Amin Maalouf - Samarcanda
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Un viento sutil llega de los montes Amarillos a través de los huertos en flor. Yahán coge un laúd, puntea una cuerda, luego otra. La música, al derramarse lentamente, acompaña al viento. Omar levanta su copa y aspira su olor profundamente. Yahán le observa. Escoge de la mesa la azufaifa más hermosa, la más roja, la que tiene la piel más lisa y se la ofrece a su hombre, lo que en el lenguaje de las frutas significa «un beso, enseguida». Omar se inclina hacia ella, sus labios se rozan, se huyen, vuelven a rozarse, se separan y se unen. Sus dedos se entrelazan, llega una sirvienta, se separan sin prisa y cogen cada uno su copa. Yahán sonríe y murmura:
– Si tuviera siete vidas, pasaría una viniendo cada noche a esta terraza para tenderme lánguidamente sobre este diván, bebería este vino y hundiría los dedos en esta escudilla; la felicidad se embosca en la monotonía.
Omar contesta:
– Una vida, o tres o siete, todas las pasaría como estoy pasando ésta, tendido en esta terraza con mi mano en tus cabellos.
Juntos y diferentes. Amantes desde hace nueve años, casados desde hace cuatro, sus sueños no viven siempre bajo el mismo techo. Yahán devora el tiempo, Omar lo bebe a sorbos. Ella quiere dominar el mundo; la sultana le presta oídos, y a ésta le presta oídos el sultán. Durante el día intriga en el harén real, sorprende los mensajes que van y vienen, los rumores de alcoba, las promesas de joyas, el tufo a veneno. Se excita, se agita, se exalta. Por la noche se abandona a la felicidad de ser amada. Para Omar la vida es diferente, es el placer de la ciencia, ciencia del placer. Se levanta tarde, bebe en ayunas la tradicional «copa de la mañana» y luego se instala en su mesa de trabajo, escribe, calcula, traza líneas y figuras, escribe de nuevo, transcribe algún poema en su libro secreto.
Por la noche acude a su observatorio, construido sobre un montículo cercano a su casa. Sólo tiene que atravesar un jardín para encontrarse en medio de los instrumentos que ama y que acaricia, que engrasa y lustra con sus propias manos. Con frecuencia lo acompaña algún astrónomo de paso. Los tres primeros años de su estancia los dedicó al observatorio de Ispahán, supervisó su construcción y la fabricación del material y, sobre todo, elaboró el nuevo calendario, inaugurado con pompa el primer día de Favardín del 458, 21 de marzo de 1079. ¿Qué persa podría olvidar que ese año, en virtud de los cálculos de Jayyám, la sacrosanta fiesta del Nawruz fue desplazada, que el nuevo año que debía caer en mitad del signo de Piscis se retrasó hasta el primer sol de Aries, que fue después de esta reforma cuando los meses persas se confundieron con los signos de los astros, convirtiéndose así Favardín en el mes de Aries y Esfand en el de Piscis? En junio de 1081 los habitantes de Ispahán y de todo el Imperio viven, pues, el tercer año de la nueva era. Esta lleva oficialmente el nombre del sultán, pero en la calle e incluso en algunos documentos se menciona solamente «tal año de la era de Omar Jayyám». ¿Qué hombre ha conocido en vida semejante honor? Esto nos demuestra hasta qué punto Jayyám, en ese momento de treinta y tres años de edad, es un personaje famoso y respetado, sin duda incluso temido, por aquellos que ignoran su profunda aversión por la violencia y la dominación.
¿Qué le une, a pesar de todo, a Yahán? Un detalle, pero un gigantesco detalle: ni uno ni otro quieren tener hijos. Yahán ha decidido, de una vez por todas, no entorpecer su vida con la prole. Jayyám ha hecho suya la máxima de Abul-Ala, un poeta sitio a quien venera: «Yo sufro por culpa de aquel que me engendró, nadie sufrirá por mi culpa.»
No nos equivoquemos con respecto a esta actitud. Jayyám no tiene nada de misántropo. ¿No fue él quien escribió: «Cuando el dolor te abrume, cuando llegues a desear que una noche eterna caiga sobre el mundo, piensa en el verdor que resplandece después de la lluvia, piensa en el despertar de un niño»? Si se niega a procrear es porque la existencia le parece demasiado pesada de soportar. «Feliz aquel que jamás vino al mundo», no cesa de clamar.
Ya lo vemos; las razones que uno y otro tienen para negarse a dar la vida no son idénticas. Ella actúa por exceso de ambición, él por exceso de generosidad. Pero encontrarse, hombre y mujer, estrechamente unidos por una actitud que condenan todos los hombres y mujeres de Persia, dejar que murmuren que uno u otro es estéril sin ni siquiera dignarse responder, es algo que en este tiempo teje una fuerte complicidad.
Una complicidad que tiene sus límites, sin embargo. Yahán recibe de Omar la valiosa opinión de un hombre sin codicia, pero rara vez se preocupa de informarle de sus actividades. Sabe que las desaprobaría. ¿Para qué suscitar interminables disputas? Verdad es que Jayyám no está nunca muy lejos de la corte. Aunque evita incrustarse en ella, aunque huye de todas las intrigas y las desprecia, principalmente aquellas que enfrentan desde siempre a los médicos y a los astrólogos del palacio, no deja de tener unas obligaciones de las que le es imposible librarse: asistir a veces al banquete de los viernes, examinar a algún emir enfermo y, sobre todo, proporcionar a Malikxah su taqwim , su horóscopo mensual, ya que se supone que el sultán, como cada hijo de vecino, tiene que consultarlo para saber cada día lo que debe o no debe hacer. «El 5 un astro te acecha, no saldrás del palacio. El 7 ni sangría ni pócima de ninguna clase. El 10 te enrollarás el turbante al revés. El 13 no te acercarás a ninguna de tus mujeres…». Jamás se le ocurriría al sultán transgredir esas directrices. Tampoco a Nizam, que recibe su taqwim de la mano de Omar antes del final del mes, lo lee ávidamente y lo cumple al pie de la letra. Poco a poco, otros personajes han ido adquiriendo ese privilegio: el chambelán, el gran cadí de Ispahán, los tesoreros, algunos emires del ejército, algunos ricos mercaderes, lo que termina por representar para Omar un trabajo considerable que le ocupa las diez últimas noches de cada mes. ¡La gente es tan aficionada a las predicciones! Los más afortunados consultan a Omar, los demás se buscan un astrólogo menos prestigioso, a no ser que por cada decisión que deban tomar se dirijan a un hombre de religión que, ante ellos y cerrando los ojos, abra al azar el Corán, ponga el dedo sobre un versículo y se lo lea, con el fin de que ellos mismos descubran en él la respuesta a su problema. Algunas mujeres pobres, apremiadas a tomar una decisión, van de prisa y corriendo a la plaza pública y la primera frase que oyen la interpretan como una directriz de la Providencia.
– Terken Jatún me ha preguntado hoy si estaba preparado su taqwím para el mes de Tir -dice esa tarde Yahán.
Omar dirige su mirada hacia la lejanía:
– Se lo voy a preparar por la noche. El cielo está límpido, ninguna estrella se esconde, ya es hora de que vaya al observatorio.
Se disponía a levantarse sin prisa, cuando una sirvienta viene a anunciar:
– Un derviche está a la puerta y pide hospitalidad para esta noche.
– Hazle entrar -dice Omar-. Ofrécele la pequeña habitación bajo la escalera y dile que se una a nosotros para la cena.
Yahán se tapa el rostro con el fin de prepararse para la entrada del extranjero, pero la sirvienta vuelve sola.
– Prefiere permanecer en su cuarto rezando; me ha dado este mensaje.
Omar lo lee, palidece y se levanta como un autómata. Yahán se inquieta:
– ¿Quién es ese hombre?
– Ahora vuelvo.
Rompiendo el mensaje en mil pedazos, se dirige a grandes zancadas hacia la pequeña habitación cuya puerta cierra tras él. Un instante de espera, de incredulidad. Un abrazo seguido de un reproche:
– ¿Qué estás haciendo en Ispahán? Todos los agentes de Nizam el-Molk te buscan.
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