Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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Arnaldo medía, con su mirada de ceño fruncido, a aquel muchacho arrogante. ¿Cómo se atrevía a plantarle cara cuando grandes y poderosos barones se inclinaban ante él como representante plenipotenciario del Papa? Sin duda, el viejo prior Gerard no se equivocó; ése era el hombre que precisaba para aquella misión: seguro de sí mismo, listo, pronto para la acción, pero astuto. No había esperado que fuera especialmente fácil tratar con semejante tipo, pero Guillermo superaba las expectativas.

Sopesó la situación. Ése era el hombre para el trabajo, pero parecía dispuesto a negarse sin una firme promesa de su parte. No perdería tiempo discutiendo.

– De acuerdo; si triunfáis y dejáis de escandalizar con vuestra conducta, os apoyaré para un obispado en el momento oportuno.

– ¿Qué he de hacer? -repuso Guillermo aliviado.

– Hace unos meses, un legado papal, Peyre de Castelnou, fue asesinado por los herejes cerca de Saint Gilles y unos documentos muy importantes que traía consigo, robados -concretó Arnaldo-. Vos os uniréis a la cruzada, saldréis hacia el sur y los encontraréis para mí.

Guillermo vio de inmediato que no le quedaba otra salida, tendría que cruzarse y olvidar a la dama casada de París.

– ¿Y cómo esperáis que encuentre los documentos?

– Usad vuestro ingenio, pero tendréis que aprender la lengua de oc, naturalmente. El prior Gerard dice que tenéis una habilidad extraordinaria con los idiomas. Y en ocasiones, deberéis mezclaros con la chusma en las tabernas e indagar. También sois hábil en eso,¿verdad?

Guillermo preguntó más sobre las circunstancias del asalto, pero Arnaldo liquidó el tema con concisión: ya se enteraría por el camino de los detalles. Despidió al muchacho, que en genuflexión volvió a besarle el anillo, y llamaron a un fraile para que le acompañara a la puerta. Su mente funcionaba a toda velocidad. «¿Por que me pide que encuentre lo robado y no al culpable?», se preguntaba. Aquello era extraño. Quizá el abad pensaba que lo uno llevaría a lo otro.

Cuando llegaron al patio de caballerizas, Guillermo, con la excusa de que conocía bien la casa y que quería saludar a un conocido, se despidió de su acompañante. La conversación con el aludido fue muy breve y, tan pronto vio que el fraile desaparecía, volvió a entrar en el edificio principal y se dirigió a la habitación que daba al otro lado de la celosía. Desde allí pudo observar al legado, que ya se despedía del prior Gerard.

– Teníais razón, Gerard; es el hombre para esta misión. Sagaz, ambicioso, atrevido.

– Pero no es persona piadosa, nunca lo será -advirtió el anciano.

– Hoy la Iglesia no necesita hombres con piedad -repuso Arnaldo esbozando una sonrisa extraña.

10

«On está la filia del comte don Denís? robada, l'an robada.»

[(«¿Dónde está la hija

del conde don Denís?

Se la llevaron, la raptaron…»)]

Canción popular

Entonces no fui capaz de apreciarlo, pero algo muy extraño estaba ocurriendo. Era jueves, el día principal de mercado, y doña Bernarda regateaba emocionada con ese mercader de sedas nuevo. Pero lo que al principio parecían gangas tales que hacían que mi ama, raro en ella, palpara varias veces su bolsa, después no lo eran tanto y el inconsecuente estilo del negociante, volviéndose atrás en alguno de los precios, empezó a irritar tanto a la mujer que fue elevando su voz conforme su indignación crecía. Pero el género era excelente, el diseño, original y ella, incapaz de resistirse a la seda. Yo me aburría y empecé a curiosear en los tenderetes vecinos. Estábamos lejos de la plaza donde los comerciantes habituales tenían lugares fijos designados por los cónsules de la ciudad. Era una callejuela lateral, cercana a la judería, a la que acudimos atraídas por el rumor de la buena seda a precio excelente. Fue entonces cuando un muchachito se acercó y, mostrándome un pergamino con una espléndida ilustración miniada, me preguntó si me interesaba ver libros. Imposible resistirme a aquellas bellas imágenes de Dios creando el mundo y al preguntarle dónde estaban los libros, me respondió que en un tenderete en la siguiente esquina. Debí sospechar; los libros, y más los ilustrados, son artículos muy lujosos y no se venden en la calle; muchos se hacen por encargo y tardan años en terminarse. Los marchantes acostumbran a visitar directamente a sus posibles clientes: grandes clérigos, nobles o ricos burgueses; no van a los mercados.

Seguí ingenuamente al chico y casi de inmediato noté una mano cubriéndome la boca y cómo me arrastraban al interior de una casa. Allí había varias personas que me sujetaron, aun sin poder evitar que antes de amordazarme, en mi pataleo, soltara un chillido agudo. Pero enseguida me metieron un paño en la boca, anudándomelo alrededor de la cabeza. Por un momento pensé que me asfixiaban. ¿Qué ocurría? ¿Por qué me hacían aquello? ¿Qué querrían de mí? Sentía gran angustia.

En aquellos días Hugo estaba en la ciudad y siempre acudía al mercado antes de misa de doce para coquetear con miradas, sonrisas y alguna que otra frase que ya por entonces intercambiábamos. Estaba buscándonos cuando le dijeron que nos habían visto en las callejas cercanas a la judería. Llegó para encontrarse con doña Bernarda regateando, pero no conmigo. Su reacción fue inmediata; él sabía algo que yo no y, sin ningún miramiento, agarró a mi ama por el brazo y le dio un buen tirón para interrogarla: -¿Dónde está la dama Bruna? La mujer miró asustada a su alrededor balbuciendo:

– Estaba aquí.

Al fin, alarmada al no verme, se puso a chillar con su voz potente:

– ¡Bruna!

Eso atrajo la atención de toda la calle y Hugo empezó a inquirir sobre la Dama Ruiseñor.

Como hija del senescal, yo era bien conocida en la ciudad y una mujer que vendía cestos de mimbre dijo haberme visto momentos antes y oír, al poco, un chillido desde la casa de enfrente, que parecía deshabitada. El trovador encargó a mi ama que pidiera ayuda mientras él forcejeaba con una puerta sólidamente atrancada. No podía abrirla.

En la casa, me taparon los ojos, atándome, pero como aún me debatía, anudaron las cuerdas de los pies con las de las manos de forma que impedían casi totalmente mis movimientos. Yo estaba muy asustada. Nunca había sido maltratada antes. Esa violencia me era extraña y aún más el sentimiento de impotencia, de saber que estaba a merced de lo que aquellos rufianes quisieran hacer conmigo. Eso me hacía temblar y un nudo se formó en mi garganta. Fue entonces cuando oí golpes en la puerta y la voz de Hugo pidiendo que abrieran. Aquello me dio esperanza.

Mis captores se pusieron muy nerviosos, pero el que mandaba dijo que nada había que temer si cada cual cumplía según lo acordado. Sentí que me cargaban en volandas, me pasaban con dificultades por un lugar estrecho, golpeándome contra los muros, y me bajaban al sótano. Después, me volvieron a subir y pensé que estaría de nuevo al nivel de la calle. El jefe preguntó y respondieron que todo estaba listo. Al poco noté que aún me ataban más, esta vez contra una superficie plana de madera. Pusieron cuerda tras cuerda hasta que no pude moverme lo más mínimo. Después colocaron por encima una estructura de madera que dejaba un espacio para respirar y lo cubrieron todo con telas. A continuación noté que aquello empezaba a moverse, traqueteando, a veces con grandes saltos, y supe que me llevaban en algún tipo de carro. Sentía en mis costillas las sacudidas de los baches y piedras que topábamos en la calle y me puse a rezar. ¿Qué sería de mí? ¡Cómo sufriría mi pobre padre cuando supiera que me habían raptado! ¿Le volvería a ver? ¿Vería de nuevo a Hugo?

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