Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– No, tú te quedas.

– Yo también quiero ir, tai-tai.

– Pues lo siento. Nos esperaréis los dos aquí hasta que volvamos.

– ¿Y si no vuelven? -Fernanda seguía con ese peligroso ceño fruncido.

– Pues salís y buscáis ayuda en Xi’an.

– Iremos detrás de ustedes en cuanto se hayan marchado -me advirtió con aires de suficiencia dejando caer su bolsa al suelo.

– No te atreverás.

– Sí nos atreveremos, ¿verdad Biao? Ya nos escapamos de Wudang para seguirles, ¿lo recuerda?

– Biao -le dije al niño-, te prohíbo que vengas detrás de Lao Jiang y de mí por mucho que Fernanda te lo ordene, ¿me has comprendido?

El niño bajó la cabeza, compungido.

– Sí, tai-tai.

– Y tú, Fernanda, te quedarás con Biao. Y, si no me obedeces, cuando volvamos a París te meteré interna en el colegio de monjas más estricto que haya. ¿Te queda claro? Y ya sabes la fama que tienen las monjas francesas. Te aseguro que no saldrás ni en vacaciones.

Su gesto se transformó de rabia en sorpresa y, luego, en ira contenida pero había captado la idea. Pegó una patada en el suelo y se dejó caer sobre su bolsa con los brazos cruzados y mirando hacia el lado contrario del túnel.

El maestro Rojo seguía haciéndonos gestos con el brazo.

– Toma, Biao. -Abrí mi petate, saqué la caja de lápices y la libreta de dibujo y se la di al niño-. Para que no os aburráis mucho. Tened cuidado, por favor. No hagáis tonterías. Volveremos pronto.

– Gracias, tai-tai.

Aseguré la bolsa con fuerza para que no me desequilibrara, adelanté un pie temblón y puse las manos heladas y sudorosas sobre las barandillas, Lao Jiang ya estaba llegando al final.

– ¿Le sigo o me espero? -pregunté.

– ¡Los puentes son muy firmes, madame! -gritó el maestro Rojo desde la lejanía-. ¡No tenga miedo! ¡Aguantarán el peso de los dos!

Así que, aterrorizada, empecé a caminar. Aquélla era la prueba más dura de todas cuantas había pasado. La muerte estaba sólo a un mal paso. No debía mirar hacia abajo pero tampoco quería poner los pies de manera incorrecta y perder el equilibrio. Si continuaba sudando de miedo como lo estaba haciendo, las manos me resbalarían por mucho óxido que tuvieran aquellos anillos de hierro. Lao Jiang alcanzó la pilastra y se volvió.

– Siga adelante -me dijo-. Le aseguro que no hay ningún peligro.

¡No, ninguno, desde luego que no! Sólo una caída de yo qué sé cuántos cientos de metros. Pero daba igual, ya estaba allí y tenía que seguir avanzando. Retroceder y quedarme con los niños no era factible porque no tenía ni idea de cómo dar la vuelta sin matarme. Era mejor continuar y no pensarlo. ¿No decían que los valientes no eran los que no tenían miedo sino los que, teniéndolo, se enfrentaban a él y lo superaban? Pues a esa idea tenía que agarrarme con la misma fuerza con que me agarraba a las dichosas cadenas. Yo era valiente, muy valiente. Y, aunque me temblaran las piernas, aquella situación lo demostraba.

Aún continuaba en estado de atontamiento cuando puse el pie, por fin, en la pilastra. ¿Había llegado al final…? ¿De verdad?

– ¡Muy bien, Elvira! -me felicitó Lao Jiang tendiéndome una mano para ayudarme a dar el último paso. ¿Estaba en la pilastra? ¿Había cruzado todo el puente?

– Fíjese qué vista hay desde aquí -dijo extendiendo un brazo hacia abajo.

– No, muchas gracias. Si no le importa, preferiría no mirar.

Él sonrió.

– Pues vamos a por el siguiente -me animó-. Pase usted delante y así la vigilaré.

¡Oh, no! ¡Otra vez no!

Tomé aire profundamente y, con paso inseguro, me dirigí hacia la segunda pasarela, la que continuaba en línea recta. Qué locura. Resultaba imposible saber qué dirección nos acercaría más a la salida. De nuevo, un sudor frío me resbaló por todo el cuerpo. No, al miedo no te acostumbras; tampoco desaparece. Aprendes a convivir con él sin dejarle ganar, nada más.

Por no ofender al sonriente maestro Rojo, reprimí el impulso de abrazarle cuando llegamos a la pilastra en la que nos esperaba, pero me alegré muchísimo de estar viva para volver a verle.

– ¿Ya sabe cómo salir de aquí? -le preguntó Lao Jiang con impaciencia mal disimulada.

– Desde luego -contestó él, exhibiendo su Luo P’an con orgullo-. Siguiendo la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior.

Me quedé muda de asombro y albergué la secreta esperanza de seguir siendo ignorante respecto a ciertos asuntos de los celestes porque, por ejemplo, el día que entendiera a la primera y me pareciera normal algo como «la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior» significaría que yo habría dejado de ser yo y me habría transformado en alguna clase de monstruo como en la obra El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde del escocés Robert Stevenson.

– ¡Increíble! -dejó escapar Lao Jiang.

– Sí, increíble -convine discretamente.

– No sabe de lo que hablamos, ¿verdad, Elvira?

– Pues no, Lao Jiang. Pero tampoco sé si quiero saberlo.

El anticuario puso cara de haber pillado la broma y se rió.

– ¿Recuerda a Yu, el primer emperador de la dinastía Xia, cuya danza seguimos en el palacio funerario?

– Por supuesto.

– Pues Yu fue quien descubrió el dibujo de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior en el caparazón de una tortuga gigante que salió del mar cuando él consiguió detener las inundaciones y secar la tierra.

No, un momento, no fue así. El maestro Tzau me había contado que unos antiguos reyes llamados Fu Hsi y Yu habían descubierto los signos formados por las líneas enteras y las líneas partidas que, luego, formaron los hexagramas del I Ching. El rey Fu Hsi había descubierto unos cuantos en el lomo de un caballo que surgió de un río y el rey Yu, o emperador Yu de la dinastía Xia, otros tantos en el caparazón de esa tortuga que surgió del mar. Más tarde, algún rey de una dinastía posterior los había reunido para componer los sesenta y cuatro hexagramas del I Ching propiamente dicho. El maestro Tzau no había mencionado en absoluto ninguna estrella de ningún cielo y mucho menos posterior.

El maestro Rojo me miró con admiración cuando expliqué mis objeciones.

– No hay muchas mujeres que tengan tantos conocimientos como usted sobre estas materias.

Me negué a admitir su presunto homenaje. Si no había muchas mujeres era porque nadie las animaba o las dejaba estudiar las cosas consideradas exclusivas de los hombres. Era triste que yo, una extranjera, supiera más que doscientos millones de mujeres chinas sobre su propia cultura.

– Verá, madame, cuando el emperador Yu, por orden de los espíritus celestiales a los que visitaba en el cielo gracias a «Los Pasos de Yu», consiguió por fin librar al mundo de las inundaciones vio salir una tortuga gigante del mar con unos extraños signos en el caparazón. Pero esos signos no eran las líneas Yin y Yang de los hexagramas. Digamos que el maestro Tzau le contó la versión simplificada de la historia para que usted comprendiese la idea fundamental. El emperador Yu lo que vio en el caparazón fue el Pa-k'ua del Cielo Posterior. Pa-k'ua significa, literalmente, «Ocho Signos» y Cielo Posterior quiere decir el cielo después del cambio, el universo en constante movimiento y no estático como el Cielo Anterior. Pero no quisiera confundirla. Baste decir que esos Ocho Signos representaban, más bien, un patrón de las variaciones del flujo de la energía en el universo. De ellos salieron tanto los ocho trigramas que sirvieron de base para los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching como las ocho direcciones a las que apuntaban, los ocho puntos cardinales (sur, oestesur, oeste, oestenorte, norte, estenorte, este y estesur) además del centro, es decir, las Nueve Estrellas, que es el nombre por el que se les ha conocido en el Feng Shui desde hace miles de años. Gracias a las Nueve Estrellas y al Luo P'an, la brújula, podemos conocer cómo circula la energía qi en un determinado lugar, sea un edificio, una tumba o un espacio cualquiera.

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