Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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– ¿Eran? -preguntó Ferdinand, alarmado.

– Bueno no lo sé, son, eran… La verdad es que no sé qué habrá sido de ellos.

– Dígame qué sabe de lo sucedido.

– Yo no estaba, fue un sábado por la noche. Llegó un grupo de camisas pardas, apedrearon la luna y la destrozaron; luego entraron en la librería; empezaron a tirar estantes y a romper los libros, subieron a la vivienda. Sus tíos estaban asustados, abrazados temiendo que ése podía ser el último día de su vida. Al parecer se conformaron con apalearles, con dejarles en el suelo ensangrentados.

– ¿Y nadie hizo nada? ¿Ningún vecino acudió a socorrerles?

– ¿Sabe? El resto de Europa no quiere enterarse de lo que sucede en Alemania; tampoco los alemanes quieren planteárselo, de manera que Hitler tiene el campo libre para hacer lo que quiera.

– No ha respondido a mi pregunta: ¿por qué nadie hizo nada?

– Porque nadie ayudaría a unos judíos. Eso sería colocarse en una situación difícil, bajo sospecha, de manera que cuando se trata de judíos nadie oye ni ve nada.

– ¿Quién dio la voz de alarma?

– Sara me contó que cuando la pesadilla terminó y los camisas pardas se fueron, se quedaron mucho rato tirados en el suelo. No podían moverse y el cable del teléfono estaba arrancado. Yo vivo a dos calles de aquí y por casualidad me encontré a la portera de esta casa el domingo por la mañana. Me contó riendo que mis jefes habían tenido «visita» y que me había quedado sin trabajo porque ya no había libros para vender. Vine corriendo con Günter en brazos y les encontré tendidos en el suelo, temblando y sufriendo por las heridas y los golpes. Me dijeron que llamara a unos amigos suyos, un matrimonio mayor, judíos; él es médico, aunque está retirado. Vinieron de inmediato junto con otros amigos. Entre todos logramos poner esto decente, aunque no nos atrevimos a hacer nada en la librería, ya que eso podría suponer que volvieran los camisas pardas. Creo que su tía se puso en contacto con su familia de Francia; hablaban de marcharse, de escapar de aquí.

Inge calló mientras buscaba un lugar donde dejar al niño. Puso una silla en pie y le sentó.

– No te muevas, Günter -le pidió mientras depositaba un sonoro beso en la mejilla del bebé-. Si quiere le ayudo a adecentar un poco esto.

– Si no le importa…

Ferdinand no tenía muy claro que sirviera de algo intentar devolver la apariencia de casa a aquel lugar destrozado, pero al menos la actividad le ayudaba a tranquilizarse mientras continuaba escuchando a Inge, que con una rapidez asombrosa levantaba muebles, sacudía colchones, barría los restos de la loza diseminados por el suelo de la cocina… Él la seguía por donde quiera que ella fuera, haciendo lo que le ordenaba.

– ¿Y luego? ¿Qué ocurrió?

– Durante unos días parecía que había vuelto la normalidad, esa extraña normalidad en la que vivíamos. Yo acudía a verles todos los días. No podía hacer nada en la librería pero sí ayudarles aquí, ya que apenas podían moverse por los golpes recibidos.

»Un viernes me despedí de ellos. Me insistieron en que me tomara el sábado libre, que ellos podrían arreglarse solos. La verdad es que recibían visitas de algunos amigos. Vine el domingo para ver cómo estaban y encontré la casa como usted la ha visto. Ellos no estaban; bajé a preguntar a la portera y me dijo que no sabía nada. Le insistí para saber si había venido alguien a por ellos, si habían decidido ir a casa de algún amigo, pero me aseguró que no sabía nada. Subí a preguntar a los vecinos del segundo y tercer piso, a los del cuarto, y la respuesta fue siempre la misma: no sabían nada, no habían visto nada, no habían oído nada.

– ¿Cuándo fue eso?

– A mediados de marzo.

– ¿Y no se puso usted en contacto con los amigos de mis tíos?

– Su agenda había desaparecido, pero yo sabía la dirección del médico y fui a verle. También había desaparecido y su casa… bueno, su casa estaba arrasada como ésta.

– ¡Pero tiene que saber de otros amigos, de otras direcciones! -gritó Ferdinand.

– No se altere; la verdad es que no sé dónde viven los amigos de sus tíos, tampoco tendría por qué saberlo. Ya le he dicho que busqué una agenda, algún cuaderno, algo donde pudieran tener apuntadas direcciones o teléfonos, pero no encontré nada; a lo mejor usted tiene más suerte.

Ferdinand temió de repente que Inge se enfadara y le dejara allí, que desapareciera el único vínculo con Sara y Yitzhak, su única pista para encontrar a Miriam.

– Lo siento, siento haber gritado… estoy… estoy mal… mi mujer vino aquí y también ha desaparecido.

– ¿Su mujer? ¿Cuándo? Yo no la he visto…

– Salió el 20 de abril de París, prometió llamarnos cuando llegara pero no lo hizo. La embajada ha intentado buscarla pero no ha tenido éxito, yo… estoy desesperado. Miriam vino para llevarse a Sara y Yitzhak a París, para sacarles de esta pesadilla. Tiene razón, nadie quiere ver nada, nadie quiere ver lo que pasa aquí; nos escandalizamos cuando nos dicen que los judíos llevan la estrella de David cosida en sus abrigos, pero no hacemos nada, nos decimos que ya pasará, que esto no puede durar, que los judíos alemanes son sobre todo alemanes…

– Bueno, nunca he visto a nadie aquí hasta hoy. Preguntaremos a la portera, pero ya le digo que será inútil; es nazi, puede que fuera ella quien denunció a sus tíos, quien alertó de que se querían ir… no lo sé.

– ¿Y el resto de los vecinos de esta casa?

– Gente mayor, con miedo. Nadie se atreve a mostrar compasión por los judíos, temen que les confundan, que piensen que su sangre no es pura… en fin, todas esas locuras.

– ¿Y usted? ¿No teme…?

– A mí no me pasará nada. Mi padre es nazi, mi madre es nazi, mis tíos son nazis… Están bien relacionados. Yo soy la oveja negra de la familia, no me aceptan pero procuran no perjudicarme. Mi padre es policía, mi tío es policía… de manera que…

– ¿Y el padre de su hijo?

– El padre de mi hijo era comunista y judío. No me abandonó, sé que no me abandonó, simplemente desapareció. A mi familia les causa horror que uno de los suyos, mi hijo, lleve sangre judía, de manera que prefieren no saber nada de mí, tenerme lejos, para que yo ami vez no les comprometa.

– ¿Dónde cree que está el… el padre de su hijo?

– No lo sé. Quizá muerto, o tuvo que huir de repente… no lo sé, me puse en contacto con algunos amigos… no confían del todo en mí precisamente a causa de mi padre y de mi tío. Ya ve, soy una indeseable para todo el mundo.

Inge le había contado su historia con sencillez, sin alterarse, como si cuanto le había sucedido no fuera nada extraordinario. Se la quedó mirando con otros ojos, intentando descubrir algo detrás de su anodino aspecto de buena chica.

– ¿De qué vive?

– Limpio las casas de algunos de mis vecinos. Me pagan poco, me explotan porque saben que no tengo otra opción. No tengo con quién dejar a Günter.

– ¿Y su madre?

– Para mi madre soy una decepción: no soy nazi, no me he casado, he tenido un hijo, tengo tratos con comunistas y judíos… No quiere verme, tiene miedo de que la contamine.

– Lo siento -acertó a decir Ferdinand.

– Ya he hablado bastante de mí. Ahora hablemos de usted.

– Ya se lo he dicho, mi mujer vino a ver qué sucedía con sus tíos y no hemos vuelto a saber nada de ella. Tenemos un hijo, David; se puede imaginar la angustia que está pasando.

Inge entró en el pequeño cuarto de baño con la escoba en la mano para barrer los fragmentos de cristales desparramados por el suelo.

– Tendría que haber adecentado esto, pero tengo poco tiempo -se excusó.

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