Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Sí, bueno, no lo comprendía del todo pero la idea fundamental la tenía clara: las Nueve Estrellas eran los puntos cardinales más el centro. Las nueve direcciones espaciales.

– ¿Ve usted este laberinto de puentes de hierro? -me preguntó echando una mirada alrededor-. Pues, si no estoy equivocado, y mis cálculos dicen que no lo estoy, este laberinto oculta el patrón, la ruta de la energía qi a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior.

– ¡Pues es complicadísimo! -se me escapó después de echar un vistazo rápido a la tupida red de puentes que llenaban aquel gigantesco lugar.

– No, no, madame. Le he dicho que el laberinto ocultaba el patrón. La cantidad impide ver la sencillez del camino.

– Déjeme su libreta y sus lápices, Elvira -me pidió Lao Jiang.

Hice un sincero gesto de pesar.

– No los tengo. Se los dejé a los niños para que tuvieran algo en lo que entretenerse.

– Bien, pues imagine una cuadrícula de tres por tres. Un cuadrado con nueve casillas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Las ocho casillas exteriores serían las ocho direcciones. La casilla central superior representaría el sur, a su derecha, en el sentido de las agujas del reloj, la casilla suroeste, debajo de ésta, la casilla oeste, y así hasta volver arriba. ¿Lo comprende?

– No es difícil. Me estoy imaginando un tablero de «Tres en raya».

– ¿De qué?

– Da igual. Siga.

– Bien, pues la energía qi circularía entre esas casillas siempre trazando un mismo camino. Localizando el sur, podemos seguir ese camino. Lo que el maestro Jade Rojo intentaba decirle es que la ruta de la energía qi está aquí, trazada por algunos de esos puentes.

– ¿Recuerda que hay nueve columnas cuadradas? -me preguntó el maestro-. Pues son las nueve casillas de las que le hablaba Da Teh. Cada una de estas columnas es una casilla y sólo uno de los puentes que hay entre ellas es el correcto. Lo que hicieron los maestros geománticos del Primer Emperador fue copiar el esquema de las Nueve Estrellas. Como verá, no podía ser más sencillo.

Refrené un gesto de sarcástico escepticismo que me salía del alma.

– De hecho, ahora mismo -me explicó Lao Jiang- estamos en la casilla central de la cuadrícula de las Nueve Estrellas. La plataforma anterior, de la que venimos, sería el norte.

– Y, además, también sería el punto de origen de la energía, aunque no me pregunte por qué ya que la explicación resultaría muy complicada para ofrecérsela en unos pocos minutos.

– No se preocupe, maestro Jade Rojo, le aseguro que no iba a preguntárselo. La cuestión es adónde debemos ir ahora.

– Bueno… -balbuceó-. En realidad, debemos retroceder. La energía qi parte del norte para encaminarse directamente al oestesur y no podemos llegar al oestesur desde aquí.

– ¿Por ese puente larguísimo? -dije mirando horrorizada una pasarela que iba, sin interrupciones, desde la primera pilastra por la que habíamos entrado hasta la que quedaba frente a nosotros, a la derecha. Es decir, que medía lo mismo que dos puentes más un pedestal.

Aquello iba a terminar conmigo, pero no porque me cayera al vacío, cosa que podía suceder, sino por agotamiento nervioso.

Retrocedimos hasta la pilastra que quedaba frente a la boca del túnel donde estaban los niños. Los saludé con la mano pero sólo Biao respondió. Las cadenas de hierro, después de tantos siglos sin utilizarse, habían aguantado perfectamente el peso de una persona, luego de dos y ahora de tres al mismo tiempo. ¿Aguantaría también el dichoso puente de más de sesenta metros? Mejor no darle vueltas. Estaba claro: si tenía que morir, moriría. Era tarde para echarse atrás.

Poniendo un pie delante de otro avanzamos hacia el suroeste. Primero el maestro Jade Rojo, luego yo y, por último, Lao Jiang. Aquella escena era digna de retratarse: dos chinos y una europea caminando por un viejo puente colgante de hierro a la luz de linternas de grasa de ballena, a muchos metros de profundidad bajo tierra y a otros tantos por encima del suelo. Hubiera sido divertido de no resultar patético. Me reía yo de los tesoros que quería sacar de allí Lao Jiang. Quizá los sacaran otros después de que abriéramos el camino pero nosotros no íbamos a llevarnos más de lo que pudiéramos transportar en los bolsillos. Menos mal que las ropas chinas tenían muchos y muy grandes.

Alcanzamos la pilastra suroeste y, desde ella, fuimos hacia la que estaba situada al este, pasando muy cerca de la pilastra central en la que habíamos estado y cruzándonos por arriba y por abajo con dos puentes que iban y venían de otras tantas superficies a las que aún teníamos que llegar.

Del este al sureste en línea recta y, de allí al centro que ya conocíamos, y del centro a la pilastra situada en el oestenorte, como decían ellos, aunque yo prefería un más sencillo noroeste. Lo que no entendía era por qué habíamos tenido que volver a pasar por el centro si ya habíamos estado allí. ¿No hubiera sido más sencillo (y seguro) ir directamente al noroeste sin hacer todo el camino desde el principio, retroceso incluido?

– Tenía que comprobar la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior, madame -se justificó el maestro cuando se lo pregunté, poniendo una cara rara.

– ¡Oh, venga, maestro jade Rojo! -protesté-. Hubiera bastado con echar un vistazo a los puentes. Por enrevesado que sea el laberinto, ha sido una tontería ir otra vez hasta el inicio para terminar volviendo al centro. ¿Sabe cuántas pasarelas de éstas podríamos habernos ahorrado?

– Déjelo, Elvira -me ordenó Lao Jiang.

– ¿Que lo deje? -me sulfuré.

– Usted no entiende nuestra forma de pensar. Usted es extranjera. Nosotros creemos que las cosas hay que hacerlas bien, completas, para que tengan un final tan bueno como su principio, para que todo tenga armonía.

– ¿Armonía? -Aquello me superaba. Habíamos puesto nuestras vidas innecesariamente en peligro en unos tramos superfluos por la armonía universal.

– Como dice Sun Tzu, Elvira: «Haz tus cálculos antes de la batalla, porque vencerá quien los haga más completos. Los cálculos abundantes vencen a los escasos.» Un pequeño error puede conducir a un enorme fracaso, así pues ¿por qué no hacer el camino en su orden correcto si sólo representa un esfuerzo menor?

No pensaba contestar a eso.

– Había que comprobar los cálculos del Luo P'an, madame. Había que cerciorarse de que mi teoría era correcta antes de perdernos en los puentes y no poder encontrar la salida.

Del noroeste al oeste y del oeste al estenorte (o noreste). Aquella ruta era endiabladamente retorcida y, si era la que seguía la energía qi en el universo o en una casa o donde fuera, más valía no pensar en cómo llegaría la pobre energía al final del camino.

Por fin, desde el noreste fuimos, por otro de esos largos puentes de sesenta metros, hasta el sur, pero no el sur de nuestro nivel sino el del nivel inferior, ya que el puente descendía abruptamente hasta la superficie de una pilastra situada a unos veinte metros por debajo de la otra, a la que estaba pegada. Yo había memorizado la secuencia de direcciones que habíamos seguido porque no se me había ocurrido ninguna manera de marcar el camino para la salida. Aquí no podía provocar una lluvia de flechas ni dejar caer turquesas al suelo como Pulgarcito dejaba caer sus piedrecitas blancas, de modo que sólo contaba con mi memoria por si algo pasaba y lo que hice fue, usando la musiquita popular y facilona de la seguidilla Por ser la Virgen de la Paloma, canturrear en voz baja una y otra vez: «Norte-sur-este-este-sureste-centro-noroeste-oeste-noreste-sur.» El «sur» se me quedaba un poco descolgado de la tonadilla en la primera estrofa, pero repetía «noreste» un par de veces y, al final, terminaba encajando. Digo yo que algo tendría que ver en mi elección musical lo del mantón de la China del segundo verso.

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