Amin Maalouf - Samarcanda

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Sin embargo, un individuo se acerca, un buen hombre vestido con un ropón remendado. Murmura unas palabras piadosas. Nizam palpa su bolsa y saca tres monedas de oro. Hay que recompensar al desconocido que aún se acerca a él.

Un centelleo, el centelleo de una hoja, todo sucede muy deprisa. Apenas Nizam alcanza a ver la mano que se mueve y ya el puñal atraviesa su ropa, su piel, la punta se desliza entre sus costillas. Ni siquiera grita. Sólo un movimiento de estupor mientras aspira una última bocanada de aire. Quizá, al desplomarse, haya vuelto a ver repetido lentamente ese centelleo, ese brazo que se estira, se encoge, esa boca crispada que escupe: «¡Toma ese regalo! ¡Te viene de Alamut!»

Entonces resuenan los gritos. El Asesino corre, lo acorralan de tienda en tienda, lo encuentran. Apresuradamente le cercenan la garganta y luego lo arrastran por los pies descalzos para arrojarlo a un fuego.

En los años y décadas venideros, los innumerables mensajeros de Alamut conocerían la misma muerte, con la diferencia de que ya no tratarían de huir. «No basta con matar a nuestros enemigos», les enseña Hassan. «No somos asesinos, sino ejecutores; tenemos que actuar en público, para ejemplo de todos. Nosotros matamos a un hombre, pero aterrorizamos a cien mil. Sin embargo, no basta con ejecutar y aterrorizar, también hay que saber morir, ya que, aunque matando desanimamos a nuestros enemigos de emprender cualquier acción contra nosotros, muriendo de la manera más valerosa posible provocamos la admiración de la multitud. Y de esa multitud saldrán hombres para unirse a nosotros. Morir es más importante que matar. Matamos para defendemos, morimos para convertir, para conquistar. Conquistar es una meta, defenderse es sólo un medio.»

Desde entonces los asesinatos tendrían lugar, preferentemente, los viernes, en las mezquitas y a la hora de la oración solemne, ante el pueblo reunido. La víctima, visir, príncipe, dignatario religioso, llega rodeada de una imponente guardia. La multitud está impresionada, sumisa y admirada. El enviado de Alamut está allí, en alguna parte, bajo el disfraz más inesperado. Por ejemplo, de miembro de la guardia. En el momento en que todas las miradas convergen, golpea. La víctima se derrumba, el verdugo no se mueve, grita una fórmula aprendida y afecta una sonrisa de desafío esperando dejarse inmolar por los guardias enfurecidos y luego despedazar por la muchedumbre atemorizada. El mensaje ha llegado; el sucesor del personaje asesinado se mostrará más conciliador con respecto a Alamut; y entre la asistencia habrá diez, veinte, cuarenta conversiones.

Se ha dicho con frecuencia, a la vista de estas irreales escenas, que los hombres de Hassan estaban drogados. De otro modo, ¿cómo explicar que fueran al encuentro de la muerte con la sonrisa en los labios? Se ha intentado demostrar la tesis de que actuaban bajo el efecto del haxix . Marco Polo popularizó esta idea en Occidente; sus enemigos en el mundo musulmán los han llamado a veces haxixiyun , fumadores de haxix , para desprestigiarlos; algunos orientalistas han creído ver en este término el origen de la palabra «asesino» que se convirtió, en varias lenguas europeas, en sinónimo de criminal. El mito de los Asesinos fue todavía más aterrador.

La verdad es otra. Según los textos que nos han llegado de Alamut, a Hassan le agradaba llamar a sus adeptos Asasiyun , los que son fieles al Asás , al «Fundamento» de la fe, y fue esa palabra, mal comprendida por los viajeros extranjeros, la que parecía tener efluvios de haxix .

Es cierto que Sabbah era un apasionado de las plantas, que conocía perfectamente sus virtudes curativas, sedantes o estimulantes. Él mismo cultivaba toda clase de hierbas, cuidaba a sus fieles cuando estaban enfermos y sabía prescribirles pociones para enfriarles el temperamento. De este modo, se conoce una de sus recetas destinada a activar el cerebro de sus adeptos y a hacerles más aptos para los estudios. Es una mezcla de miel, de nueces machacadas y de cilantro. Como se ve, una medicina de lo más dulce. A pesar de una tenaz y sugerente tradición, hay que rendirse ante la evidencia: los Asesinos no tenían otra droga que una fe inamovible, constantemente fortalecida por la más rigurosa de las enseñanzas, la más eficaz de las organizaciones, el más estricto reparto de tareas.

En la cúspide de la jerarquía se halla Hassan, el Gran Maestro, el Predicador supremo, el poseedor de todos los secretos. Está rodeado de un puñado de misioneros propagandistas, los day , entre los que hay tres adjuntos, uno para Persia oriental, Jorasan, Kuhistán y Transoxiana; otro para Persia occidental e Iraq; y un tercero para Siria. Justo por debajo están los compañeros, los ragik , los jefes del movimiento. Después de recibir la enseñanza adecuada, están capacitados para mandar una fortaleza, para dirigir la organización en el ámbito de una ciudad o de una provincia. Los más aptos serán un día misioneros.

Más abajo en la jerarquía están los lasek , literalmente aquellos que están vinculados a la organización. Son los creyentes de base, sin predisposición particular para los estudios ni la acción violenta. Entre ellos hay muchos pastores de los alrededores de Alamut y un número considerable de mujeres y ancianos.

Luego vienen los muyib, los «que responden» de hecho los novicios. Reciben una primera enseñanza y según sus capacidades se les orienta, ya sea hacia unos estudios más avanzados para convertirse en compañeros, ya sea hacia la masa de creyentes o también hacia la categoría siguiente, la que simboliza, a los ojos de los musulmanes de la época, el verdadero poder de Hassan Sabbah: la clase de los fiday , «los que se sacrifican». El Gran Maestro los elige entre los adeptos que tienen inmensas reservas de fe, de habilidad y de resistencia, pero pocas aptitudes para la enseñanza. Nunca enviaría al sacrificio a un hombre que podría convertirse en misionero.

El entrenamiento del fiday es una tarea delicada a la que Hassan se consagra con pasión y refinamiento: aprender a ocultar el puñal, a sacarlo con un ademán furtivo, a plantarlo de un golpe seco en el corazón de la víctima, o en el cuello si el pecho está protegido por una cota de mallas; familiarizarse con las palomas mensajeras, memorizar los alfabetos codificados, instrumentos de comunicación rápida y discreta con Alamut; aprender a veces un dialecto, un acento regional; saber infiltrarse en un medio extranjero, hostil, mezclarse con él durante semanas, meses, aplacar todas las desconfianzas esperando el momento propicio para la ejecución; saber seguir a la presa como un cazador, estudiar con precisión su forma de andar, su ropa, sus costumbres, sus horas de salida; a veces, cuando se trata de un personaje excepcionalmente bien protegido, encontrar el medio de ser contratado dentro de su círculo, acercársele, trabar amistad con algunos de sus parientes. Se cuenta que para ejecutar a una de sus víctimas, dos fiday tuvieron que vivir dos meses en un convento cristiano haciéndose pasar por monjes. ¡Notable capacidad de camaleón que, lógicamente, no puede acompañarse de ningún consumo de haxix ! Lo más importante de todo es que el adepto debe adquirir la fe necesaria para afrontar la muerte, la fe en un paraíso que el martirio le hace merecer en el instante mismo en que la multitud enfurecida le quita la vida.

Nadie podría discutirlo; Hassan Sabbah ha conseguido construir la máquina de matar más temible de la Historia. Sin embargo, frente a ella se ha erguido otra en ese sangriento fin de siglo y es la Nizamiyya, que por fidelidad al visir asesinado va a sembrar la muerte con métodos diferentes, quizá más insidiosos, ciertamente menos espectaculares, pero cuyos efectos no serán menos devastadores.

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