– Bien -declaró el maestro Rojo-, me parece que ahora se trata de seguir la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas en sentido descendente.
Adiós a mi truco memorístico. Con lo bien que sonaba.
– ¿Es que hasta ahora lo habíamos hecho en sentido ascendente?
– En effet, madame.
Bueno, pues nada. Allí estábamos de nuevo, caminando por otro puente larguísimo que regresaba hacia el noreste. Y del noreste al oeste y… Un momento, la secuencia era la misma pero al revés. Descendente significaba que la energía viajaba en sentido contrario pero, como no tenía ganas de más explicaciones sobre por qué la energía decidía darse la vuelta de repente y viajar al revés por el universo estelar, me abstuve de comentarlo y me hice la tonta, aparentando seguir al maestro Rojo sin preocuparme de nada más. Lo malo era que ahora ya no me servía la música de Por ser la Virgen de la Paloma, aunque daba lo mismo porque sólo debía recordar que, en el segundo nivel de puentes, la dirección correcta era la inversa a la registrada en mi serie musical. A partir de aquí todo fue como la seda: llegué a cogerle el tranquillo a esos pasos tan cursis que nos obligaban a dar las cadenas, y esa seguridad, que también habían adquirido el maestro y Lao Jiang, nos hacía avanzar más ligeros; por otra parte, la pauta de la energía era siempre la misma ya que iba en sentido ascendente en los niveles impares y descendente en los pares. Lo único que no se repetía era aquel primer puente colocado para despistar en el primer nivel entre el norte y el centro y que el maestro Rojo nos había obligado a retroceder para iniciar la serie completa desde el principio. Estaba todo meticulosamente pensado, desde luego, aunque, una vez comprendido el esquema general con un lenguaje sencillo en lugar de con esos rimbombantes nombres chinos, me sentía capaz de volver a subir sin perderme hasta donde nos esperaban Fernanda y Biao. Resultaría un tanto confuso pero no imposible.
Por fin, tras descender ocho alturas, llegamos al suelo y, con mis resistentes botas chinas, zapateé -un poco- de alegría sólo por la satisfacción de no estar ya colgada en el aire caminando como una maniquí de Haute Couture. Lao Jiang y el maestro Rojo me miraron desconcertados pero no les hice ni caso. Habíamos bajado desde una altitud de vértigo, seguramente más de ciento cincuenta metros, y habíamos llegado al final sanos y salvos gracias a nuestra prudencia y, sobre todo, gracias a esos sólidos puentes de hierro por los que no parecían haber pasado los milenios. Agradecí a Sai Wu su buen hacer desde lo más profundo de mi corazón.
Allí abajo todo se veía de otra manera. Eché la cabeza hacia atrás hasta donde pude, puse las manos en bocina alrededor de la boca y grité llamando a los niños por sus nombres. No podía verles a través de la malla de hierros pero les oí vociferar desde muy lejos sin entender lo que decían. Bueno, lo importante era que estaban bien y que se habían quedado donde yo les había dicho. No estaba muy segura después de haberles visto hacer de las suyas durante el viaje. Ahora ya podía enfrentarme a esos misteriosos Bian Zhong del cuarto subterráneo.
– Lao Jiang, ¿por qué no le explica al maestro Jade Rojo lo que decía Sai Wu en el jiance sobre los Bian Zhong ?
– Maestro, ¿sabe usted lo que son los Bian Zhong ? -preguntó el anticuario-. Sai Wu le decía a su hijo que en el cuarto nivel se encontraba la cámara de los Bian Zhong y que tenían algo que ver con los Cinco Elementos.
– Los Bian Zhong son campanas, Da Teh.
– ¿Campanas?
– Sí, Da Teh, campanas, campanas mágicas de bronce capaces de emitir dos tonos diferentes: un tono bajo cuando son golpeadas en el centro y otro agudo cuando se las golpea en los lados. Hoy en día ya no se usan por la complejidad de su ejecución pero son uno de los instrumentos musicales más antiguos de China.
– ¿Cómo es posible que yo no hubiera oído nunca hablar de esas campanas? -se extrañó Lao Jiang.
– Quizá porque apenas quedan unas cuantas en algunos monasterios y porque nada sabríamos de su existencia si no fuera por las partituras conservadas en las bibliotecas con anotaciones acerca de su gran antigüedad. Además, no son campanas normales como las que usted haya podido ver habitualmente. Son campanas planas. Da la sensación, al verlas, de que les ha caído una piedra encima.
– ¿Y qué tienen que ver esas campanas planas con los Cinco Elementos? -rezongué.
– Bueno, si se trata de los Cinco Elementos no creo que la solución sea muy complicada.
No quería ser agorera, pero el maestro Rojo se parecía un poco a mí en cuanto a la capacidad de predecir el futuro. Había sido él quien había dicho, muy tranquilo, que «diez mil» puentes sólo serían «muchos» puentes, dándole el sentido de «unos cuantos». Así que más valía no hacerse falsas ilusiones. Y, encima, todas mis notas sobre los Cinco Elementos tomadas de aquella clase a la que asistimos Biao y yo en Wudang se habían quedado en la libreta que les había dejado a los niños.
– Muy bien -exclamó Lao Jiang-, pues vamos a buscar esas campanas.
Caminamos un rato cerca de las paredes y, finalmente, encontramos, a unos cien metros detrás del último puente por el que habíamos bajado, una trampilla en el suelo.
– ¿Más descensos? -bromeé.
– Eso parece -repuso Lao Jiang sujetando la argolla y tirando de ella con fuerza. Como en los niveles anteriores, se abrió sin ninguna dificultad y otra vez descubrimos los consabidos barrotes de hierro sujetos a la pared a modo de escalera. Descendimos por ellos sumergiéndonos en la oscuridad aunque, por fortuna, el tramo fue muy corto. En seguida Lao Jiang, que iba el primero, nos avisó de que había llegado al final y, antes de que el maestro Rojo, que iba el último, pusiera un pie en el suelo, él ya había encendido la antorcha de metano (palabra que ahora me producía una enorme desazón) con su hermoso yesquero de plata. Y sí, allí estaban los Bian Zhong, imponentes, impresionantes, colgando frente a nosotros de un hermoso armazón de bronce que ocupaba por completo la pared del fondo, desde el techo hasta el suelo y de un lado al otro. Diría, sin temor a exagerar, que aquel monstruoso instrumento musical debía de medir unos ocho metros de largo por cuatro o cinco de alto. Había muchísimas de aquellas extrañas campanas aplastadas, una barbaridad, seis filas para ser exacta y, en cada una de ellas, conté once, que iban aumentando de tamaño de izquierda a derecha. A la izquierda estaban las pequeñas -del tamaño de un vaso de agua- y a la derecha las gigantescas, que hubieran podido utilizarse, dándoles la vuelta, como cubos para la basura o para el agua de limpiar.
A la luz de la antorcha de Lao Jiang, el oro de sus ondulados adornos todavía brillaba. Después descubrimos que también llevaban dibujos hechos con plata, pero la plata se había oscurecido y no destacaba tanto. Parecían bolsos expuestos en un escaparate y sus dos lados inferiores, terminados en graciosos picos, aún los hacía estar más a la moda. Las asas colgaban de unos ganchos dispuestos a distancias regulares en las seis gruesas barras que cruzaban de lado a lado el descomunal bastidor cubierto de verdín. Delante de este hermoso Bian Zhong, que también se llamaba así el carillón completo, sobre una pequeña mesa de té, había dos mazos del mismo metal, ambos de un metro de largo como poco, y que, sin duda, servían para golpear con ellos las campanas aplastadas.
– ¿Tenemos que interpretar alguna música en concreto? -pregunté por incordiar.
El maestro Rojo, con su habitual capacidad de análisis y concentración, ya se estaba acercando al Bian Zhong para examinarlo con cuidado y, como necesitaba luz, le hizo un gesto a Lao Jiang para que fuera tras él, pero el anticuario había descubierto vasijas de grasa de ballena en las paredes y se disponía a prenderlas para apagar la antorcha. En realidad, ya me estaba acostumbrando al olor que desprendían esas lámparas y cada vez me molestaba menos. Acabaría por no advertirlo aunque, por descontado, tampoco lo echaría de menos cuando saliéramos al puro, limpio y abundante aire fresco del exterior. En aquel momento recuerdo que sentí un poco de hambre. No tenía ni idea de la hora que era, puede que media tarde, pero no habíamos comido nada en todo el día y los efectos del metano ya hacía un buen rato que habían desaparecido.
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