Lorenzo Silva - El nombre de los nuestros

Здесь есть возможность читать онлайн «Lorenzo Silva - El nombre de los nuestros» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Историческая проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El nombre de los nuestros: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El nombre de los nuestros»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

El nombre de los nuestros es la historia de una trágica equivocación: la de la política colonial de España en el protectorado de Marruecos. La novela se inspira, advierte el autor, "en los avatares reales vividos entre junio y julio de 1921 por los soldados españoles […] que defendían las posiciones avanzadas de Sidi Dris, Talilit y Afrau, en Marruecos". Dos soldados de leva, Andreu -un anarquista barcelonés- y Amador -un madrileño empleado de seguros, adscrito a la UGT-, y el sargento Molina, con la colaboración de Haddú, un singular policía indígena, protagonizan un relato en el que se describen, no ya los horrores de la guerra, sino el horror del hombre ante un destino irracionalmente impuesto por eso que llaman «razón de Estado».
Ante ellos, la harka, el conjunto de tropas irregulares marroquíes que el torpe mando militar español menosprecia desde sus despachos. Un enemigo invisible en un paraje en el que aparentemente no sucede nada, pero que se prepara lúgubre e inexorablemente para la masacre. El nombre de los nuestros se plantea como la novela épica de unos personajes condenados al heroísmo, aunque no crean en él o a sabiendas de su inutilidad. Amparándose en la crónica de unos hechos que aún hoy no gusta recordar, Lorenzo Silva construye la parábola desmitificadora de los restos de un imperio de cartón piedra, y nos engancha magistralmente a unos personajes de carne y hueso: responsables, imperfectos, reconocibles, carne de cañón…
La épica de unos personajes condenados al heroísmo en una magistral novela sobre eso que se llama «razón de Estado».

El nombre de los nuestros — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El nombre de los nuestros», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Por la mañana temprano, Rosales, Andreu y otros dieciocho recorrieron el trecho que separaba Talilit de la avanzadilla para relevar a los ocupantes del blocao. Los salientes estaban comidos de porquería, sin afeitar y con los músculos entumecidos. Los saludaron con las efusiones habituales:

– A joderse, que son tres días.

Y con alguna nueva, fruto de la escaramuza de la antevíspera:

– Se ve de muerte la guerra, desde aquí. Y se oye. No veas cómo suenan las balas en la chapa.

Andreu y sus compañeros tomaron posesión del fortín. Llenaron la lata de agua, acarrearon las raciones de comida y se dejaron caer sobre los jergones. Algunos se acercaron a las aspilleras, pero Andreu resistió la tentación. Se echó hacia atrás y se quedó con la mirada perdida en la chapa del techo. Hizo una apuesta consigo mismo: a ver si era capaz de pasarse allí las tres primeras horas, con la mente en blanco. A su alrededor se organizaba ya, espontánea, la rutina del blocao. Uno de los más despiertos, un chuleta de Madrid, había sacado la baraja y provocaba a sus futuras víctimas:

– Se juega, pero palmando el flus, que lo demás no interesa.

Andreu dejó pasar de sobra el tiempo que se había propuesto. Las horas del blocao estaban hechas de una sustancia pastosa, que se iba arrastrando a una velocidad imperceptible y que sólo de vez en cuando sus propietarios (o sus esclavos) tenían ocasión de sentir. A veces uno se paraba a contar y comprobaba que habían transcurrido cinco, o quince, o cincuenta. El resto del tiempo se permanecía aturdido y resignado.

La diferencia entre la noche y el día no era sino la que permitía la impresión confinada entre los estrechos límites de las aspilleras. También llegaba a notarse a través del ruido, aunque todos, los nocturnos y los diurnos, transportaban una indefinida amenaza. Los que no estaban habituados al blocao se abalanzaban a la aspillera más próxima cada vez que oían algo. Los que ya acumulaban horas de encierro hacían simplemente como que no oían, y hasta habrían exigido la repetición de un grito o de un disparo para avenirse a creer en ellos. Si algún día el enemigo se decidía a atacarlos, la estrategia no exigía urgencias ni entrañaba una gran sofisticación. Se trataba sólo de aguantar el ruido de los balazos en los muros, asomarse de vez en cuando con la mayor precaución posible y tratar de darle a alguno de los que vinieran, cuidando, eso sí, de que ninguno se acercara lo suficiente como para deslizarles una bomba de mano dentro del habitáculo. Aparte de eso, sólo quedaba esperar a que los otros se aburrieran o a que desde la posición les quitaran el incordio de encima. El sistema era tan absurdo e inútil que Andreu casi sentía compasión por la mente militar que lo había urdido. Comprendía borrosamente que aquella distribución de posiciones obedecía a un plan de ocupación teórica del territorio, pero se preguntaba qué era lo que ocupaban encerrándose como ratas en aquellas madrigueras.

Como en el blocao no había nada que hacer, se solía charlar. Y como estaban recluidos, la conversación llevaba siempre fuera de allí. A media tarde, Rosales se tendió en el jergón contiguo al de Andreu y empezó a contarle sus historias. Rosales era un cuentista nato y esforzado. Andreu le dejaba hablar, porque le distraía, y no hacía ningún esfuerzo por contener sus exageraciones, porque las historias fantásticas distraían más que las verdaderas. Uno de sus asuntos preferidos eran las faldas.

– Con lo que uno ha trajinado -se quejaba, soñador-. No sé a ti, pero a mí una de las cosas que más me jode es que en los últimos dos años no he tenido más mujeres que las putas de dos reales de Melilla.

– Bueno, es normal -observó Andreu, con desgana.

– Es que a mí las mujeres me gustan gratis, compañero.

– Pues vete a conquistar a alguna mora. Hay quien lo hace. O quien presume de eso, por lo menos.

– No te creas que no se me ha ocurrido. Las hay pintureras.

– No digo que no.

– En serio, sobre todo aquí, en las montañas. O será porque muchas no se tapan la cara y puedes verlas mejor que a las que llevan el velo. Hasta me he cruzado de vez en cuando con alguna que ni siquiera llevaba pañuelo en la cabeza. Tienen el pelo fosco y rebelde. Como la sangre.

– Lo malo es que aquí en Talilit no hay muchas oportunidades.

– Eso es verdad. En Sidi Dris, sobre todo al principio, la cosa era diferente. Se podía salir de razia por los alrededores.

– ¿Y saliste? -preguntó Andreu.

– Que si salí. Siempre que podía. Y una vez estuvo a punto de caer la breva. ¿No te lo he contado nunca? -No.

– Fue una tarde, empezando la primavera. Iba solo y tiré hacia la parte del morabo. Siempre me había picado la curiosidad, sobre todo desde que los oficiales nos habían dicho que teníamos prohibido pisar allí. Los moros consideraban una profanación que un infiel entrara en su lugar santo y en aquellos tiempos había mucho empeño en estar a buenas con ellos. Fui a esa hora porque calculé que no habría morisma por las inmediaciones, en lo que no me equivoqué. Me acerqué al morabo sigilosamente y abrí la puerta. Sin perder un segundo, me escurrí como una sabandija y cerré detrás de mí. Afuera hacía mucho sol y adentro estaba oscuro, así que tardé en ver bien. Lo que era el morabo en sí tampoco daba para mucho. Las paredes blancas, la tumba más bien pobre en el centro y una lámpara de aceite colgada encima. El símbolo del alma del santo, me supongo. Había algunas ofrendas, un par de telas y unas pocas flores secas. Pero todo eso se esfumó cuando descubrí a la mora. Estaba arro dillada, rezando, y nada más verme se quedó paralizada. Tendría dieciocho años, rabiando.

– ¿Y era guapa? -fue al grano Andreu.

– Un rato largo, catalán. Hay gilipollas que dicen que las moras son todas feas, vete a saber por qué. Yo las he visto guapas, ya te digo, y ésta lo era más que ninguna. Con unos ojazos negros, muy blanca, y una planta en cuanto se puso de pie que daba gusto verla. Cómo sería que se la notaba entera debajo de la chilaba. Una hembra de esas que te convierten en una bestia con un solo pensamiento fijo, ya sabes tú cuál.

– ¿Y qué pasó?

– Bueno, primero sopesé la situación. No era mala, pero había que andarse con tiento. La mora había retrocedido hasta la pared y me miraba con una mezcla de miedo y odio salvaje. Ninguna mujer de mi tierra me había mirado nunca así. Me gustaba, pero tenía que aplacarla. Le hablé, mezclando las pocas palabras que sabía de su lengua. Le dije que no tuviera miedo, le pregunté cómo se llamaba, si era de allí, esas cosas. La mora no respondió a ninguna de mis preguntas. A medida que le iba hablando me fui acercando. No sé, se me ocurrió que si la sujetaba y ella veía que no le hacía daño podía conseguir lo que no conseguía con palabras. Ella se quedó quieta, clavándome los ojos como si fueran cuchillos. Con mucho cuidado, le cogí los brazos. Ella se dejó hacer. Tenía una carne tierna y fuerte a la vez, como sólo la tienen algunas mujeres, y al sentirla entre mis dedos creí que me volvía loco. Además de eso la olía, y veía de cerca la piel de su cara y de su cuello. Dijo algo muy rápido, una de esas palabras suyas que suenan como un latigazo y que adiviné que sería un insulto. Mientras tanto me seguía mirando a la cara, sin aflojar. Más que besarla, quise morderla.

El narrador se detuvo. Quería paladear el instante o necesitaba un descanso para inventar el resto, pensó maliciosamente Andreu.

– Estaba claro que ella no quería -continuó Rosales-, que consentiría sólo porque yo llevaba un uniforme y un machete. Nunca he forzado a una mujer, pero te juro que estuve a punto de hacerlo con ella. Al final no tuve valor o me entró reparo. La solté y me fui un par de pasos atrás. Ella se quedó extrañada. Volví a hablarle. Siguió sin contestarme, así que me imaginé que estaría ofendida porque yo había entrado en su lugar santo. Le pedí perdón por eso y ella se echó a reír. Tenía una risa preciosa, y me dije que estaba en el buen camino. Pero entonces, me cago en todo, oí unas voces fuera.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El nombre de los nuestros»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El nombre de los nuestros» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «El nombre de los nuestros»

Обсуждение, отзывы о книге «El nombre de los nuestros» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x