ruin afecta la sensibilidad del viejo marino. ¡Ahora le recuerdan su carácter de súbdito británico, cuando han hecho todo lo posible para despedazarlo en cuerpo y alma! ¿No lo vienen persiguiendo desde chico? ¿No arruinaron su pueblo, su familia, la vida de sus parientes? ¿No lo convirtieron en botín, robaron su heroica Hércules y casi dejaron morir de fiebre y de sed en las Antillas? ¿Le llaman súbdito británico después de haberle infligido cien heridas y humillaciones?

– ¡Malditos, canallas!

Retornan los espíritus malignos. Es la locura que asusta a Elizabeth. Brown está hosco y a menudo delira. Cuando le sirven de comer, devuelve los platos temiendo que los hayan envenenado y pide a uno de sus muchachos que le dé su modesta carne asada y una simple jarra de vino. Los espíritus redoblan su tormento por las noches. Brown suda, se levanta desorbitado: si quieren matarme, entonces ¡peleen!, pero no así, ¡asesinos perversos!, ¡cobardes! Apoya el oído en la pared, mira con la vista excitada. Los gigantes transparentes le susurran: ¡renegado!, ¡vendido! Brown los corre por el camarote a puñetazos. Sale al aire rielado por la luna con el rostro transido de dolor. Lleva la gorra ladeada; sus hombres comprenden que se desarrolla un combate en su cabeza y, respetuosamente, se apartan de su camino, desvían los ojos.

Se aproxima el término de sus servicios.

El ministro Felipe Arana, en nombre de Juan Manuel de Rosas, le ordena regresar a su fondeadero para evitar un choque armado con los insolentes de ultramar, que reportarían grandes y estériles sacrificios. Pese a ello se producen varios incidentes. Un tiro de cañón perfora el buque General San Martín . La escuadra argentina es apresada por la abrumadora fuerza extranjera: sus tripulantes son obligados a dejar las naves y son remitidos en lanchones a Buenos Aires. Es una derrota categórica, una derrota que produce vergüenza. Una derrota que parece la bofetada de un adulto a un jovenzuelo díscolo.

Guillermo Brown trepida de horror e impotencia. Abatido por el bochorno, permanece veinticuatro horas en el Fulton , que lo devuelve a Buenos Aires. En el minucioso informe que eleva sobre esta desgracia naval, afirma que "tal agravio demanda imperiosamente el sacrificio de la vida con honor". Está enojado por haber obedecido: sólo la subordinación a las órdenes superiores "para evitar la aglomeración de incidentes que complicasen las circunstancias, pudo resolverme a. arriar un pabellón que por treinta y tres años de continuos triunfos, he sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata".

A pesar de que "le robaron la escuadra" -como repite enfurecido- lo reciben en Buenos Aires con una salva de diecisiete cañonazos. Una multitud lo vitorea para manifestarle solidaridad en esta luctuosa ocasión.

30

El zangoloteado Almirante se recluye en su casona amarilla de Barracas. Los honores le resultan tan vergonzosos corno la derrota. En consecuencia, su alejamiento le priva de los históricos combates de la Vuelta de Obligado, Tonelero, Quebracho. No oculta su irritación por la contradictoria postura nacional frente al bloqueo anglofrancés, con provincias que lo celebran y provincias que lo repudian. Ya le asquean los crímenes de la Mazorca. Está cansado, confundido y muy triste. En su chacra lee la Gaceta Mercantil y el British Packet . Se ocupa de sus hijos y nietos. Escribe con más frecuencia a los familiares que quedaron en Irlanda. Es visitado por su hermano Miguel que después de curarse en Río Grande viajó a Inglaterra y en 1828 decidió reinstalarse en Buenos Aires; evocan con indulgencia aquel fantástico periplo de corsarios que anunció y preparó la campaña libertadora de San Martín en el Pacífico. La paz del entorno le arrima, paulatinamente, la paz que tanto necesita su espíritu.

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