Amin Maalouf - Samarcanda

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– Ya lo ves, no demuestro ninguna arrogancia. Hoy estoy seguro de que viviré mucho tiempo.

En ese instante ¿tuvo el sultán la tentación de renunciar a matar a su visir? Hubiera estado muy inspirado, ya que, efectivamente, aunque el sueño sólo era una parábola, Nizam había tomado temibles disposiciones. La víspera de su partida, los oficiales de su guardia reunidos junto a él habían jurado uno tras otro con la mano sobre el Libro que si le asesinaban ninguno de sus enemigos le sobreviviría.

XIX

En la época en que el imperio selyuquí era el más fuerte del universo, una mujer osó tomar el poder entre sus débiles manos. Sentada detrás de su colgadura, desplazaba los ejércitos de una frontera a otra de Asia, nombraba a los reyes y a los visires, a los gobernadores y a los cadíes, dictaba cartas al califa y enviaba emisarios ante el señor de Alamut. A los emires que refunfuñaban al oírla dar órdenes a las tropas, les respondía: «Entre nosotros, los hombres van a la guerra, pero las mujeres les dicen contra quién luchar.»

En el harén del sultán la llaman «la China». Nació en Samarcanda, de una familia originaria de Kaxgar y, como su hermano mayor Nasr Kan, su rostro no revela ninguna mezcla de sangre, ni los rasgos semitas de los árabes, ni los rasgos arios de los persas.

Es, con mucho, la más antigua de las mujeres de Malikxah, que la desposó con sólo nueve años. Ella tenía once. Pacientemente, esperó a que él madurara. Acarició el primer vello de su barba, sorprendió el primer sobresalto de deseo en su cuerpo, vio cómo sus miembros se estiraban y sus músculos se henchían, majestuoso engreído a quien no tardó en dominar. Nunca dejó de ser la favorita; fue adulada, cortejada, reverenciada, y sobre todo, escuchada. Y obedecida. Al final del día, al regreso de una cacería de leones, de un torneo, de una refriega sangrienta, de una tumultuosa asamblea de emires, o peor aún, de una penosa sesión de trabajo con Nizam, Malikxah encuentra la paz en los brazos de Terken. Aparta la seda liviana que la cubre y se aprieta contra su piel, retoza, ruge, cuenta sus hazañas y sus hastíos. La China arropa al animal salvaje excitado, lo mima, lo recibe como a un héroe en los pliegues de su cuerpo, lo retiene durante largo rato, lo estrecha contra ella y sólo lo suelta para atraerlo de nuevo; él se desploma, conquistador sin aliento, jadeante, sometido, hechizado; ella sabe llevarle hasta el límite del placer.

Luego, suavemente, sus dedos menudos comienzan a dibujar sus cejas, sus párpados, sus labios, los lóbulos de sus orejas, las líneas de su cuello sudoroso; la fiera se derrumba, ronronea, se adormece como un felino ahíto. Las palabras de Terken fluyen entonces hacia lo más profundo de su alma. Le habla de él, de ella, de sus hijos, le cuenta anécdotas, le cita poemas, le susurra parábolas ricas en enseñanzas; ni un instante se aburre él entre sus brazos y se promete permanecer junto a ella todas las noches. A su manera tosca, brutal, infantil, animal, la ama y la amará hasta el último aliento. Ella sabe que él no puede negarle nada; es ella quien designa sus conquistas del momento, amantes y provincias. En todo el Imperio no tiene más rival que Nizam, y en ese año de 1092 está camino de vencerlo.

¿Es una mujer colmada, la China? ¿Cómo podría serlo? Cuando está sola o con Yahán, su confidente, llora lágrimas de madre, lágrimas de sultana, maldice al injusto destino y nadie piensa en reprochárselo. Malikxah había escogido al mayor de sus hijos como heredero y lo llevaba en todos los viajes, a todas las ceremonias, le enseñaba una a una sus provincias, le hablaba del día en que le sucedería: «¡Jamás ningún sultán ha legado un imperio mayor a su hijo!», le decía. Sí, en ese tiempo Terken se sentía colmada, ningún dolor deformaba su sonrisa.

Pero el heredero murió. Una fiebre súbita, fulminante, despiadada. Por más sangrías y cataplasmas que los médicos prescribieron, su vida se apagó en dos noches. Se dijo que había sido mal de ojo, quizá incluso algún veneno imposible de detectar. A pesar de su desconsuelo, Terken se rehace. Una vez pasado el luto, hace que designen como heredero al segundo de sus hijos, con quien pronto se encariña Malikxah, concediéndole títulos muy sorprendentes para sus nueve años, pero la época es pomposa, ceremoniosa: «Rey de reyes, Pilar del Estado, Protector del Príncipe de los Creyentes…»

Maldición y mal de ojo, el nuevo heredero no tarda en morir, él también, y tan súbitamente como su hermano, de una fiebre igual de sospechosa.

La China tenía un hijo más, el último, y le pidió al sultán que lo designara como sucesor. Esta vez el asunto era más difícil; el niño sólo tenía un año y medio y Malikxah era padre de otros tres muchachos, todos mayores que él. Dos habían nacido de una esclava, pero el mayor, llamado Barkyaruk, era hijo de la propia prima del sultán. ¿Cómo dejarle de lado? ¿Con qué pretexto? ¿Quién mejor que ese príncipe, doblemente selyuquí, para acceder a la dignidad de heredero? Esa era la opinión de Nizam. Él, que quería poner un poco de orden en las disputas turcas, él, que siempre había tenido la preocupación de instaurar alguna regla de sucesión dinástica, había insistido con los mejores argumentos del mundo para que el mayor fuera designado. Sin resultado, Malikxah no se atrevía a contrariar a Terken y, puesto que no podía nombrar a su hijo, no nombraría a nadie. Prefería correr el riesgo de morir sin heredero, como su padre, como todos los suyos.

Terken no está satisfecha y no lo estará hasta que vea su descendencia debidamente asegurada. Vemos, pues, hasta qué punto lo que más desea en el mundo es la desgracia de Nizam, obstáculo para sus ambiciones. Para obtener su sentencia de muerte está dispuesta a todo, a intrigas y a amenazas, y ha seguido día a día las negociaciones con los Asesinos. Acompaña al sultán y a su visir en el viaje a Bagdad. Quiere estar presente en la ejecución.

Es la última comida de Nizam. La cena es un iftar , el banquete que celebra la ruptura del ayuno de décimo día de ramadán. Dignatarios, cortesanos, emires del ejército, todos están sobrios, contra su costumbre, por respecto al mes santo. La mesa está dispuesta bajo una inmensa tienda. Algunos esclavos sostienen antorchas para que se pueda escoger, en las enormes bandejas de plata, el mejor trozo de camello o de cordero, el muslo más carnoso de perdigón, hacia los que se tienden sesenta manos hambrientas que rebuscan en la carne y en la salsa. Se reparte, se desgarra, se devora. Cuando alguien se encuentra en posesión de un pedazo apetitoso, se lo presenta al vecino que quiere honrar.

Nizam come poco. Esa noche sufre más que de costumbre, le arde el pecho y siente como si la mano de un gigante invisible le apretara las entrañas. Malikxah está a su lado, comiendo todo lo que sus vecinos le destinan. A veces se le ve arriesgar una mirada oblicua hacia su visir. Debe de pensar que tiene miedo. De pronto tiende la mano hacia una bandeja de higos negros, escoge el más gordo y se lo ofrece a Nizam, que lo coge cortésmente y lo muerde sin ganas. ¿Qué sabor pueden tener los higos cuando uno se sabe tres veces condenado, por Dios, por el sultán y por los Asesinos?

Por fin se termina el iftar. Ya es de noche. Malikxah se levanta de un salto, tiene prisa por reunirse con su China para contarle las muecas del visir. Nizam, por su parte, apoya los codos y luego se incorpora con dificultad para ponerse de pie. Las tiendas de su harén no están lejos, su anciana prima le habrá preparado una cocción de mirobálano para aliviarle. Sólo hay que dar cien pasos. A su alrededor, la inevitable algarabía de los campamentos reales. Soldados, servidores, vendedores ambulantes. A veces la risa ahogada de una cortesana. Va solo y ¡qué largo parece el camino! Habitualmente le rodea un corro de cortesanos, pero ¿quién querría que lo vieran con un proscrito? Hasta los pedigüeños han huido. ¿Qué podrían obtener de un anciano en desgracia?

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