Gutierres llamó varias veces sin poder contactar. ¡El rancho! ¡Haría venir a todos los disponibles!
Intentó una y otra vez hablar con el rancho a través del teléfono fijo. Luego con el móvil. No había línea. ¡Estaba incomunicado! Entonces la alarma del edificio empezó a sonar.
– ¡Mierda! -dijo lanzando el teléfono al suelo-. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? ¡Es una trampa!
Al oír el ulular de la alarma Jaime sintió que era el principio del fin. Su mano buscó la de Karen, sujetándola con fuerza. ¿Qué importaba ahora que lo hubiera utilizado? Jaime sabía que entre los «cadáveres» que Beck mencionaba aparecerían los suyos. No le guardaba rencor a Karen por haberle metido en aquella aventura; al contrario, la amaba más ahora, sabiendo que todo terminaría en unos momentos. Hubiera podido terminar bien. Y aun con un final triste, también habría valido la pena; Karen le había llevado, de una existencia monótona, a amar, sufrir y gozar de la vida con una intensidad nunca sentida antes. Ocho siglos en dos semanas.
– No nos queda ya tiempo y quiero la información que le he pedido, Berenguer -presionó Beck-. Déme los códigos de acceso a Montsegur.
– Necesita entrar de forma no violenta en Montsegur para escenificar su acto final de suicidio de la secta, y Laura no sabe los códigos ¿cierto? -Beck hizo una pequeña inclinación afirmativa con la cabeza-. Y luego, ¿qué? No puede dejarnos con vida; nos asesinará. ¿Qué gano dándole los códigos? Nada. No tiene con qué negociar.
Beck esperó unos momentos antes de responder y lo hizo de forma lenta, recalcando las palabras:
– Sí tengo. Y se llama dolor. Voy a pedir que venga Paul y que pase un buen rato con la señorita Jansen. Delante de usted. O ella o usted me darán lo que quiero. En poco tiempo, se lo aseguro. Dénmelo ahora y así se ahorran el sufrimiento.
– No tiene tiempo de que ese cafre de Paul haga a Karen lo que debió de hacer con Linda Americo en Miami. No sirve su amenaza.
En aquel momento, se oyeron varios estampidos en el exterior. Continuaron por un minuto y luego se hizo el silencio.
Gutierres dio instrucciones a sus hombres para que nadie abandonara la planta trigésimo segunda y, luego de comprobar que los ascensores estaban bloqueados, se dirigió a la sala de conferencias con rapidez. A pesar de la alarma nadie se había movido, y Davis continuaba su infructuoso interrogatorio a White. Sin pronunciar palabra, Gutierres agarró a White por las solapas de su chaqueta. White era corpulento, pero Gutierres lo era tanto o más y, de un tirón, lo hizo incorporar.
– ¿Qué está pasando? -le interrogó casi escupiéndole en la cara.
– Está sonando la alarma -respondió White con un asomo de sonrisa.
Gutierres le soltó las solapas y rápido, casi antes de que White terminara de hablar, le propinó un bofetón con el revés de su mano haciéndole caer en la silla.
– ¿Qué está pasando? -repitió.
– No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber si estoy aquí? -White hablaba ahora alterado y cubriéndose con la mano la mejilla-. Sólo sé que está sonando la alarma.
– ¿Qué está pasando? ¿Qué traman tus amigos? -La marca de sus mandíbulas apretadas era el único signo de tensión en el rostro de Gutierres-. Cuéntame todo lo que sabes; y como mientas, te voy a cortar los huevos. ¡Habla!
– No sé nada. Te lo juro.
En aquel momento el teléfono de la sala de juntas sonó. Gutierres lo miró con extrañeza mientras el pretoriano que tomaba las minutas de la reunión descolgaba el auricular.
– Es para usted -dijo ofreciéndoselo a Gutierres.
– Gutierres. -Éste reconoció la voz de Moore, el jefe de seguridad del edificio-. Tenemos un incendio causado por una pequeña explosión en el piso dieciséis en el ala sur. No se ha podido controlar aún. Debemos desalojar de inmediato el edificio por la escalera de emergencia norte. Siguiendo normas de seguridad, el ascensor ha sido bloqueado. Hay amenazas de más bombas; salgan de ahí lo antes posible.
– ¿Por qué no funcionan los otros teléfonos?
– No lo sé. Quizá el incendio ha afectado algunas líneas. ¡Salgan ya!
– De acuerdo. Gracias.
Gutierres colgó el teléfono, para descolgar de nuevo e intentar una llamada al exterior. No consiguió tono. Intentó una llamada al propio Moore. Tampoco. Las líneas interiores tampoco funcionaban.
– ¡Que nadie se mueva de la sala! -ordenó mientras salía por la puerta.
Fuera, estableció posiciones de guardia para sus hombres y escogió a dos para que inspeccionaran la salida por la escalera de seguridad norte.
– Extremad la precaución -les dijo-; puede ser una trampa.
– Laura, ve a ver qué ocurre -dijo Beck al oír los estampidos.
Laura hizo el gesto de levantarse, pero antes de que saliera se abrió la puerta y apareció otro hombre equipado de forma semejante al anterior. ¡Era Daniel Douglas, el ex compañero de Jaime!
– ¿Ha empezado ya la fiesta, Daniel? -preguntó Beck.
– Un par de guardaespaldas salieron por la escalera de seguridad norte. Los esperábamos, intentamos asaltar el piso veintidós pero estaban preparados y nos recibieron a tiros. Cazamos a uno el tipo ha caído muerto en la escalera, pero los de arriba nos rechazaron, encerrándose a cal y canto. Vamos a colocar las cargas explosivas en el techo. -Luego lanzó una mirada de triunfo a Jaime y le dijo-: Te creías muy listo, Berenguer. Lograste incluso que el viejo te ascendiera a presidente, ¿verdad? Pensabas que nos habías derrotado a mí y a los Guardianes. ¡Qué estúpido!
Jaime estaba sorprendido, sabía que Douglas era uno de los principales implicados en el fraude; pero no se lo imaginó así, con las armas en la mano en el asalto del edificio de la Corporación. Mantuvo su mirada, pero no respondió. Ante su silencio, Douglas dijo a Beck:
– Termina pronto con ellos.
– De acuerdo. Pero tú a lo tuyo; no debes mezclar en esto tus sentimientos personales. Seguid sin mí, según lo planeado; aún tengo asuntos que resolver aquí.
– De acuerdo, Arkángel. -Y dedicándoles a Karen y Jaime una sonrisa satisfecha, Douglas salió dando un portazo.
– Bien, por una vez tiene razón, Berenguer. No me da tiempo de llamar a Paul para que haga hablar a su amiguita, pero le contaré el programa. El primer disparo será al estómago de su chica; el segundo a los intestinos. Producen una muerte muy lenta y dolorosa. Ella suplicará morir y haré que usted lo vea; usted lo pasará aún peor que ella. -Beck apuntó al estómago de Karen-. Laura, vigila a Berenguer; que no haga ninguna tontería. Jaime, su última oportunidad de hablar.
– No digas nada. -Karen hablaba calmada-. Moriremos igualmente, y el dolor no durará siempre. Prefiero sufrir físicamente a darles una victoria.
– La cátara quiere ser mártir, ¿verdad? Bien, Berenguer. Su última oportunidad; cuento hasta tres y disparo. Uno. -Beck se levantó de la silla apuntando el vientre de Karen.
Jaime vio en la expresión fría y determinada del hombre que éste era un asesino y que disfrutaba con aquello. Miró luego a Laura, que, también de pie, pálida pero firme, le encañonaba a él. Veía el siniestro agujero del cañón apuntándole al estómago. No podía creer que ésa fuera la Laura que conocía; parecía una pesadilla y sintió un sudor frío.
Evaluó las posibilidades de saltar a un lado para intentar despistarles. Eran nulas; lo acribillarían de inmediato. Era imposible escapar de la habitación y, aun consiguiéndolo, lo cazarían en el pasillo como a un conejo. No le daría ese placer a Beck. Apretó la mano de Karen, y ella le devolvió el apretón.
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