Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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– ¿Y usted cómo…?

– ¿Cómo continúo aquí? En medio del mal también es posible encontrar el bien. No todos los alemanes son iguales, aunque la mayoría prefiere mirar hacia otro lado y no enterarse; pero hay gente buena, gente que hace lo imposible por luchar contra la injusticia aun a riesgo de su bienestar. Tengo amigos que intentan protegerme, profesores como yo, colegas, pacientes a los que salvé la vida como médico, que hacen lo imposible para que vivamos, para que no desaparezcamos como tantos otros judíos. Pero sé que no seremos una excepción, que es cuestión de tiempo que vengan a por nosotros. Un día desapareceremos, lo mismo que Yitzhak y Sara.

– ¡Lo que dice es una locura! ¡No puede ser!

El profesor Bauer le miró con pena. No quería dar falsas esperanzas a aquel hombre, por grande que fuera su desesperación.

– Sabemos que los camisas pardas destrozaron la librería de Yitzhak e hicieron una hoguera con los libros. Les pegaron hasta romperles varios huesos; otro amigo nuestro, el doctor Haddas, fue a socorrerles avisado por una joven que trabajaba para ellos. Pero los camisas pardas volvieron unos días después, y Yitzhak y Sara desaparecieron, como también desapareció el doctor Haddas y su familia. ¿Cree que no hemos intentado indagar sobre su paradero? Pero es como chocar contra un muro, nadie sabe nada.

– Mi esposa llegó a Berlín hace unos días. Sé que estuvo en casa de sus tíos porque he encontrado esto -y Ferdinand le enseñó el lápiz de labios que había envuelto en su pañuelo-. Lo encontré tirado en el cuarto de baño, entre los objetos destrozados en el suelo. La portera… yo creo que la portera sabe algo, nos echó.

El profesor le pidió a Ferdinand que se calmara y le explicara con detenimiento todo lo sucedido desde su llegada. Le escuchó en silencio, sintiendo la angustia profunda que destilaba cada palabra.

– Las porteras, los vecinos… muchos son la punta de lanza de los grupos de los camisas pardas. Se apresuran a denunciar que en sus edificios viven judíos… y luego, una noche, llegan esos salvajes y destruyen todo. Puede que ella viera a su esposa, pero nadie le obligará a confesarlo; ella se siente fuerte. En Alemania tanto da un judío más que un judío menos.

– Pero puedo denunciarla.

– ¿Qué va a denunciar? Dirá que encontró un lápiz de labios que pertenecía a su esposa y que sospecha que la portera la vio. Nada más. Desengáñese, nadie hará nada al respecto.

– Pero ¿quién la ha hecho desaparecer? -preguntó Ferdinand elevando la voz.

– La policía, los camisas pardas, la Gestapo… el régimen, señor Arnaud. Acuda a la policía, hágase acompañar por alguien de su embajada, ponga una denuncia, pero nadie hará nada porque no se van a investigar a ellos mismos.

– Mi esposa es francesa.

– No sé lo que ha sucedido, no lo sé, pero por lo que me ha contado no es difícil imaginar algunas de las cosas que han podido ocurrir. Acaso discutió con la portera al preguntarle por Yitzhak y Sara; acaso esa nazi la denunció y sus amigos de la policía o los camisas pardas se presentaron a detenerla. Estamos en guerra, profesor, su embajada presentará todas las requisitorias que sean necesarias, pero si a alguien se le ha ido la mano con su esposa… o alguien decidió castigarla por su actitud si se enfrentó a ellos… entonces puede haber sucedido cualquier cosa.

Ferdinand ocultó el rostro entre las manos y se puso a llorar. No soportaba escuchar aquellas palabras. Aquel hombre no le estaba dejando ni un solo resquicio a la esperanza. Se negaba a admitir que en la Alemania que él había conocido, la de la razón y la inteligencia, pasara esto. Claro, que ahora apenas reconocía el país.

– ¿Me está diciendo que me rinda y regrese a Francia? -preguntó al médico, con la voz quebrada.

– Le estoy describiendo la situación, nada más. Perdóneme por hacerlo.

– ¿Sara y Yitzhak podrían haberse escondido en casa de algún amigo?

Bauer dudó antes de darle una respuesta:

– Profesor Arnaud, si estuvieran escondidos lo sabríamos, nos lo habrían hecho saber, se lo aseguro.

– ¿Qué puedo hacer? ¿Qué haría usted?

– Ya se lo he dicho: intentaría buscarles, pero sabiendo a qué se enfrenta.

En ese momento entró Lea, la esposa del doctor Bauer. Era una mujer menuda y nerviosa que se apretaba las manos en un gesto de impotencia.

– Profesor Arnaud, hace unos meses desaparecieron nuestro hijo y su esposa con nuestros dos nietos, el mayor de veintiún años, el pequeño de diecisiete. Hemos hecho lo imposible por saber su paradero, los amigos que tan generosamente nos ayudan lo han intentado todo pero no hemos logrado saber nada, sólo que probablemente están en un campo de trabajo, sólo eso; pero ni siquiera tenemos la certidumbre de que estén vivos. Por eso mi marido no le engaña ni le dice palabras de consuelo.

La mujer se puso a llorar secándose las lágrimas con un pañuelo.

El profesor Bauer se levantó y la abrazó.

– Vamos, querida, vamos, no llores.

– Lo siento -musitó Ferdinand-, lo siento…

– No se disculpe, entendemos su dolor porque es el nuestro, y como el de tantos otros de nuestra comunidad que un día han visto desaparecer a sus padres, sus hijos, un sobrino, un nieto. Todos los días nos llegan noticias de esas desapariciones. Su esposa es francesa, a lo mejor tiene suerte y logra… No quiero ser cruel con usted pero será difícil que se la devuelvan precisamente porque es francesa. Si la han maltratado, si la han enviado a un campo, ¿cómo admitirlo? Lo siento, señor Arnaud, siento haber sido yo el que le diga esta verdad. Mi esposa y yo sabemos lo que está sufriendo…

El profesor Bauer le entregó una lista con las direcciones de los amigos más íntimos de Sara y Yitzhak, insistiendo en que fuera prudente, puesto que era posible que la policía ya estuviera siguiéndole los pasos.

– Seguramente la portera de la casa de Yitzhak ha dado aviso a sus amigos de que usted está pidiendo información sobre su esposa y sus tíos. Tenga cuidado, por usted y por nosotros.

– Inge… bueno, ¿Yitzhak y Sara se fiaban de ella? Me ofreció alquilarme una habitación, y acepté; no sé si me he precipitado…

– Es una buena chica -aseguró Lea-, comunista como su novio, sólo que no la han cogido, o, como ella dice, su padre, pese a no hablarle, la protege y evita que la detengan.

– ¿También es comunista? -preguntó Ferdinand sorprendido.

– Sí, eso me contó Sara. Ella y su novio estaban en la misma célula y él un buen día desapareció. Tenía que repartir unas octavillas en la universidad; debieron detenerle, porque nunca se ha vuelto a saber de él. Inge tuvo su hijo, y parece que se ha alejado un poco de sus antiguos compañeros, pero no lo sé bien. Creo que puede confiar en ella.

– Gracias… no sé cómo agradecerles lo que han hecho por mí.

– No hemos hecho nada, salvo desesperanzarle aún más.

– Por favor, salude a sus suegros -le pidió el profesor Bauer-, fueron unos anfitriones encantadores cuando estuvimos en París.

Al salir, Ferdinand tomó nota de que en la esquina continuaba aquel coche negro con dos individuos que se le antojaron siniestros. Decidió caminar para poner en orden sus emociones. Estaba agotado, no sólo porque aún no había descansado del viaje sino por todo lo que había vivido en las últimas horas.

Se detuvo en una tienda que estaba a punto de cerrar. Compró manzanas, café, té, harina, galletas, pasta, mantequilla y jamón, confiando, de esta manera, en contribuir a hacer su estancia menos onerosa para Inge.

Tuvo que andar más de lo previsto hasta encontrar un taxi, sintió alivio cuando se montó en uno. Conocía Berlín, pero no lo suficiente para no perderse.

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