«Encomana'm a la mare rossinyol
i a mon pare no pas gaire
perqué m'ha mal maridada.»
[(«Encomiéndame a mi madre, ruiseñor,
pero no tanto a mi padre, no,
porque me malcasó…»)]
Canción popular
Cuando se casaron, mi madre tuvo que dejar su Francia verde entre ríos y venir a un sur brillante al que nunca se acostumbró. Ella aportaba al matrimonio unas propiedades en el norte, tan lejanas que quizá fueran más incordio que beneficio para mi padre. Nunca entendí las razones políticas para ese enlace. Un día le pregunté y ella, mirando por la ventana ensimismada, como si lamentara su juventud perdida, musitó:
– Mi padre, los compromisos de familia…, lo común en las damas de nuestra alcurnia -no dijo más ni yo, viéndola triste, volví a preguntar.
Se conocieron cuando ella llegó con sus familiares para la boda arreglada, dicen, por el viejo vizconde del que mi padre era senescal, el noble de su confianza en la ciudad de Béziers, su defensor.
Ella era muy joven, no respondía al modelo típico de amante de señor feudal a la que éste casa con un vasallo alcahuete. Tampoco mi padre, último miembro de una viejísima dinastía noble meridional, parecía un subordinado consentidor.
Pero quizá eso no le hubiera importado a él, que se limitó a preñarla de mi hermano y de mí y a darle poco más, pues tenía sus propios romances. Ella al principio no hablaba nuestra lengua occitana, y se comunicaba exclusivamente en oíl con la criada que se trajo de su tierra; mi ama. En Béziers la llamaban Ana de Francia o simplemente «la Francesa».
Pero un día llegó aquel trovador y ella conoció el ansia del amor, la poesía, el suspiro y la sonrisa.
Bernard de Béziers, mi padre, como buen caballero occitano, respetuoso de la Fin'Amor, no puso trabas a la relación. Ella pertenecía físicamente a su marido, pero éste, que usaba poco su cuerpo y menos su espíritu, sabía que era desdichada y que nunca podría hacerla feliz, pues él amaba a otras.
Pero era un buen hombre al que le entristecía la tristeza de ella y respetaba la libertad de Ana para entregar su amor a otro. El espiritual sólo, naturalmente.
Cuando Sans d'Urgell se encontraba en la ciudad, yo le veía más que a mi propio padre. Cantaba en el salón de la casa para familia e invitados, o en el patio si el tiempo era bueno, y tenía acceso a la habitación de mi madre. Allí dormíamos mi madre, mi ama, yo y otras damas, incluida mi prima cuando nos visitaba. Creo que sólo se veían allí cuando estábamos las demás, que nunca se encontraron a solas y que sólo algunos besos, caricias y algún regalo de cuando en cuando fueron la recompensa para él. Pero no podría asegurarlo. Veía la ternura, el amor, en cómo se miraban y notaba el desconsuelo de ella cuando Sans venía a despedirse para emprender viaje. Yo le quería mucho; siempre jugaba con nosotros, los niños, reíamos con él, nos enseñaba cómo los trovadores componen canciones, cómo se saca bellos sonidos a una vihuela y trucos de juglar para divertir a las gentes. También nos contaba lo grande que era el mundo, describiendo las maravillas que contenía. Destacaba como la mayor de las bellezas el Joy, el gozo del amor cortés, que era casi religión para él. Y también a la afamada Dama Grial, que cultivaba el Joy y vivía en la Montaña Negra, en el fabuloso castillo de Cabaret, refugio de trovadores y juglares.
Él compuso para mi madre la canción del ruiseñor y, a veces, ella lloraba al oírla. Habla de una joven dama que añoraba su hogar, su familia en las tierras del norte. Es melancólica, sabe a soledad y cuenta un mal matrimonio decidido por el padre. También de un ruiseñor viajero, correo de un mensaje de amor. Es triste, pero muy bella.
A mí me gusta cantarla con sentimiento y lo hago en memoria de mi madre y de su amor.
Murió joven, hermosa, nostálgica, pero enamorada. Era invierno, le vino tos, fiebre y en pocos días se consumió. Se trajeron todos los remedios, mi padre hizo cuanto pudo, estuvo con ella, pero la mano que Ana quiso sostener en su último suspiro fue la de Sans, su trovador, su juglar, su verdadero amor.
Recuerdo ver, desde el primer banco de la iglesia, el reservado a mi familia, a Sans d'Urgell solo, encogido en un rincón lejano, llorando en el funeral. Él, que acostumbraba a erguirse como un gallo al cantar, luciendo su orgulloso bonete empenachado con dos largas plumas de faisán, se apoyaba durante aquella misa, cabeza descubierta, contra una pared trasera, deshecho. Nunca más supe de él.
Pienso que buscó un lugar distante donde morir cual viejo ruiseñor en invierno que, no pudiendo mantener más su propio calor, se acurruca en un último refugio.
Así que cuando canto la canción del ruiseñor también lo hago en honor a Sans, agradeciéndole toda la felicidad, todo el amor que le dio a mi madre.
Aquella pasión alumbró mi infancia y me preguntaba si Hugo de Mataplana, el juglar del que me había prendado, y con quien en los últimos días había conseguido intercambiar unas pocas palabras y muchas sonrisas, sería capaz de algo tan bello.
«Gaudeamus igitur juvenes dum sumus.»
[(«Acompáñennos los gozos mientras seamos jóvenes.»)]
Carmina Burana
Afueras de París. Marzo de 1209
Los dados rodaron dando tumbos sobre la mesa de roble basto y uno se detuvo en el pequeño desnivel formado por dos tablones mal ensamblados.
– ¡Cuatro y dos! -gritó un hombretón de barba rubia cuya sonrisa de dientes corroídos brillaba a la luz de los candiles-. ¡Perdéis, señores estudiantes!
– Os equivocáis -repuso Amaury de Montfort, un joven corpulento-. El dos está montado, hay que rodarlo de nuevo.
– ¡De ninguna manera! -gruñó otro hombre rubio, con un acento que denotaba su procedencia de los condados del norte-. Antes habéis dado por buena una jugada semejante porque os convenía.
– Aquel dado estaba casi bien -intervino Guillermo de Montmorency, un muchacho tan fornido como el anterior y en cuyos ojos azules había un brillo irónico. Y mirando desdeñoso al último que había hablado, añadió-: No saldréis de aquí con bien si no se repite esa jugada.
El tono era de amenaza. Sus miradas se encontraron retándose. El hombre buscó la empuñadura de la daga que le colgaba del cinto.
– Déjale que eche el dado de nuevo, Gunter -razonó el tercero de los mercaderes intentando calmarle-. Tendría que sacar un seis; demasiada suerte. No merece la pena la trifulca.
– El dado de antes estaba más montado que éste y se aceptó por bueno -rezongó Gunter, sin apartar la mirada de los ojos de su contrincante. La lengua se le trababa por el vino y el coraje.
Guillermo sonrió enseñando los dientes y colocando también la mano sobre su puñal en amenaza.
– ¡Por san Dimas, Gunter! -exclamó el prudente, sujetando a su compañero del brazo-. Tenemos la partida ganada; te está provocando y aquí somos forasteros. ¡Deja que tire el dado!
La mirada se mantuvo mientras Guillermo ampliaba su sonrisa triunfal. El otro apartó la vista y dijo: -¡Tirad de una vez, maldita sea!
Guillermo cogió el dado y, ocultándolo de la luz de los candiles con la sombra de su mano grandota, lo sacudió en alto, haciendo un hueco entre sus manos, para lanzarlo rodando sobre la tabla. Todos contuvieron la respiración y el ruido de la pieza de hueso saltando en la madera sonó diáfano, hasta que fue a pararse junto al mismo desnivel donde se detuvo el dado anterior.
– ¡Un seis! -rugió Guillermo-. ¡Ganamos nosotros! -y su compadre Amaury empezó a reír a carcajadas.
– ¡No puede ser! -gritó Gunter-. ¡Ha cambiado el dado!
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